Canturreaba en griego. Ethel no oía las palabras y aunque hubiera podido oírlas no hubiera comprendido su significado. Pero comprendió la canción. Era un himno de nostalgia por una tierra perdida hacía mucho tiempo. Mantenía vivo el recuerdo de la patria, rememoraba una civilización.
Terminado el rectángulo de cordel, Costa cogió el pico y abrió la tierra con un poderoso Harumph. Y siguió abriendo y abriendo alrededor del perímetro entre los muros de cordel. Hecho esto, comenzó a cavar una zanja de tres lados con la pala.
– Aquí pondré el cemento. Mantendrá firme el cuarto -explicó.
– ¿No hace demasiado calor para trabajar? -preguntó Ethel.
– Sí -dijo él-, mucho calor. -Y se echó a reír complacido mientras se limpiaba la frente con un pañuelo y se enjugaba por debajo de las cejas por donde el sudor había resbalado haciéndole escocer los ojos.- Mucho, mucho calor.
Ethel lo había convertido en un hombre feliz. Ahora ella se sentía contenta. Valía la pena el riesgo, decidió medio adormecida, y cayó de nuevo en el sueño de una tarde de verano.
20
Pero, al atardecer, el ambiente se tornó agrio.
En primer lugar, se hizo evidente para Ethel que Costa esperaba que ella abandonara inmediatamente su trabajo en la dársena. Era algo que ni tan siquiera debía discutirse.
Ethel reaccionó discretamente.
– Teddy quiere que trabaje -le dijo a Costa-. No quiere que sea gorda y perezosa; él quiere que yo sea como las campesinas griegas de vuestra isla, trabajando hasta el último día.
– No, no, no -Costa no quiso escucharla-. El chico no entiende lo que está bien.
– Sin embargo -replicó Ethel-, ése es su deseo.
– Yo lo explicaré todo -dijo Costa, dirigiéndose al teléfono.
Pero Teddy no estaba en casa, así que el asunto quedó aplazado y se suavizó la decisión.
Ethel le dijo a Costa que ella enviaba a Teddy treinta dólares cada semana. El Gobierno de los Estados Unidos no mantenía adecuadamente a los miembros de sus programas de entrenamiento para oficiales, se quejó Ethel, de modo que a ella le correspondía ayudarlo.
Costa frunció el entrecejo, apretó sus gruesos labios, asintió, escupió.
– Teddy quiere que yo ahorre todo lo que pueda -dijo Ethel-. Quedan todavía tres años durante los que necesitará de mi ayuda…
– Yo se la daré -dijo Costa.
– Tú necesitas el dinero para otras cosas -dijo Ethel-. Además, Teddy quiere mantener a su propia familia; no quiere que le den limosnas.
– ¡De su propio padre! Eso no es dar limosna.
– Así es como él lo cree -replicó Ethel.
– ¿Y tú, qué crees?
– Yo hago lo que Teddy me manda -dijo Ethel.
Costa respetaba esa manera de hablar y, durante algún tiempo, le acalló.
Además, tenía otro problema; Noola no quería renunciar a su trabajo en la fábrica de medias. Ethel los oyó disputar aquella noche en la habitación al otro lado del vestíbulo, Costa dando gritos, y Noola respondiendo siempre con su voz moderada y controlada, sin perder en ningún momento la calma. Al día siguiente, Costa no dirigía la palabra a su mujer.
El y Ethel salieron juntos hacia el Sur; ambos estaban llegando tarde al trabajo. Mientras caminaban hacia la dársena, Costa aceptó los razonamientos y la decisión de Ethel.
– Debes hacer lo que necesita tu marido -le dijo-, pero es probable que yo mate a mi mujer, puede ser la semana próxima. -Se echó a reír al decir esto, y añadió:- En mi isla, ¡oh, mi abuelo! ¡Oh, mi padre! ¡Lo que ellos hubieran hecho allí!
Noola había descubierto lo que Ethel tenía, aquella independencia que proviene de la posesión de dinero. Habiendo saboreado ese tónico, no estaba dispuesta a renunciar.
– Mi esposa -dijo Costa, cuando se separaban- olvida quién es.
– ¿Y quién es ella?
– Ella es una mujer griega, ella es mi esposa. Se lo enseñaré otra vez, con esto. -Mostró a Ethel su mano grande, un puño cerrado.
Si su nuevo empleo de capataz del muelle le hacía sentirse más importante, al conocer la preñez de Ethel se había puesto exultante. Todos comenzaban a quejarse de su arrogancia. El trabajo ahora le aburría y ventilaba su impaciencia sobre los demás, caminaba furioso por los embarcaderos de la dársena haciendo sentir a los clientes lo que realmente eran, incompetentes en las tareas del mar.
– No le hagáis caso – Petros advertía a los propietarios de embarcaciones que protestaban del talante de ese viejo sujeto orgulloso-. Acaba de saber que va a ser padre.
Lo que, Petros se lamentó a Ethel, no era totalmente una broma.
– Dile que te quite las manos de encima -le dijo.
– Oh, vamos, Peetie…
– No quiero que esté manoseándote todo el tiempo.
– Es un hombre viejo. Además, tú y yo no estamos casados. No te he dado ningún derecho para que vayas dándome órdenes, así que, ¡no me hables de ese modo!
– Un minuto más, y te doy una zurra.
– No, no lo harás. Soy capaz de derribarte.
– Cada vez que te veo, allí está él sobándote o tocándote. ¿Qué demonios es eso?
– Simplemente que es feliz.
– Cuando estáis sentados los dos y él se inclina hacia ti y te habla susurrando, pone esas manos suyas que parecen jamones en la parte interior de tus piernas, y no hablo de tus rodillas, sino de ahí arriba en donde tú lo sientes, y ¿qué es lo que está murmurándote, quieres decírmelo?
– El me dice, un centenar de veces al día, me dice: «Será un chico, lo llamaré Costa, de abuelo a nieto, el nombre va así en mi familia, de abuelo a nieto.» Esto es lo que tiene en la mente.
– Pues no parece que esté diciendo eso. ¡Enteramente parece como si tuviera un enorme destornillador dentro de sus calzones!
– Bueno, supongamos que así sea. Qué es lo que yo debo hacer… ¿arrojarle un cubo de agua fría?
– Muy bien, ¡despediré a ese bastardo!
– Peetie, no tienes mucho seso, utiliza el poco que te queda. Si alguna vez llegaras a portarte de ese modo extraño, Costa sospecharía… Bueno, podría… ¿por qué pones esa cara?
– Más pronto o más tarde…
– Ni más pronto, ni más tarde. Y deja de poner ese semblante tan maligno cada vez que Costa me coloca el brazo alrededor de los hombros.
– ¡Los hombros, una mierda! Está palpando tu pecho del otro lado, de este modo.
– Vamos, déjalo ya, Peetie. Ya sé dónde está. Costa quiere comprobar si me están creciendo.
– Dile que me lo pregunte a mí; yo se lo diré.
El hecho era que no había manera de controlar el gozo de Costa. Pronto se puso insoportable y su arrogancia cayó sobre Petros.
– Estás haciéndola trabajar demasiado -vociferó-. ¡Está cansada!
– Yo no hago eso. Ella es como es -protestó Petros.
– Prepara un lugar donde ella pueda reposar cuando esté cansada o la sacaré del trabajo, te lo digo de una vez, chico. Me la llevaré a casa.
– Puede descansar en mi embarcación -respondió Petros reprimiendo apenas su irritación.
– Ten cuidado, amigo -advirtió Costa-. Si me sacas de quicio, te mato, lo garantizo, así que no me hagas enfadar. ¡Ten cuidado!
Petros recibió una reprimenda de Ethel.
La gente de la dársena observó un cambio en el modo de ser de Ethel antes de que se viera en ella ninguna alteración física. Ethel comenzó a soñar despierta. En sus sueños, se convertía en neoyorquina. Tenía un empleo seguro, bien pagado, vivía sola en un apartamento soleado, y disfrutaba de una existencia independiente y tranquila. Se pasaba las tardes en la oficina de Petros pensando en el mobiliario, o confeccionando un calendario imaginario de actividades, los espectáculos a los que iría, las clases que tomaría, los libros que leería, el tipo de vestidos que usaría.