Cuando Ethel volvió, Petros no dijo palabra. Ethel se comportaba ahora abiertamente como su amante, dormía en su embarcación, le preparaba la cena, cumplía con sus obligaciones. No iba a durar mucho tiempo, de modo que Ethel decidió portarse bien con él mientras durase. Aparentemente, él la había seguido, pues nunca se quejó cuando ella desaparecía los finales de semana.
Ethel sabía que estaba caminando al borde de un cráter, con precipicio en ambos lados.
Transcurrió el tiempo. Ethel pasaba todos los fines de semana en la vieja casa. El nuevo cuarto ya estaba terminado y ella llevó a Costa en su auto a visitar anticuarios de mobiliario, en donde examinaron los restos de viejos muebles. Ethel lo ayudó a escoger una cuna y una cómoda. En «Sears» compraron una canastilla.
Ethel leía a Costa libros sobre el cuidado de los bebés. Costa lo aprendía todo cuidadosamente, con laboriosidad. Nunca había estudiado anteriormente… sobre nada.
Almacenaron pañales de papel, y llenaron un estante con polvos de talco y aceite para bebés.
Todo estaba en su lugar, esperando.
Ethel se pasaba las tardes en el patio posterior, como una calabaza al sol. Cuando el día refrescaba, Costa acudía junto a ella, bajo el roble, dejándose llevar por el ensueño mientras la Tierra se alejaba del Sol. Una sonrisa leve, pero perfecta, le alzaba las comisuras de los labios. Sus ojos expresaban la satisfacción que experimentaba interiormente.
Cuando el sol se ponía, Ethel le traía su aryan, yogur clareado con agua, mezclado con tiras de pepinos al que añadía cubitos de hielo. Costa no le agradecía el servicio hasta después del primer sorbo. Entonces correspondía a la muchacha con un asentimiento de la cabeza y una sonrisa.
Ethel se sentía feliz al hacerse cargo de este rito diario. Costa, durante esas semanas perfectas, fue su Buda en el altar, un dios de seguridad, benigno, perfecto.
Físicamente, Costa había aumentado su familiaridad con ella. Ethel había mencionado su preocupación por marcas de tirantez en la piel de su vientre. Costa la tranquilizó y frotó su abdomen con aceite de oliva, otra de las antiguas técnicas de su abuela. Le indicó que hiciera lo mismo con los pechos, que ahora eran enormes.
Había entre ellos una familiaridad satisfecha, una confianza física total. Siempre que Ethel estaba presente, ella preparaba la cena. Noola, ganadora acreditada de un salario, aceptaba este servicio. Costa lo esperaba.
Ethel estaba actuando como si fuese su esposa en todos los aspectos excepto en uno.
Cuando caminaba desde su lugar de descanso bajo el roble, a la casa, de la cocina a la mesa del comedor, Ethel sentía que Costa observaba su movimiento y su porte.
Costa vivió esas semanas con ella, esperando del mismo modo que ella esperaba.
Cuando el bebé comenzó a moverse, Costa colocaba la palma de su pesada mano sobre el vientre de Ethel y medía la fuerza de la vida en cierne, cerraba el puño y exclamaba:
– ¡Ese pequeño bastardo da puntapiés como un demonio! -Y dirigiéndose después directamente al bebé, añadía:- ¡Eh, tú, tío duro! Yo espero y espero, y ahora, de pronto, ¿por qué tienes tanta prisa?
Cada final de semana Costa insistía para que Ethel abandonara su trabajo.
Finalmente, cuando ya finalizaba su tiempo, ella le dijo que ya lo había dejado.
Petros no había presentado objeción; la razón era obvia.
El tiempo se midió en semanas, y después en días. No había manera de hablar con Costa, quien parecía estar siempre sobre ascuas.
Únicamente se mostraba gentil y paciente con Ethel.
Ethel deseaba que el niño naciera en la casa, pero Costa insistió para que fuese al hospital.
– Todo ha de ser de lo mejor -decía.
Era un argumento que Ethel no deseaba discutir. El bebé era de Costa; él dispondría de esos detalles como mejor le pareciera.
Teddy recibió entonces su primera misión en el mar, uno de los requisitos del período que separaba la primera de la segunda fase de entrenamiento en el Centro Naval. Después de haber explicado el problema a Ethel por teléfono, Teddy quiso hablar con su padre.
Cuando Costa habló a su hijo, Ethel percibió en la voz del viejo un nuevo respeto hacia su hijo.
Estuvieron hablando largo rato. Ethel pensó que Teddy estaría contándole a su padre lo que le había dicho a ella: lo importante que era el ejercicio en el mar y que él no deseaba perderlo.
Cuando hubo terminado, oyó que Costa decía:
– No te preocupes, hijo mío, yo me haré cargo perfectamente de las cosas de aquí.
Costa quedó al mando del campo.
21
Las contracciones se hacían más frecuentes. Había desaparecido ya la poca paciencia que le restaba a Ethel. Quería estar sola y batallar en silencio. Pero desde que hubo llegado aquella mañana, Petros había estado llamándola por el teléfono al lado de la cama, como si se tratara de uno de los supletorios de su oficina. Y Costa, en el umbral de la puerta, de pie, con las piernas separadas, lanzaba miradas furibundas a cualquiera que pasara hablando en voz superior al murmullo, mientras él se quejaba continuamente de todo con una voz que todos podían oír. Al menor espasmo del cuerpo de Ethel, la miraba con ansiedad y llamaba a la enfermera.
Ethel decidió no soportar más, y, entre contracciones, pulsó el botón de llamada.
– Inmediatamente desconectaremos su teléfono -dijo la enfermera-. Y, dígame, ¿es forzoso tener que soportar a ese viejo que está bloqueando la puerta? ¿Quién es, un detective o un miembro de la Gran Mafia?
Costa, que había estado fuera de visión durante algunos minutos, regresó e hizo gestos a la enfermera para que se fuese. Lo que hizo la enfermera, apresuradamente. Se le veía nuevamente ansioso, cerró la puerta, y susurró a Etheclass="underline"
– Lo he descubierto.
– ¿Has descubierto qué?
– Tu doctor, es un armenio. Se llama Boyajian. ¿Sabes?, su nariz está torcida. ¡Así! -Y se torció grotescamente su propia nariz.
– Por el amor de Dios, padre, ¿qué demonios tiene que ver su nariz o su nacionalidad con sus habilidades como médico? Quiero decir, ¿qué clase de razonamiento es ése?
– En esto no necesito razonamiento. -Y uniendo apretadas las puntas de los dedos se golpeó el pecho, en donde él creía se refugiaba la seda de sus instintos.- Lo sé aquí dentro. No es hombre bueno. Voy a pedir un cambio.
– De ningún modo vas a pedir que lo cambien. Es mi cuerpo y es mi doctor. -Se sintió desfallecer entonces.- ¡Déjalo estar! ¡No sigas! Ahora estoy sintiendo otra vez esas malditas contracciones, padre, y no deseo tantas atenciones y tantas órdenes. Quiero que esto esté muy tranquilo, padre, ¡aunque sea sólo hoy! Quiero decir que ¿querrás irte ahora de aquí hasta que yo salga de este trance y te produzca un bebé?
– ¿Qué pasa? -preguntó Costa-. Yo he estado aquí como un ratoncito, muy callado.
– Ve a dar un paseo… ¿querrás dar un largo paseo? Y cuando venga el médico, es mejor que no te atrevas a faltarle el respeto, porque a mí me gusta ese médico, y si te muestras rudo con él, juro por Dios que haré nacer una niña con dos bocas y un ojo. ¿Me oyes?
– He oído y me voy. Pero te diré una cosa. Si sucede algo al chico, ¡mataré a ese armenio!
– Todavía no hay chico alguno, padre. La moneda está rodando, padre.
– No te preocupes por eso -dijo Costa mientras salía de la habitación con paso majestuoso, la cabeza alta y las rodillas rígidas-. De eso estoy totalmente seguro.
Permaneció fuera más de una hora, pero tenía la puerta vigilada, pues cuando el doctor Boyajian entró con su equipo para llevarla a la sala de partos, Costa los siguió.
– Perdone, por favor, malos pensamientos, -Boyajian -dijo Costa.
– ¿Qué malos pensamientos? -preguntó el doctor mientras examinaba a Ethel, inclinado sobre ella.
– Todo olvidado ahora. Usted es gran doctor, estoy seguro. A lo mejor un científico. -Golpeaba nuevamente su esternón con las puntas de los dedos rígidas.- Confío a usted mi vida.