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El doctor agradeció el cumplido con una ligera inclinación.

Costa añadió entonces:

– ¡Mejor, pues, que tenga cuidado!

Siguió al lado de la pequeña procesión blanca hasta llegar al ascensor. Ethel se sintió aliviada al ver que no le permitían continuar más allá. Mientras ella lo saludaba con la mano a través de la reja que se cerraba, estaba pensando cómo debería decírselo si el bebé era una niña.

Cuando Ethel vio por primera vez al bebé, estaba en los brazos de Costa.

Su primer visitante fue Petros.

– Así que -dijo el hombre celoso- él ha conseguido lo que quería, un chico.

– Costa cree -dijo Ethel- que Dios lo ha premiado por su fe.

– Está loco -comentó Petros-. Oye, tienes mucho mejor aspecto sin barriga.

De pronto se metió en la cama del hospital con ella.

– Pero, ¿qué demonios estás haciendo? -gritó Ethel-. ¡Sal de aquí! ¡Vete!

Lo empujó de tal modo que Petros cayó de la cama.

Se quedó en el suelo, riendo.

– ¡Eres una zorrita muy vigorosa! -le dijo mientras se levantaba-. ¿Cuándo vas a volver?

– Nunca.

– Te concedo una semana. Entonces vendré a buscarte. Y dejaré de fingir como hasta ahora.

– Vamos, vete. He terminado con todos vosotros.

Petros rió nuevamente.

– ¡Una zorrita fuerte! -dijo-. Uno de estos días… muy pronto, voy a darte una buena sorpresa.

– No la quiero. Ahora no quiero nada de ti.

– Ahora no. Eso es lo que quiero decir, una sorpresa. Pero, date prisa, estoy esperando.

El nuevo hecho -era la madre de un hijo- al principio causó poco efecto en Ethel. En los intervalos entre los amamantamientos, parecía que ella se olvidaba del chico. Se reservaba sus emociones, conteniéndolas.

Y tenía otras preocupaciones.

Las grapillas se cerraban. Al cabo de uno o dos días saldría del hospital. La promesa de la sorpresa de Petros era una amenaza. Las miradas adoradoras y posesivas de Costa, otra. ¿Le permitirían que se «desvaneciera»? Ernie y Aarón y Teddy y los otros, todos eran muchachos. Estos dos griegos eran hombres de otro mundo, mucho más rudo.

Y aunque consiguiera desaparecer, ¿adonde escaparía? Su padre se había ido.

Se tragó el miedo. En México se había probado que podía obtener un empleo y mantenerlo. El primer paso era escoger el momento propicio para la huida. Pronto. Mientras quedara todavía un resquicio por el que pudiera deslizarse.

Algo más la preocupaba también. El hombre de Arturo, Ignacio Alvarez, le había dado un trabajo sólo porque quería poseerla. Petros había dicho lo mismo a Teddy. ¡Sin darle importancia! ¿Podría obtener, o mantener, un empleo, prescindiendo de eso?

Naturalmente que podía. No todas las chicas que trabajaban se veían obligadas a comerciar con su trasero.

¿O sí?

Tenía que formarse rápidamente, mejorar sus habilidades mecánicas. No, haría más que eso: aprendería alguna especialidad, contabilidad o declaración de renta, y si no, afrontar el hecho de que cuando un hombre contrata una secretaria bonita, ese hombre espera también obtener sus favores.

A última hora de aquella misma tarde, Noola vino a ver al hijo de su hijo, la visita tradicional de la suegra. Llevaba su mejor sombrero de día comprado a crédito, y permaneció sentada observando cómo Ethel amamantaba a la criatura.

– Parece que tienes mucha leche -comentó. Los pechos de Noola estaban marchitos.

A intervalos regulares, Costa pasaba por delante de la puerta, comprobando si Noola estaba todavía dentro. Sus nervios, ¿qué sería esta vez?, pensó Ethel, mantenían a todos en vilo.

Cuando la enfermera se llevó al chiquillo al cuarto estéril, Noola cogió su sombrero con las plumas temblorosas.

– Se dice por ahí que tu patrón va a casarse -dijo.

– ¿Petros? ¿Con quién?

– Nadie lo sabe. Es una sorpresa. Debe de ser con alguna de categoría, pues ha alquilado un apartamento del grupo frente al golfo, un contrato de tres años.

Cuando Noola se hubo marchado, Ethel tuvo el presentimiento de que Noola había echado el anzuelo.

Costa tenía una nueva preocupación. En el cuarto estéril había una docena de bebés y:

– Quizá se confundan, ¿quién sabe?

Quería un lugar separado para su bebé, así que esperó en la habitación de Ethel la visita del doctor Boyajian.

Con un dejo de impaciencia, el doctor informó a Costa que lo que le estaba pidiendo era imposible.

– En este caso, mi chico y yo nos vamos a casa.

– No hasta mañana, por favor -respondió el doctor Boyajian-. Hay un par de cosas que hemos de terminar antes aquí.

– ¿Qué es eso, un par de cosas? -Costa exigió conocer.

– Algo que usted no puede hacer en su casa. -El doctor Boyajian se volvió hacia Ethel.- Está usted en inmejorables condiciones -le dijo-. Fijemos mañana a última hora de la tarde, ¿le parece? Aquí falta sitio.

Costa opinó que Boyajian se había mostrado siniestro en su manera y con sus palabras, de modo que lo siguió hasta el vestíbulo. Ethel no podía oír lo que allí se habló, pero, a juzgar por el barullo, Costa no estaba quedando satisfecho.

Al cabo de un minuto, Ethel lo oyó acercarse a otro nuevo padre. Este hombre confundió a Costa con un campesino, habló de la circuncisión, y prosiguió su camino.

Una enfermera entró en la habitación de Ethel, y Costa detrás de ella, furioso.

– ¿Les has dicho tú que pueden hacer esto? -interpeló a Ethel indicando con el índice una línea cortante a través de sus genitales.

– Creo que ellos lo han hecho sin consultar. Quiero decir que me parece que ya lo han hecho -respondió Ethel-. Pero si me lo hubieran preguntado yo hubiese dicho…

Costa se había marchado.

– Que yo estaba de acuerdo -gritó Ethel a su espalda.

Ella sabía que era ella quien podía controlar a Costa; nadie más sería capaz.

Fue la primera vez que se sostuvo firme sobre sus pies.

En el pasillo, frente al gabinete de consulta del doctor Boyajian, Ethel vio un grupo de enfermeras frente a una puerta y oyó gritos de miedo y de indignación. Se acercó tan de prisa como le fue posible.

– Irrumpió en el cuarto estéril -le contó una enfermera-. Cuando vio que ya estaba hecho se puso furibundo.

En el umbral del gabinete de examen, abrieron paso a Ethel. Esta vio a una mujer negra sentada en la mesa del ginecólogo sosteniendo alto el vestido que había dejado caer para ser examinada. Agachado debajo de la mesa, el doctor Asían Boyajian vociferaba llamando a la Policía. Costa estaba dándole puntapiés, tratando de hacerle salir de su refugio. Aparentemente, un puntapié había roto los lentes del médico, pues éste los tenía agarrados en su puño cerrado.

– Costa -gritó Ethel-. ¡Costa, detente!

Alzando a la mujer negra fuera de la mesa, la arrojó a los brazos de Ethel.

– Cuida de esta pobre mujer -dijo. Entonces, antes de que Ethel pudiera impedirlo, pues tenía los brazos ocupados, Costa levantó la mesa de examen y la lanzó contra la pared. El doctor estaba ahora a su merced.

Por aquel entonces Ethel había pasado la mujer negra a una enfermera y se apresuró a colocarse entre Costa y el médico que estaba en el suelo.

Teddy le había enseñado cómo debía manejar a Costa.

– No seas un vlax, Costa -le dijo autoritaria-. Esto es América. El ha hecho lo que aquí es costumbre hacer.

– Nada importan las costumbres de aquí -dijo Costa, con los ojos centelleantes-. Ese chico es mío. ¿Has visto lo que le ha hecho, este armenio?

– Vamos, Costa, realmente, estás comportándote como un asno.

– Debió habérmelo preguntado, ¡qué demonios! ¡Vlax! |Asno!

– En cuanto a eso, tienes toda la razón -dijo Ethel-. ¿No es verdad, doctor Boyajian? -Se volvió hacia el médico que permanecía todavía de rodillas. – Dígalo, doctor, dígale que tiene toda la razón.