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En el trayecto del autobús hacia el aeropuerto, Ethel pensó que los tres días siguientes que ella no quería pasar sin Teddy serían durante mucho tiempo los últimos tres días que estaría sin él.

Se sintió sola y sin protección. Y en el tipo de peligro que en otros tiempos había gozado.

En Tucson fue la última en salir del avión y no se apresuró con el resto para recoger su maleta. Caminó lentamente hasta el ardiente sol y permaneció de pie, expuesta a su fortaleza. Tomó una decisión y se dirigió al mostrador de «Avis» para alquilar un auto.

Ethel no pensaba ir a su casa.

Rodó lentamente en la dirección opuesta, hacia las montañas del norte. Al pie de las primeras colinas había una última calle larga que acababa en pleno desierto. Ethel se detuvo allí en donde terminaba, frente a una pequeña cabana blanca. Parecía abandonada.

En la guantera del auto alquilado Ethel encontró un papel de multa por aparcamiento que el anterior ocupante no había atendido. Escribió en el papeclass="underline" «Erriie, ven por favor esta noche en nuestro sitio Tex-Mex. Necesito hablar contigo.» Y firmó: «Kit.»

Salió del auto y se encaminó hacia el deteriorado edificio. A un lado de la cabana había un viejo jeep «Scout» que no parecía funcionar. La puerta de la cocina no estaba cerrada con llave. Cuando se iba a trabajar, Ernie dejaba abierta la puerta de su casa. Aunque siempre lo hacía.

El exterior de la construcción estaba en mal estado; casi toda la pintura había sido arrancada por la arena que el viento arrastraba. Pero en su interior era más bien alegre. Todas las paredes estaban cubiertas con recortes y fotografías de periódicos y revistas, todos con algún significado especial y particular puesto de relieve por los garabatos que Ernie había añadido en los márgenes y rincones. Iban de lo más serio a lo más trivial, lo trivial considerado seriamente, y lo serio ridiculizado. Un collage obsceno mostraba a Jackie Onassis de rodillas prestando un servicio al general Charles de Gaulle que se dirigía a su Ejército de Liberación en la distancia. Ethel observó recortes recientes. Uno, en el refrigerador, decía: «Cuando los pobres nazcan sin agujero en el culo, la mierda valdrá dinero.»

Ernie era hijo de un rico magnate en el negocio de Seguros y de bienes inmuebles.

El fregadero estaba lleno de cacerolas y sartenes sucias. La mesa había quedado puesta desde la cena anterior. Ethel observó que la noche anterior allí habían cenado dos personas.

Descubrió que la tetera para calentar el agua estaba caliente y al mirar al otro cuarto -sólo había uno- por la puerta abierta, vio a Ernie. Estaba dormido, desnudo, boca abajo, sobre su colchón en el suelo exactamente igual como ella lo había visto cinco meses atrás.

Sacándose las sandalias se acercó de puntillas evitando los envases vacíos de cerveza y se sentó al borde del colchón, esperando inmóvil.

Contó siete gatos en la habitación… tres más desde su época.

Ernie tenía los músculos suaves y redondos de lo que no era: un campeón de natación. No hacía ejercicio, pero nunca aumentaba de peso. Su piel era de un moreno dorado y su cabello más claro, pajizo. La imagen de un apolo moderno. Un joven con quien la naturaleza se había mostrado tan pródiga que nunca se vio impulsado a ponerse a prueba.

La sábana había quedado hacia atrás junto a su cabeza y Ethel vio la quemadura que Ernie había hecho meses atrás en el colchón con un cigarrillo abandonado. No se había molestado ni en dar la vuelta al colchón.

Un viejo despertador estaba en marcha: las dos cincuenta y dos. Ernie, recordó Ethel, había tenido un trabajo, una especie de hombre para todo en la Granja Experimental del Estado. Pero con frecuencia no se molestaba en acudir al trabajo y la gente de la Granja no hacía caso de su obstinación. Ernie trabajaba cuando necesitaba dinero.

La zona alrededor del colchón era familiar para Ethel. Seguían ahí los mismos libros, apilados, y revistas y periódicos por todas partes. Había una nueva colección: unos pequeños cactus extraños en botes de café y también piedras partidas por la mitad para revelar sus sorprendentes dibujos interiores.

– Has vuelto. -Un murmullo.

Ethel no se había movido. Tampoco Ernie.

– Sí.

– ¿Has traído la cerveza?

– ¿Qué?

– Ibas a buscar seis latas.

Ethel se acordó. Cinco meses atrás había salido para un recado de veinte minutos y no regresó.

Ernie se volvió lentamente y vio quién estaba allí.

– Oh, si eres tú, ¡Kit!

– No he traído cerveza.

Ernie le hizo un regalo, su gentil sonrisa. Tenía aquello que ella recordaba, un único hoyuelo.

– ¿Muy enfadado conmigo? -preguntó Ethel.

– Hacemos lo que hemos de hacer, nena.

– ¿Te llegó mi carta?

– Llegó, pero todavía no ¡a he leído.

– ¿En tres meses? No era una carta tan larga, Ernie.

– Comprendí en seguida lo que sucedía. No necesitabas una carta larga.

– ¿Así que estás enfadado conmigo?

– ¿Qué es lo que decías que ibas a hacer?

– Casarme.

– ¡Oh, Dios mío!

– ¿Qué quieres decir con eso?

– ¿Sabe él en dónde se mete?

– No eres muy amable al decir eso, Ernie.

– Simplemente la realidad. ¿Quieres mirar si me encuentras un cigarrillo en alguna parte?

Ethel se levantó y comenzó a mirar a su alrededor.

– Se lo he contado todo -dijo.

– Si lo hiciste, has ido demasiado lejos. Mira en mis calzones.

Sus pantalones estaban en el suelo allí en donde los había dejado caer Ernie.

– Casi todo. Aquí. Sólo queda uno.

– Ahora una cerilla. Cuando vayas al almacén tráeme un cartón de «Kool». Y cerveza también, seis latas y quizás algunos «Fritos» y también la revista Magazine y Newsweek, y si lo tienen, el nuevo Rolling Stones.

– ¿Qué te hace pensar que voy a ir al almacén?

– Todos lo hacen, antes o después.

Ethel había encontrado una cerilla y estaba encendiendo el cigarrillo de Ernie.

– ¿Cómo es que no estás en tu trabajo?

– La noche pasada estaba leyendo este libro, me interesó mucho y quería terminarlo.

– Veo que ayer estuviste aquí con una amiga.

– Ella preparó la cena. Entonces le dije que se fuera.

– El mismo Ernie de siempre. ¿Quieres que arregle esto un poco?

– Si tienes ganas. No lo hagas por mí. Deja que te mire.

Lo hizo, a través del humo del «Kool», y sonrió cariñosamente.

– Tienes buen aspecto -dijo.

– Estoy bien.

– De hecho, estoy contento de verte.

– Estuve a punto de no venir. Temía que estuvieras mosqueado conmigo.

– ¿Por qué?

– Por desaparecer como lo hice. ¿Lo estás? -Teddy, pensó Ethel, hubiera armado una escandalera.- No voy a culparte por ello, así que dime la verdad.

– No hace falta que pasemos otra vez por esa mierda, ¿no crees?

– Lo quiero, Ernie. Deseo que me perdones.

– Ya lo he hecho. Además, ya lo esperaba.

– ¿Esperabas qué?

– Que en el último minuto lo pensaras mejor y te fueras. Me sentí muy aliviado. Yo mismo estuve a punto de echarme atrás.

– ¿De verdad, Ernie? ¿O lo haces para que yo me sienta mejor?

– Después que te fuiste, me acerqué a ver este lugar que habías encontrado. Me gusta más esto de aquí. Tiene un aspecto infernal, pero… bueno, imagina todo el esfuerzo para trasladar todo este arte y esta sabiduría que he pegado por las paredes. ¡Sería como trasladar la Capilla Sixtina! -Miró con satisfacción las paredes de su cuarto. – Tengo algunas cosas nuevas realmente bellas. Da una vuelta alrededor y… ¿Estás llorando? Por el amor de Dios, Kit, no estoy enfadado contigo.