– ¿Quién era el tercero, repítelo?
– Mi jefe. El comandante Bower. Tardó exactamente dos minutos.
– ¿En pagar?
– En hacerlo.
– ¿Y no te remuerde la conciencia?
– ¡Remordimientos! Tienes alguna idea… naturalmente no; Teddy me dijo que tú naciste rica…, pero, de todos modos, ¿tienes tú una pequeña idea de lo que pueden hacerte cuando no dispones de dinero en el Banco?
– ¿Quién hace el qué a quién?
– ¡Los hombres! ¡A nosotras! El dinero, queridita, es la libertad. Sin dinero no eres nada. Yo tengo también unos bonitos pechos, así me lo dicen. Pero, ¿cuánto tardaré en tenerlos caídos? Oh, ¡la mierda! Para esto has venido de tan lejos… ¿para oír todo esto? Podías haberlo adivinado.
– Me hace bien haberlo oído. De ti. Gracias. No me gustas, pero te agradezco que me hayas hablado como lo has hecho.
Esta conversación convenció a Ethel. Su instinto no se había equivocado. Teddy era estéril.
La noche con Adrián fue un desastre.
A Ethel le gustó el cuerpo de Adrián, compacto, con músculos agradablemente redondeados y libre de pelo espeso. Pero Adrián se mostró inesperadamente ansioso. Durante todo el rato estuvo haciendo incesantes recomendaciones y dando instrucciones que se traducían por ansiosas demandas de apreciación.
– ¿Te gusta así? -preguntaba Adrián-. ¿Te gusta de esta manera, nena? Dímelo -decía-. ¿Aquí? ¡Eh! ¡Dime algo! Dime qué es lo que quieres.
Pero cuando ella hizo al revés, dando rienda suelta a sus exhortaciones, sucedió lo que esperaba: Adrián se puso blando. Tan pronto como ella guardó silencio, él se lanzó de nuevo. Ethel, esa vez, se sintió contenta de ser mujer. Había una ansiedad -la ansiedad del que actuaba- por la que ella no tenía que pasar.
– ¡Oh, te gusta eso! ¡Bueno! -Y el hombre sondeaba y sondeaba. – ¿Vas a venir sobre tu papaíto? ¿Eh? ¡Di algo! ¿Qué es lo que pasa? ¿No vienes todavía?
Ethel se sintió aliviada cuando todo hubo terminado. Seguía deseando tener una charla con él.
Pero él se durmió. Inmediatamente. Igual que Teddy.
– ¡Eh! No te duermas. -Ethel le sacudió. – Quiero hablar contigo.
– ¿Sobre qué? -murmuró Adrián.
– No me has respondido todavía a una pregunta. Cuando se ha comenzado a fingir, ¿se puede sentir alguna vez de nuevo?
– Cuando lo descubras -dijo Adrián-, dímelo. Ahora, quieres ponerte a dormir, por el amor de Dios… Mañana me espera un día de mucho trabajo.
Pero Ethel no pudo dormir. Por una parte, Adrián roncaba, y esto la mantenía despierta. Pero, principalmente, fue porque se sentía inquieta, insatisfecha. No quería despertarlo otra vez, de modo que se fue al otro cuarto, al que Adrián usaba para las consultas, y se masturbó.
Aquella noche Ethel tuvo un sueño sexual. Envolvía a Costa y fue muy gráfico. A la mañana siguiente Ethel estaba horrorizada, pero por la noche lo había aceptado. Había sido especialmente consciente del olor particularmente distintivo de Costa. Seguía afectándola cuando lo recordaba.
Adrián estaba muy animado por la mañana, preparando café, y trayéndolo a la cama.
– Como en las películas -le dijo.
Entretanto continuó con la charla que había iniciado en el momento de despertarse.
– Lo que atrae a los hombres de las mujeres, no tiene nada que ver con su aspecto -dijo. Y en su voz no había ninguna vacilación.
– ¿Qué es entonces?
– El poder.
– ¿Qué clase de poder? -preguntó la alumna sumisa.
– Cualquier poder. -Señaló a los lugares.- Cabeza, puño, tallo, bolsa.
– ¿Qué clase de poder es el tuyo Adrián?
– Todos excepto el último. -Se dio otra palmada en el bolsillo. – A propósito, ¡tú puedes ayudarme! -Lo anunció como si fuese él el que iba a hacerle un favor a ella, y no a pedirle su ayuda. – Estoy escribiendo un libro -dijo-; ya está bastante adelantado, y hay un capítulo en el que encuentro obstáculos, no en cuanto a conceptos, sino en el detalle. El punto que estoy tratando de poner de relieve es que el instante más saturado de las características básicas de cada individuo masculino es el instante del orgasmo. En ese momento es cuando se revela en toda su autenticidad. Quedan expuestas sus cualidades ocultas. Lo esencial toma el lugar de lo acostumbrado. ¿Qué opinas tú?
– Tú has de saberlo mejor que yo.
– Esa es una respuesta evasiva. Necesito corroboración. Obviamente, tú has estado con un montón de hombres…
– ¿Qué quiere decir, obviamente?
– Obviamente significa claramente. Me gustaría que me describieras la conducta orgásmica de los hombres que tú has… – Cogió un bloc y un lápiz.
– No ha habido tantos, y además, no lo recuerdo.
– ¿Por qué no quieres ayudarme? ¿Estás enfadada conmigo?
– Naturalmente que no. No creo que la mayoría de la gente esté vigilándose en esos momentos. Excepto tú.
– ¡Excelente! Comienza conmigo.
– Tú tienes una libreta y un lápiz al lado de la cama.
– Continúa.
– Por eso tus manos están frías.
– ¡Frías!
– Bueno, frescas. ¿De acuerdo?
– ¡Nada de acuerdo! Obviamente… tú estás enojada conmigo. Y no puedo imaginar por qué. Olvídalo. Ahora he de apresurarme. ¿Estarás aquí esta noche?
– No. Ya me habré marchado.
En la puerta tuvieron una escena conmovedora.
– ¿Tomas la pildora? -le preguntó él mientras le enseñaba cómo debía preparar el pestillo para que se cerrara al marchar ella.
– Ya no la uso -respondió Ethel-. Hace aumentar el peso. ¿Es así para poder cerrar?
– Sí. Bien. Entonces, qué… ¿qué usas ahora?
– Nada. Bueno, muchas gracias, ya nos veremos.
– ¡Nada! ¡Debías habérmelo dicho!
– Por otra parte, es un momento extraño para hacer esa pregunta.
– ¡Jesucristo!
– Parece que vas a ser otra vez padre. Dolores me habló del aborto.
– Bueno, pues no voy a pagar para más abortos. No me busques si necesitas dinero.
– Vamos a preocuparnos cuando sea necesario, ¿de acuerdo? Y gracias otra vez.
Ethel cerró la puerta ante su inquieto rostro.
– ¡Zorra! -se dijo a sí misma cuando Adrián se marchó. De regreso en la posada, hizo el equipaje, fue al Banco y canceló su cuenta de ahorros. Había decidido no regresar todavía a Florida.
En el vuelo a la ciudad de México no tenía ganas de leer ni de escuchar el estéreo del avión, de modo que pidió papel y comenzó a hacer garabatos, dibujando pequeñas mujeres embarazadas, parecidas a aquel diminuto troquelado que Costa le había dado para que lo llevara debajo de su vestido.
No había tomado la pildora desde aquel día, hacía meses ya, en que había entregado su pequeña cajita azul a Costa. Pero esto no la preocupaba. Ishallah! como solía decir Aarón.
– Lo que haya de suceder sucederá cuando Alá lo disponga.
En la ciudad de México, rodeada por el aire sucio, fuertemente perfumado, se sintió sola por completo. Era precisamente lo que deseaba. Decidió estar allí algún tiempo, por lo menos hasta que su padre hubiera vendido la casa de Tucson; seguramente la necesitaría para ayudarlo a vaciarla.
Lo que ahora necesitaba era un empleo. ¡El dinero es libertad! ¡Dolores y su sabiduría! Ethel tenía un buen conocimiento de español a través de una larga sucesión de nodrizas chicanas. Los conocimientos de secretariado que había adquirido con Petros ahora le sirvieron. En tres días tenía lo que había querido, un empleo en la oficina de una gran compañía minera organizada para extraer de la tierra el fluorocarbono del que se saca el agente propulsor para cremas de afeitar y desodorantes. Esta sustancia, así se decía, sólo podía hallarse en las montañas de Sierra Madre, de México, y la compañía casi tenía el monopolio. El producto era enviado al Gran Hermano del norte.