Выбрать главу

Topaba entonces con el auténtico problema: encontrar un empleo. Compraba el New York Times, estudiaba las demandas, y consideraba sus propios atributos profesionales. Escribió a una amiga del colegio que había conseguido establecerse en la gran ciudad, esperando revivir una amistad para poder, más adelante, pedirle ayuda.

Una tarde, surgió de improviso una oportunidad de una procedencia inesperada.

El nuevo propietario de la dársena era el presidente de una sociedad que había agrupado alrededor de la firma original dedicada a productos farmacéuticos (heredada de su padre) a las siguientes empresas: una editora de libros en rústica (preferentemente libros de texto); una compañía productora de televisión con sede en Glendale, California; una fábrica de zapatos de todo tipo domiciliada en Suiza (con intereses especiales en Grecia); una fábrica en Alaska dedicada a la congelación envasada del cangrejo rey; un negocio de sujetadores (el sujetador «Susurro» y el «Promesa»), cuyas oficinas estaban instaladas en Nueva York y cuyos productos se confeccionaban en Puerto Rico.

Con más dinero del que él supiera en qué gastar, compró un gran crucero al que puso el nombre de su madre. El Sara, era una embarcación larga y de popa amplia, y el hombre tuvo dificultades para hallar dónde amarrarlo en el cinturón del sol, cerca de un aeropuerto. Habiendo oído decir que el propietario de esta dársena se hallaba en apuros, le hizo una oferta. A los tres meses desde que adquirió la dársena, había estado demasiado ocupado ni tan sólo para poder conocer al personal (Petros había realizado un viaje rápido a Nueva York), pero se las había arreglado para que el crucero estuviera funcionando la mayor parte del tiempo (de este modo los gastos serían deducibles).

Cierta tarde, la cubierta posterior estaba cubierta con criaturas que Petros llamó poustis, homosexuales masculinos. Todos eran uniformemente guapos (con excepción de un viejo zorro) y sus cuerpos en condiciones muy superiores a los de sus contemporáneos heterosexuales. Su cabello lucía con un toque dorado de «Glint of Gold» (Marca registrada), el producto de una de las firmas de la organización.

Este grupo, la mayoría de cuyos miembros tenía algo que ver con el negocio de los sujetadores, sentía desagrado de pasar su tiempo libre en Puerto Rico en donde estaba su fábrica (la pobreza los deprimía), de modo que fueron en avión a Sarasota y su director general les permitió abordar el Sara. Ethel conoció a la reina del departamento de sujetadores, un hombre que utilizaba el sospechoso nombre de Robin Bolt; ella le había llevado mensajes y telegramas, y -ése era el motivo de haber subido aquella tarde a bordo- cobraba sus cheques.

– Dime, Ethel, ¿has pensado alguna vez en hacer de modelo? – le preguntó míster Bolt. Un amigo estaba esparciendo «Sun-soother» (Marca registrada) en su espalda.

– ¿Y qué es lo que yo podría modelar? -replicó Ethel mientras le entregaba un sobre grueso lleno de dinero.

– ¿Cómo puedes preguntar eso, queridita? -dijo el amigo, dando la vuelta a míster Bolt.

– Estoy embarazada -dijo Ethel-. Este es el motivo del buen aspecto.

Siguió un coro jubiloso de felicitaciones.

Ethel confió a Bolt que esas voluminosas tetas habían sido para ella motivo constante de inhibición desde que ellos aparecieron.

Ethel se rió después de su aprensión.

Llegó el día en que todos pudieron apreciar que el vientre de Ethel estaba aumentando.

– ¿Guardas una pelota de fútbol ahí dentro? -le preguntó Petros, aficionado al fútbol americano. Le molestaba lo que no era suyo.

Costa comenzó nuevamente a insistir en que Ethel abandonara su empleo y volviera a casa para vivir tranquilamente como era adecuado para una mujer griega en camino de ser madre. Cuando Ethel rehusó obedecerle, Costa llamó por teléfono a su hijo y le acorraló tan duramente, que Teddy finalmente accedió a venir a visitarlos para una confrontación.

Ethel encontró a Teddy muy agitado.

– Tengo muchísimo trabajo pendiente -dijo.

Ella lo llevó a la parte posterior de la casa y le contó que estaba ahorrando dinero para su uso personal y no había razón alguna por la que ella no pudiera trabajar.

– A ti te toca manejar a tu padre -le dijo.

Teddy asintió bruscamente, se dio la vuelta al estilo en que había sido entrenado, y marchó hacia la casa.

No deseando ver ni oír la escena, Ethel se tumbó bajo el roble y esperó. El ruido de la discusión llegó hasta ella.

Primeramente oyó que el padre exigía, vociferando con palabras que Ethel había oído una y otra vez. Oyó después al hijo haciendo exactamente lo mismo que su madre había hecho algunas semanas antes cuando Costa le exigía que abandonara su empleo, repitiendo lo mismo una y otra vez, manteniendo la voz moderada y baja, de modo que llegaba hasta Ethel en forma de murmullo.

Y Costa que gritaba.

Y más murmullo.

Oyó entonces a Teddy, futuro oficial, hablar con voz de mando.

– Quiero que trabaje -dijo, y parecía un oficial de Marina dando las instrucciones finales a una tripulación rebelde-. Esto es América, padre, y yo seré quien decida cuándo Ethel deberá abandonar su trabajo, no tú. Ella es mi esposa, padre, no la tuya.

– ¿Qué quieres decir con esa observación, chico?

– Tú te portas como si fuese tu esposa. Estás pegado a ella, o algo parecido. Muy bien. Está muy bien. Pero te lo repito, yo soy quien ha de decidir el tiempo que trabaje y cuándo tendrá que abandonarlo y cualquier otra cosa que ella haga… ¿Qué? Oh, estaba bromeando sobre eso. Pero, por favor, ocúpate de tus asuntos, ¿querrás hacerlo, padre?

Costa creó la crisis que necesitaba en otra dirección.

Acorraló a Noola, con el rostro contraído como un puño, y le ordenó que abandonara su empleo.

– Si no lo haces -rugió-, te sacaré de casa.

Noola se fue a su habitación y comenzó a hacer la maleta. Cuando salió, pidió a Ethel que la acompañara en el auto a casa de una amiga que trabajaba en la fábrica de medias.

Ethel dijo que, naturalmente, lo haría.

– ¿Lo ves? -rugió Costa-. ¿Te das cuenta de cómo están juntas? -Señaló a las dos mujeres. – ¡Una peor que la otra! Tu esposa ha comenzado esto, habla con ella, ¡maldito idiota!

Cuando Teddy no intervino en su favor, Costa arrancó la maleta de las manos de Noola y la arrojó contra la pared, rompiendo el cristal de la fotografía de la graduación de Teddy. Costa se lanzó entonces tras la maleta, depredador sobre la presa, arrancó la tapa de sus goznes, y volaron en el aire el cierre y las grapas. Se ensañó entonces con el contenido, desparramando el vestido del domingo, medias, los artículos de toilette, la ropa interior, y llegando a romper un cepillo de dientes, golpeando contra todo lo que fuese rompible con el cepillo del pelo de plata regalo de casamiento de Noola, soltando palabrotas en griego y algunas en turco, escupiendo sobre los artículos, y pisoteándolos como si fuesen objetos vivientes y él estuviera suprimiendo cualquier signo de vida en ellos.

Noola lloraba silenciosamente a un lado de la habitación.

Costa se dirigió a ella.

– Ahora, vete -gritó-. Vete a vivir con esas zorras de la fábrica.

Como ella no se movía del lugar, Costa la agarró. Iba a arrojarla literalmente por la puerta.

Hasta que Teddy se interpuso en su camino.

– Ya basta, padre -dijo Teddy-. Apártate por favor.

Teddy mantuvo firme su puesto cuando Costa le ordenó retirarse con un gesto. Costa entonces lo abofeteó con la palma de la mano, la confirmación clásica de autoridad, tan vieja como el mundo.

Teddy no se inmutó.

– De acuerdo, padre -dijo con la misma voz clara y controlada-. Ahora ya basta, padre.

Costa no podía llegar a creerlo.

De nuevo intentó llegar hasta Noola.

– No te acerques más -dijo Teddy-. Por favor. No quiero golpearte, padre; pero si me veo obligado a hacerlo, lo haré. ¿Por qué no vas a mojarte la cara con agua fría? Déjala. Ya has hecho bastante.