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– He aprendido taquigrafía y ahora ya sé escribir a máquina -dijo-. ¡Setenta palabras por minuto!

Cuando lo hubieron hecho muchas veces, ella le dijo que de nuevo estaba en sus días fértiles.

Teddy no la vio durante tres semanas más. No podía salvar esa distancia; sus estudios eran demasiado duros. Había encontrado también algunas compañeras, chicas bonitas y dispuestas. Estaba nuevamente al margen.

Durante esas tres primeras semanas fue cuando Ethel tuvo su primera pelea con Costa.

Costa había observado que todos los de la zona que en principio se habían mostrado encantados con la presencia de Ethel, ahora parecían haberse vuelto contra ella. Ahora ya no recibía cumplidos a diario sobre su nuera.

Su amigo Johnny Conatos, a quien Costa preguntó, se lo explicó así:

– Ella ahora mira a los hombres.

Era una explicación exacta.

Ethel estaba luchando con algo que había visto toda su vida, pero que nunca había comprendido realmente. Cuando un hombre y una mujer se cruzan en la calle, si la curiosidad natural les hace observarse mutuamente, es la mujer la que rápidamente desvía la mirada. Una mujer no ha de sostener la mirada de un hombre por más tiempo que el parpadeo de un ojo. Podría dar lugar a malas interpretaciones.

Las mujeres, concluyó Ethel, se comportan en la calle como animales perseguidos.

Experimentó, prolongando sus miradas y pronto cambió la situación, siendo los hombres los que miraban al suelo o a lo lejos.

Costa la llamó por teléfono para decirle el cambio de actitud de sus conciudadanos.

– ¿Por qué miras a todos los skoopeethi que encuentras por la calle? -le preguntó.

– ¿Y adonde tengo que mirar? -preguntó ella.

– ¡Al suelo! -dijo Costa.

– ¿Incluso cuando estoy con alguien…, con otros hombres, mi esposo, o tú?

– ¡Al suelo! Cuando te miren, inmediatamente tú has de mirar al suelo. De otro modo, es seguro, ellos tienen ideas equivocadas.

Pero Ethel no quiso. Muy pronto las murmuraciones cesaron, que era el signo peor; significaba que la actitud de la ciudad se había establecido en la hostilidad.

Una noche Ethel volvió a casa, a su apartamento, y encontró allí a Noola, con aspecto molesto. Las dos mujeres prepararon la cena y, mientras lavaban los platos, Noola le reveló el motivo de su presencia allí.

– El quiere saber qué pasa.

– Dile que pregunte a su hijo.

– La última vez le dije que era por tensión. ¿Qué voy a decirle esta vez?

– Lo mismo -respondió Ethel-. Esta vez soy yo quien está en tensión.

– El cree que tú deberías estar allí, viviendo con Teddy.

– Dile que no te gusta ser su mensajero. Que si quiere saber algo que venga él mismo a preguntármelo.

– El no habla abiertamente de estas cosas.

– Muy bien. Yo iré y le hablaré abiertamente.

A última hora de la tarde del domingo, el lunes era su día libre,

Ethel se dirigió al Norte. Costa estaba esperándola, sentado bajo el gran roble detrás de la casa, aprovechando la última luz del día. Cuando Ethel se le acercó, él le indicó en dónde quería que ella se sentara, un viejo rey dando audiencia a un subdito que venía a suplicar un favor.

Costa no perdió un minuto.

– Quiero que dejes ese empleo -dijo-. Es malo para Teddy que estés alejada de él como lo estás. Y no me gusta que estés con se tipo, Petros. No es bueno.

– No quiero dejar ese empleo, papá -dijo Ethel.

Fue como si Costa no la hubiera oído.

– Yo mismo digo a Petros, bastardo, le digo que tú no quieres su dinero. Bajaré a poner las cosas en claro inmediatamente.

– Me gusta ese trabajo, papá. Me quedaré en él.

– No, no. No es bueno para Teddy. Por eso hay tensión siempre. Tú te vas; es suficiente.

– Hablaré con Teddy de ello -dijo Ethel escabullándose.

– Deja a Teddy fuera -dijo Costa-. Yo te lo digo. Deja el trabajo.

– No lo haré. No quiero.

Ethel pensó que Costa iba a pegarle. Pero no fue así. Arrancó una rama del árbol, una rama muerta y la golpeó fuertemente contra el tronco. Volaron astillas.

Ethel esperó, cabizbaja. Estaba muy asustada. Pero cuando Costa dejó de temblar, ella habló de nuevo.

– Lo siento, papá -dijo, con voz ronca-. No es tensión ni nada parecido. Yo fui a ver al médico tal como tú me pediste. Me dijo que yo estaba perfectamente.

– Entonces, ¿qué pasa? -Costa casi no podía pronunciar las palabras. – ¿El problema?

– Ahora le toca a Teddy ir a ver a un médico.

Ethel se levantó y entró en la casa, con las rodillas temblorosas todavía.

Pero estaba complacida. Esta vez se había mantenido en sus trece.

Al cabo de pocos minutos oyó el portazo de la puerta de entrada y los pasos de Costa por delante de la habitación de ella y hasta la de él al fondo del vestíbulo. Después, pasados unos momentos, Costa llamó a la puerta de Ethel y entró cuando ella dijo «entra».

Costa tenía ahora el aspecto de su edad, trastornado y pálido; la furia, mientras lo consumía, se había llevado algo de su fuerza.

Tenía un sobre en la mano. Era algo diferente en tamaño de los que Ethel estaba acostumbrada a ver. Un lado del sobre estaba casi enteramente cubierto con sellos que ella nunca había visto antes.

Costa se sentó al borde de la cama en donde Ethel yacía.

– De acuerdo -dijo él-. Le diré a Teddy que vaya. Al médico, de eso hablo.

– Probablemente él está perfectamente -dijo Ethel-. Dejó embarazada a una chica en el Oeste.

– Eso es bueno -dijo Costa.

– ¿Está bien que él me sea infiel?

– Así es la naturaleza de los hombres. Te lo he dicho muchas veces. Tú no puedes cambiar la naturaleza.

Costa estaba abriendo el sobre.

– Debes olvidar todo eso -dijo Costa-. También has de perdonar a Teddy.

– Ya le dije que lo había hecho.

– Eres buena chica.

– ¿Porque lo perdoné? No, gracias.

– Tuve noticias de mi primo -dijo Costa-. ¿Recuerdas te dije que le escribí sobre nuestro problema y le pedí ayuda? El se fue en bote a Lesbos, una gran isla al norte de nuestra pequeña isla, y allí hay cura, Iglesia ortodoxa, buen hombre, muy viejo, casi al final de su vida, desde donde puede ver todo muy claro.

Abrió el sobre y cuidadosamente sacó dos envoltorios en papel de seda. Dejando el sobre a un lado, colocó suavemente un paquetito en su falda y comenzó a desenvolver los pliegues arrugados.

– Este viejo cura, escucha a mi primo en lo que le pide y le dice que un día él tuvo el mismo problema, una de sus hijas, ella no produce nada. Y él le dio esto.

Del paquetito de papel de seda extrajo una cadena fina, una vuelta de poco más de medio metro.

– Es de plata -dijo Costa-. Tan fina, tan ligera, como una concha del mar. Mira. -La sostuvo con sus dos dedos regordetes junto a la lamparilla de mesa con su pantalla de seda rosa.- Ya ves. El cura la bendijo en el altar, en su iglesia.

– ¿Para mí?

– Llévala alrededor de la cintura. Cuando no se cierra ya eres madre.

– Es bella. -Ethel la balanceó suavemente frente a la luz.- ¡Tan delicada! ¿Puedo quedármela, de verdad?

– La pedimos para ti. Mi primo entonces busca asno y se va, un día de camino, a la vieja catedral, de nombre Aghia Paraskevi, en

la cima de la montaña, en medio de la isla. Allí siguen todavía las viejas costumbres y hay otro cura viejo, más viejo que el primero. Este hombre no está instruido, etcétera, pero ha hecho muchas cosas extraordinarias. El nos dio todo esto, te lo enseñaré.

Costa desenvolvió el otro paquete pequeño de papel de seda.

– Para enfermedades diferentes tenemos diferentes figuras -dijo -. Un brazo, un corazón, un ojo, una pierna. Mi primo compró ésta.