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Cuando comenzó a dormitar, invitó a los sueños.

Se vio a sí misma como un bebé desnudo. Un viejo sacerdote ortodoxo la llevaba hasta una pila bautismal de cobre, entonando el ritual mientras caminaba. La sumergió tres veces en el agua bendita, tibia como orina. La alzó después, renacida.

Más tarde ella era un sol pequeño y el resto del Universo daba vueltas a su alrededor, lejos, fuera de su alcance.

Aunque estaba medio dormida, fueron unos momentos que recordaría hasta el final de su vida, su intervalo de pureza, cuando el compromiso y la acomodación y el engaño ya no eran necesarios.

La noche después de su retorno, Ethel salió a cenar con Petros. Fueron en el auto a un lugar especializado en comida del mar cerca de Sarasota. Un buen grupo de personas, todas parejas maduras, esperaban su turno para tener el privilegio de comer en aquel lugar. Petros, presumiendo de su poder ante Ethel, pasó por delante de todos ellos y ocupó un compartimiento que acababa de desalojarse. La camarera que cuidaba de aquel sector asintió con la cabeza y le sonrió.

– ¿Cómo puedes salirte con la tuya? -le preguntó Ethel.

– Ella y yo -dijo señalando a la camarera- solíamos…

– Frotó sus dedos índice.

– ¿Y cómo puede ella admitir esto?

– Ahora ella sale con el jefe.

Mientras Petros encargaba una docena de ostras para él y algunos cangrejos para Ethel, ésta estuvo contemplando a la camarera. La mujer estaba en la treintena, limpia, pulida, respetable; parecía lo que era realmente, un ama de casa del Medio Oeste, ahora, por alguna razón, sola. No había nada de coquetería ni de artificio en su manera de dirigirse a Petros. La diversión sexual, adivinó Ethel, era simplemente uno de los problemas prácticos que la mujer había tenido que resolver por sí misma.

Petros observaba a Ethel para comprobar cómo había recibido la información íntima que acababa de darle.

– Me gusta -dijo Ethel-. Estoy contenta de que vayas con ella.

– No voy con ella -replicó Petros-. Eso fue durante el pasado invierno cuando llovía todos los días… ¿recuerdas esas dos semanas?

Ethel miró el rostro de Petros; era todo empuje. La nariz le partía la cara en dos. La línea del cabello era baja, su cara expresaba acción, no contemplación. Petros no era un hombre reflexivo.

– ¿Con quién sales ahora? -dijo Ethel.

– Contigo -respondió Petros-, salgo contigo.

– Amigo, yo estoy embarazada -dijo Ethel-. Soy una mujer casada, estoy embarazada y voy a dejar mi empleo al final de esta semana.

– ¿Estás embarazada? ¿Desde cuándo?

– ¿Qué es lo que quieres saber, el día y la hora?

– ¿Quién es el padre?

– Teddy. ¿Quién crees que puede serlo?

– Yo creo que eso sucedió mientras te fuiste a ver mundo. Lo viste, ya lo creo. Pero no pareces diferente.

– Todavía no se nota cuando estoy vestida.

Petros la miró allí donde sus pechos llenaban el vestido.

– Tienen el mismo aspecto, un aspecto excelente.

Permaneció silencioso durante la cena, parecía haber olvidado la noticia de Ethel. Entonces se decidió:

– No me importa -dijo -. Esperaré. Sigues siendo aquella con quien salgo.

– Petros, estoy casada; ¿es que no entiendes eso?

– Oye, zorrilla, ¿crees que soy idiota? Si estuvieras casada y mantuvieras tu matrimonio estarías con tu marido, allí donde esté él. Mierda, sé bien cuándo una mujer está casada.

– Dejaré tu empleo el viernes -repitió Ethel.

– Que te crees tú eso.

Petros tuvo razón en eso. Ethel recibía buena paga, tenía un empleo privilegiado, y estaba comprometida a proporcionar a Teddy veinte dólares a la semana. El viernes siguiente Petros aumentó su salario en diez dólares. No se lo mencionó; dejó el dinero en el sobre.

Cuando ella le preguntó al respecto, Petros respondió:

– Estamos haciendo un buen negocio. Yo me aumento, y te aumento a ti.

«La insistencia -se dijo Ethel- vence a cualquier chica. Así que, vigila.»

Hasta aquel momento Petros no le había hablado de su vida privada. Ahora él no ocultaba su libreta de notas ante Ethel. Esta, como secretaria suya, le concertaba las citas. Cuando, por ejemplo, Petros quería romper con una chica para ir con otra que estaba dispuesta de improviso, mandaba a Ethel que hiciera el trabajo sucio por teléfono. Cada mañana hacía un resumen de lo que había sucedido la noche anterior, algunas veces con detalles gráficos, indicando entonces a su secretaria social cuándo quería una representación repetida.

¿Qué es lo que le hacía creer que esto atraería a Ethel? Quizás él creía que ella suplicaría que le permitiera mantener la nariz fuera de las sábanas de Petros indicando así su interés en lo contrario.

Si es eso lo que pensaba, Petros subestimó la dureza de piel que Ethel había desarrollado. Ella se divertía jugando a ser su alcahueta. Se burlaba de sus ingenuos esfuerzos para humillarla y lo reñía sin piedad cuando Petros permitía que una adolescente estuviera con él.

Finalmente Petros se dio por vencido.

– Muy bien -dijo-. ¡No más gamo!

– ¿Qué es eso, gamo? ¿Algo bueno?

– ¿Quién sabe? Es la palabra griega para matrimonio, gamo también significa negocio en griego. -Dio una palmada al lado de su puño cerrado.

– ¡Qué primitivos sois los paganos! -exclamó Ethel. -Muy bien, me doy por vencido, nada pido, nada espero. Soy un monje.

Fue un largo día, caluroso y húmedo. El mes de septiembre en la costa oeste de Florida tiene unos días y unas noches que no tienen nada de recomendable. Aquélla fue la primera noche que Ethel pasó en la cama de Petros.

Dejó caer la sugerencia en el escritorio de él, al finalizar la tarde, cuando recogió el correo que Petros había firmado.

– Si todavía me quieres, esta noche me quedaré contigo -le dijo Ethel, y regresó a su propio escritorio para colocar las cartas dentro de los sobres.

Lo que la sorprendió fue que Petros no se precipitó hacia ella, ni tan siquiera dio por recibida su oferta besándola o tocándola en cualquier lugar que no hubiera hecho antes. En lugar de decirle «vamonos a la cama», Petros dijo: Vamos a cenar.

La llevó a un restaurante en el que ya habían estado antes, y comieron lo que habían comido otras veces, los cangrejos favoritos de Ethel, y los lenguados favoritos de Petros. La única señal de que se trataba de una ocasión especial fue que Petros encargó un Chablis de importación.

– ¿Qué te ha sucedido, así, de repente? -le preguntó después de su primer trago de vino.

– Ya que significa tanto para ti, pensé que…

– No me concedas favores especiales, miss Laffey -dijo él ¡Zorra! ¿Por qué sonríes?

– Ese vino es para saborearlo, no para tragarse un vaso entero de una vez.

– Estoy nervioso -comentó él.

– No te desvistas -le dijo Petros más tarde. Se hallaban en la embarcación y estaba oscuro en la bodega-. Yo quiero hacerlo. Se acercó a la escotilla y miró hacia fuera.

– El aire viene ahora por el Oeste -dijo-. Lloverá. Y cerró la escotilla.

Ethel apagó la luz de la litera para que la oscuridad tranquilizara los nervios de Petros. Con ella siempre había dado resultado, recordó, cuando los hombres se tranquilizaban.

Tendidos uno al lado del otro en la cama, sin tocarse, hablaron de cosas diversas… y ella esperaba.

– Quiero darte algo -dijo Petros acercándose a un armario cerrado-. He estado guardándolo para esta noche, aunque nunca pensé que llegara a ocurrir.

– ¿De quién es? -preguntó Ethel cuando Petros volvió a su lado con una fotografía pegada a una cartulina.

– Mi familia. En nuestra isla. -Encendió la luz de la litera y alzó la pantalla.- ¡Aquí! Mi madre. ¡En medio!