Выбрать главу

– ¿Dónde está tu padre?

– Mi padre, maldito bobo, se unió al ejército, en mil novecientos cuarenta y… ¿podrías imaginarlo…? Los italianos lo mataron. El fue el único griego que los italianos mataron en esa maldita guerra. Estas son mis tres hermanas, dos de ellas casadas ahora.

– ¿Y quién es éste de aquí?

– Tu amigo. Con cinco años.

El muchachito de aspecto vehemente sostenía la mano de su madre como si quisiera darle seguridad, como si no hubiera razón para preocuparse si él estaba allí. La mujer vestida de negro, con toscas medias negras, contemplaba a su único hijo como si fuese el redentor.

– Yo soy toda su esperanza -dijo Petros-. Cada mes le envío dólares.

– ¿Es ésa tu casa, detrás de ese montón de rocas?

– Eso es lo que nosotros tenemos allí, rocas. Sólo crecen los olivos.

Ethel contempló su rostro desigual, sus ojillos negros de aceituna.

Fue entonces cuando él la tocó.

– Tienes los pechos más bellos que existen -le dijo Petros al soltarlos del sujetador.

Su tacto tenía una delicadeza que ella no había esperado. Era una caricia más que un estrujón.

– ¿Estás asustado todavía? -le preguntó ella algo después.

– Más que antes -respondió Petros.

Dentro del camarote hacía calor; ambos estaban cubiertos por una capa de sudor.

Para lo que Ethel no estaba preparada, era para la reacción que ella experimentó cuando él se deslizó dentro de ella.

– ¡Oh! -suspiró, aspirando en una convulsión de sorpresa-. ¡Oh! -Finalmente -Ethel le oyó exclamar.

Únicamente cuando todo hubo terminado y ambos quedaron quietos, Ethel se dio cuenta de que aunque ella había entrado tan casualmente en su unión sexual, era la primera vez en muchos meses que había sentido el final. Y no era por causa de nada que él hubiera hecho. Simplemente Petros le había mostrado una fotografía.

Cuando él terminó, Petros continuó contemplándola, como un rapazuelo que no puede creer en su buena suerte.

– Nunca creí que llegara a ser posible -dijo-. Una muchacha como tú.

Cuando Petros tuvo un segundo orgasmo, su gritó causó escalofríos en Ethel. Petros gritó:

– ¡Oh, Mama! ¡Mama!

Se quedó dormido después, y ella lo sostuvo como la madre a quien él había invocado.

Comenzó a llover. La embarcación se balanceaba suavemente.

Ethel sabía que por la mañana lo miraría y pensaría lo que entonces estaba pensando: ¿Por qué con él, por qué con ese hombrecito de nariz delgada y cuerpo desproporcionado, ese «negro blanco», como lo llamaban los trabajadores, «míster Cinco-por-Cinco»… ¿Por qué con él y no con los otros que eran mucho más «atractivos» y mucho más seguros de sí mismos?

Adrián había bombeado y bombeado, y finalmente, exasperado, había inquirido:

– ¿No terminas tú?

Pero, de acuerdo con su credo, Adrián tenía razón. Lo que sucedía finalmente con los hombres contaba la historia. A menudo resultaba una sorpresa, aparentemente una contradicción.

Los ojos de Adrián, cerrados hasta ser un destello, no lo delataban cuando él terminaba. No mostraba simpatía ni preocupación, ni tan sólo se mostraba personal.

Aarón, el demócrata de Israel, la había poseído como un autócrata, su orgasmo era un premio por los buenos servicios de ella. Ernie revelaba lo que sentía verdaderamente, sólo en ese momento.

– Eres una zorra rica y mimada -gritaba, expresando en su voz el odio que ocultaba normalmente.

Teddy, un hombre preocupado generalmente, en aquel momento se alejaba, quizás hasta sentía alivio de haber terminado; le producía sueño.

Julio lo hizo por venganza.

– ¿Dónde está ahora tu papi? -vociferaba-. ¿Eh, tú, puta! - ¿O estaría vociferando a su esposa que lo abandonó?

Arturo se pavoneaba como un torero, esperaba que ella le premiara con las orejas y el rabo. A pesar de todos los halagos, de los cumplidos y los constantes ofrecimientos de regalos, ella pudo haber sido cualquiera entre una multitud.

Petros, ¿el amo fanfarrón de una importante dársena? No, un muchacho sin hogar en un panorama rocoso lamentándose por su madre.

Ethel hubiera podido escribir un libro sobre todos ellos. Pero no al estilo de Adrián. Su libro sería escrito con simpatía. Ethel veía patéticos a esos miembros del «sexo fuerte».

Hubo un tiempo en que deseó ser un chico. Ya no. Ellos eran más vulnerables que las mujeres, constantemente tenían que representar un acto que revelaría lo que ellos trataban de ocultar en sus vidas. Las mujeres podían, si era necesario, ocultarse.

– No pertenezco a ninguno de ellos, nunca más -se dijo a sí misma-. Ni a éste, ni a ninguno de ellos.

Lo que, naturalmente, Petros no oyó, pero respondió.

– Nunca te permitiré marchar -le dijo, despertándose. Y se durmió nuevamente entre los brazos de Ethel.

Pero Ethel permaneció despierta, lo sostuvo y sintió por él y por todos los demás. Pues, aun cuando no había amado a ninguno de ellos, los amaba a todos.

Lo único que ahora le preocupaba es que Costa no lo descubriera. Ya que Petros y ella estaban juntos, podían comportarse con más facilidad, en público, como si no lo estuvieran.

Y Petros hizo una concesión táctica: cada tarde esperó hasta que Costa hubo tomado el autobús hacia el norte antes de acercarse a Ethel.

Ethel estaba preocupada por Teddy. Temía que él se enterara por alguien, por un rumor. Por la mañana lo llamó por teléfono y le sugirió que viniera a Mangrove Still para un «consejo de guerra».

Le contó entonces los hechos con palabras claras. También le dijo una verdad que Petros desconocía: que ella pensaba desaparecer tan pronto como tuviera el niño. Lo entregaría a Costa y estaba convencida de que el bebé tendría todos los cuidados necesarios.

– De eso sí que puedes estar segura -dijo Teddy riendo ante ese pensamiento-. Ese viejo bobo dedicará toda su vida a cuidarlo. Naturalmente, Noola será quien haga el trabajo.

– Tu madre ha buscado un empleo.

– ¡Un empleo! ¿Qué clase de empleo?

– Uno en el que gana ciento doce dólares, ese tipo de trabajo. Que es mucho más de lo que ganaban juntos en «Las 3 Bes». Trabaja en esa fábrica de medias a medio camino de Tampa, la que está junto al canal, ¿sabes? Y cada día usa zapatos ahora, apuesto algo que por vez primera.

Más tarde, Teddy supo los detalles por su propia madre.

Había logrado un permiso de tres días, así que el domingo por la noche permaneció en el apartamento de Ethel con ella. Se habían convertido en mejores amigos de lo que antes habían sido. Aquel lunes por la noche, Ethel preparó dos cenas. Preparó la de Petros, dejándola sobre su fogón con instrucciones, y entonces fue a su apartamento en donde la esperaban Teddy y Costa, y preparó la de ellos.

– Ese bastardo -rezongó Costa-. La hace quedar hasta más tarde expresamente, ¡para agraviarme! ¡Sabe cómo!

Hasta Teddy observó que Costa se mostraba más que familiar físicamente con Ethel, tocándola y manoseándola. Resultaba algo embarazoso de contemplar, pues el viejo ni se daba cuenta de lo que hacía.

Como solamente había una cama, Ethel preparó el sofá para Teddy. A medianoche, Teddy se acercó a ella.

– No seas tonto -dijo ella. Teddy no insistió.

Petros, naturalmente, creyó que ellos «habían hecho el negocio».

– ¡Mentiras! -le respondió cuando Ethel protestó-. El es el hijo de su padre, un vlax hace otro vlax, una cabeza griega gorda y dura del lado errado de nuestra isla. ¡Un día lo mataré, los mataré a los dos!

– ¿Y qué tiene ello que ver con un lado u otro de la isla? ¿De qué maravilloso lado de la isla eres tú, hermano Peetie?