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El agente alto se acercó a Teddy y le dijo:

– Mi esposa también está encinta y va a todas partes conmigo, a pescar, de camping… Ahora todo son autopistas. Hasta juega a los bolos. ¿Por qué está tan excitado el viejo?

– Pregúnteselo -respondió Teddy.

Ethel se acercó corriendo.

– Va a ir conmigo -le dijo a Teddy. Estaba salvajemente excitada-. Me ha dicho que saldrá dentro de cinco minutos -le dijo al agente.

El agente alto miró su reloj y se encaminó después a la sombra del roble, encendiendo un cigarrillo.

– Teddy -dijo Ethel-, ya te llamaré mañana y te diré lo que haya sucedido.

– Muy bien. Y… lo siento. Ya no sé qué puedo hacer para ayudarte.

Esto es todo lo que se dijeron, de pie uno al lado del otro, sin hablar, hasta que, unos minutos más tarde, Costa salió de la casa, con su traje negro reluciente y una corbata color rojo oscuro. Noola lo seguía, llevando una maleta vieja.

– Ven, nos vamos -ordenó, dirigiéndose directamente al auto. Una vez allí vio al hombre que estaba esposado en la parte de atrás-. ¿Quién es este criminal? -preguntó.

Nadie respondió.

– Tú te sientas aquí conmigo -instruyó a Ethel-. Y tú te sientas en la parte de atrás con él -ordenó al agente alto.

Costa ayudó a Ethel a instalarse en el asiento delantero, se sentó junto a ella y puso su brazo por encima del hombro de la chica.

– ¡Listo! -anunció.

En el Centro de Entrenamiento Naval de Orlando, Costa permaneció sentado, impaciente, en la sala de espera, mientras dentro interrogaban a Ethel. Finalmente, un secretario lo invitó a entrar. Entró en la oficina como un rey agraviado y se sentó, cruzando los brazos, esperando pronunciar su juicio.

– Han decidido que el asunto se resuelva allí -le informó el investigador naval.

Costa frunció el entrecejo.

– ¿Quién ha decidido eso?

– San Diego. Les hablé por teléfono -dijo el investigador-. Prefieren tratar el asunto allí. Están familiarizados con su historial. Es cosa seria, sabe usted. La deserción significa consejo de guerra.

– Así que, ¿cuándo vamos? -preguntó Costa.

– Oh, papá, tú no tienes que venir -dijo Ethel-. Teddy está allí. El cuidará de mí.

– Así lo espero – Costa se volvió hacia el investigador naval-. ¿Cuándo se va ella?

– Ahora. Ahí fuera habrá un auto… -Llamó a la oficina exterior. – ¡Bill! ¿Cuándo recogen para el aeropuerto?

Tuvieron que esperar unos veinte minutos. Al fondo del vestíbulo, en la planta inferior, había una máquina de helados y Costa le compró a Ethel un helado cuadrado en un palo. Fuera encontraron un banco y se sentaron uno junto al otro, esperando.

– ¿Cómo vas a volver a casa, papá?

– No te preocupes, tomaré el autobús.

– Papá. ¿Sabes que lo que dijiste a ese hombre no es verdad? No estoy encinta.

– ¿Cómo lo sabes?

– Lo sé.

– ¿Qué pasa entonces? ¿Algo de tu familia? Tu madre, ¿su enfermedad? ¿Quizá tú tienes la misma cosa? ¿Un poco?

– No creo que sea nada de todo eso -dijo Ethel.

– ¿Teddy lo hace contigo suficientes veces?

– Algunas veces. Otras veces, no estoy segura de gustarle de esa manera.

– Tiene otra mujer, ¿verdad?

– No lo sé, papá.

– Hablaré con él, arreglaré en seguida ese asunto de otra mujer, ese hijo de bastardo.

– No estoy segura de que sea eso, papá.

– Tú tienes que ayudar, ¿sabes?, preparar buena cena, hacerle cumplido, mirarlo de cierta manera. -Costa ilustró su explicación.- De este modo.

– Ya lo hago. No tan bien como tú, pero… Costa no entendió la broma.

– Probablemente es tensión -dijo Ethel.

– ¿Tensión de seis meses?

– Sólo han sido dos meses, papá. Sabes que más que nada en el mundo lo que yo quiero es que tú seas feliz, lo sabes bien.

– Ve a ver doctor -dijo Costa-. Deja que te vea bien. Yo pago todo.

– Haré lo que tú quieres que haga, papá, pero… ¿qué te parece si esperamos otro mes?

– De acuerdo. Otro mes.

Ethel terminó su helado, deslizó su brazo por el ángulo que formaba el brazo de Costa y se acurrucó junto a él.

Costa notó que el costado del pecho de Ethel se apretaba contra él. ¿Cómo era posible que una persona no se acercara a ella todas las noches?, pensó Costa.

– Dime -le dijo Ethel-. ¿Qué hacen en el país donde tú naciste, cuando una esposa no procrea?

– ¿En la isla, en Kalymnos?

– ¿Vas a un médico?

– El médico allí, no sabe nada.

– ¿Qué hacen pues?

– Toda la familia va al cura. El cura da kukla, que significa muñeca, pequeñita, hecha de metal… plata para los ricos, para los pobres, estaño. Esta medida. Plana. -Sostuvo su pulgar y el índice a una distancia de unos ocho centímetros. – Tiene barriga gruesa. -Un gesto.- ¿Entiendes? Nuestras mujeres llevan esta kukla debajo de sus vestidos. Aquí el mejor lugar.

Tocó a Ethel allí donde el abdomen se hinchaba.

– Escribiré a mi primo en la isla -dijo-. Te conseguiré una.

– ¿Y eso da resultado, la kukla debajo del vestido?

– Mejor que el doctor, garantizo eso. Al mismo tiempo, todos los de la familia rezan. Cada noche. Da más fuerza.

– ¿Has estado rezando tú?

– Cada noche. Y le he dicho a Noola que también lo haga.

– ¿Ha estado rezando Noola?

– Ella hace lo que yo digo. Los rezos de madre son fuertes en esto.

– Supongamos -dijo Ethel- que, a pesar de las plegarias y de la kukla embarazada, de plata o de estaño… a pesar de todo eso, no sucede nada. ¿Qué se hace entonces?

– ¿Quieres decir en tiempos viejos, qué sucedía?

– No. Ahora. ¿Qué sucede ahora en tu isla, si, a pesar de todo eso…?

– Se cambia de mujer.

– ¡Jesús! ¿No es eso un poco drástico?

– Las mujeres entienden. Un hijo es necesario. ¿Quién va a traer pescado a casa? ¿Quién va a traernos esponjas?

– ¿Me cambiarías a mí?

– ¿Qué otra cosa podría hacer? Hasta tú me dirías, hazlo, cambíame.

Ethel estuvo pensando unos momentos y dijo después:

– ¿Y suponiendo que es por falta del marido?

– ¿Cómo podría ser por falta del marido? Ethel claudicó.

– Naturalmente -dijo-. No podría ser por su culpa. Se acercó un auto. De un verde oliva tristón; el transporte al aeropuerto.

15

En San Diego, Ethel fue escoltada hasta el edificio colonial español, de construcción baja y larga, en donde se alojan las oficinas legales del Mando de Entrenamiento Naval. Encontró a Teddy, que la estaba esperando allí, pero no estuvieron solos ni un momento porque el abogado principal, teniente-comandante Bower, regresó de comer e inmediatamente los introdujo en su oficina, una habitación cuadrada llena de pesados muebles de roble.

– ¡Avaliotis! -Miró severamente a Teddy.- ¿Por qué no viniste a mí meses atrás, a decirme que ella no podía soportar la vida militar, tenía dolores de cabeza por tensión y pesadillas y mareos ocasionales y todas esas desventajas que se supone las mujeres sufren cuando la verdad es que son mucho más sanas que nosotros mismos?

– Porque yo no tenía dolores de cabeza o pesadillas o mareos ocasionales -dijo Ethel-. Lo que tuve una mañana fue un súbito impulso, y me fui.

– ¡Un súbito impulso! -El teniente-comandante Bower miró atentamente a la joven.- Aquí tengo su historial. -Alzó una carpeta.- Demuestra que ibas muy bien. ¿Qué sucedió? Avaliotis, ¿qué sucedió?

– Yo iba bien -dijo Ethel-. Por favor, no culpe a Teddy, señor.

– De todos modos, me temo que el asunto es muy serio ahora. -Se volvió hacia Teddy. – Ella no solamente se ausentó sin permiso, sino que además no regresó por su propia voluntad. Regresó bajo escolta. ¿No tengo razón? Avaliotis, estoy hablando contigo.