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– Yo soy del lado de la isla que encara mi patrida; hay una enorme diferencia. Su pueblo está cerca de Turquía; allí hay toda clase de sangres mezcladas. Ya verás, espera un día que se vuelva loco y comience a hablar en turco, ¡fíjate en eso!

– ¿Y quién se preocupa ahora de todo eso, Peetie? Todos somos del mismo…

– Todos no somos lo mismo. En mi lado somos comerciantes, mercaderes, gente moderna, educada, ¡gente que llega a alguna parte! ¿Su lado? Todo lo que saben hacer es bajar para recoger esponjas. Algunas veces el viento mélleme sopla durante tres semanas del Norte. Tres semanas que ellos están sentados delante del bar, se cortan las uñas, escupen y se lamentan. Aquí, lo mismo, todo el día están sentados en el kentron y charlan y charlan de los viejos tiempos tan felices. Diferente país, pero la misma charla. Créeme, en tierra seca no sirven para nada. Bajo el agua, de acuerdo, quizá. Pero, ¿cuántas cosas importantes suceden en la vida debajo del agua? ¿Qué me dices a eso? ¡Eh, tú! ¡Chica lista! Yo te estoy hablando, y tú dando vueltas.

Ethel se dio por vencida.

Por la tarde del siguiente viernes, Ethel dio las buenas noticias al viejo.

Costa acababa de recibir su semanal. Inmediatamente envió a buscar licor, y se apropió del teléfono de la oficina. La primera persona a la que llamó fue a Aleko el Levendis.

– ¡Trae auto aquí! -le ordenó -. ¿Cuándo? Ahora, ¿qué crees? ¡Ahora!

Hablando con Teddy se puso histérico por teléfono, voceando sus alabanzas y agradecimientos, pasando el teléfono a Ethel mientras él servía la bebida a todos. Iba a nacer un príncipe.

– ¿No crees que se adelanta un poco? -Teddy preguntó a su esposa. Parecía nervioso.

De momento ambos estaban contentos de haber llegado a una decisión. Mirando a Costa, con un gozo exaltado por el alcohol, ¿cómo podría negarse la importancia de tanta alegría?

Cuando Aleko llegó, Costa ordenó a Ethel se metiera en el auto. Ella y Petros tenían una cita para cenar aquella noche, y aún para después, pero la celebración de Costa era un torrente que lo barría todo a su paso.

Se dirigieron al Norte, Aleko al volante, canturreando una tonadilla tras otra, y Ethel y Costa atrás, el brazo de él alrededor de ella, y los ojos de Costa mirando al frente.

Desde el momento que recibió la noticia estuvo recordando el nacimiento de Teddy. Contó cómo él había sabido inmediatamente que el bebé que estaba formándose en el cuerpo de Noola sería un muchacho y que este muchacho, con el tiempo, produciría otro muchacho que se llamaría como él y permanecería a su lado, «modo adecuado» hasta el día que él muriese.

Le habló de su propia abuela, una persona que jamás había mencionado anteriormente. Esa vieja mujer podía predecir, utilizando la ciencia que había aprendido de las mujeres enlutadas que la habían criado, la erudición del Dodecaneso, el sexo del bebé desde el principio del embarazo.

– Ella me enseñó, así que te lo digo. Pronto. ¡Va a ser lo que yo quiero!

Se detuvieron frente a la iglesia de San Nicolás. Era la primera vez en muchos años que Costa había entrado en el territorio de aquel sacerdote del bingo. Había algunas mujeres viejas vestidas de negro.

Costa llevó a Ethel hasta el icono de la Madona. La Madre de Cristo ofrecía una imagen serena. Costa se puso de rodillas frente a ella y obligó a Ethel a. hacer lo mismo. Cuando Costa agachó la cabeza, Ethel hizo lo mismo.

Durante un largo rato, Costa hizo su plegaria a María en una lengua que Ethel no pudo comprender, naturalmente. Era un griego que otro griego hubiera tenido dificultades en seguir, denso, arcaico, fuera del uso general.

Metió entonces la mano en su bolsillo, y sacó todos los billetes que tenía, y, buscando una abertura en la parte superior del cristal que protegía a la Madre de Cristo, introdujo el dinero hacia abajo de modo que cayó entre el cristal y la imagen. Finalmente Costa permitió que Ethel se alzara.

Alguien había avisado al sacerdote que aquel hombre viejo, en otros tiempos uno de los vicarios de esa catedral transplantada, el hombre cuyo alejamiento declarado públicamente había herido los sentimientos del cura y también los de sus fieles seguidores, estaba en la iglesia. De modo que el propio sacerdote del bingo había acudido para recibirlos. De pie al fondo de la nave, sin saber lo que esperar, estaba preparado para una nueva repulsa.

Costa alzó sus brazos, en un saludo al mismo tiempo expresión de perdón y de alegría, se encaminó hacia el joven griego-americano, lo rodeó con sus brazos y lo besó de un modo que hizo historia local.

– Una cosa solamente. El dinero que dejo ahí, no es para la iglesia, es para Su Majestad, la Reina del Cielo; es para los pobres por quienes Ella vela.

– Será utilizado para ese propósito -respondió el sacerdote.

Costa le besó en las dos mejillas.

– Besa su mano -ordenó a Ethel.

Ethel no dudó un instante. Las manos del joven no olían a cera o a velas sagradas: olían a jabón «Dial».

En una bandeja grande, al fondo de la iglesia, Costa arrojó todo su cambio y cogió dos velas. Le dio una a Ethel y ella hizo lo misino que él, la encendió con la llama de las velas que ya estaban encendidas en el candelabro a la altura del hombro.

De nuevo Costa llevó a cabo una ceremonia de compras. Pidió pescado en el muelle, escogió una gran escorpina y se hizo jurar que era fresca. No pagó nada: un pescador no paga a otro pescador. En el almacén de vinos compró -a crédito- tres botellas de «Hymettus», un vino importado de Atenas.

En todas partes adonde fue, anunció el acontecimiento futuro.

– Va a nacer un salvador -parecía estar proclamando -, ¡un redentor!

De pronto Ethel se sintió avergonzada; deseó no haber hecho lo que hizo. ¿Qué la había hecho creer que podía jugar de ese modo con esta clase de persona? Hubiera querido huir de todo, pero ya no le era posible hacer eso.

Harta de comida, llena de vino, pesada por el embarazo, durmió en la cama donde había muerto el padre de Costa, la cama que ahora pertenecía a Teddy. Despertó durante la noche y tuvo que ahogar el impulso de saltar de la cama y echar a correr. Por la mañana decidió que no le quedaba otro recurso sino pasar por ello.

El domingo por la mañana lo pasó al lado de Costa, visitando la lumba de su padre, escuchando mientras Costa hablaba con la imagen de su padre (¿oiría él algún mensaje del más allá?), contemplando cómo Costa recortaba la hierba alrededor de la tumba (¿quién más, pensó ella, cuida de sus muertos de igual modo?), sacando después su pequeña escoba de paja y barriendo los fragmentos caídos de la piedra. Lógicamente, resultaba absurdo. Sin embargo, la devoción por sí misma, el sentimiento que demostraba, ése era un valor que Ethel no podía despreciar.

La tarde era calurosa y húmeda. Ethel soñolienta por el calor, se sentía a gusto sentada en el patio, leyendo bajo la sombra del roble.

Pero no sucedía lo mismo con Costa. Cuando despertó, Costa ya había regresado y vestía un mono blanco de lona. Ethel observó que seguía siendo un hombre fuerte y musculoso.

En el suelo había el pico y la pala que Costa había ido a pedir prestados; al lado, una caja conteniendo cordeles y cuerdas viejas y algunas estacas en las que Costa hacía punta en un extremo con un hacha pequeña. Ese fue el ruido que había despertado a Ethel.

Ahora, mientras ella miraba, Costa clavó las estacas en el suelo, marcando un doble rectángulo, uno dentro de otro, siendo la pared de la habitación de él un lado de la figura. Hecho esto – ¿Qué está haciendo?, se preguntó Ethel-, Costa comenzó a estirar pedazos de bramante, en diferentes longitudes, que ataba juntas, de una estaca a otra, alrededor del doble perímetro de las líneas paralelas.

– Pongo nuevo cuarto aquí -respondió Costa-. Bonito porche, mampara metálica, etcétera. El puede dormir conmigo al aire libre, muy sano para el chico, ¿comprendes?, sin mosquitos, ¡limpio!