Petros había ido a fantásticos extremos -y gastos- en beneficio de Ethel.
Se le secó la leche en pocos días, pero Ethel sentía todavía el instinto de amamantar. El bebé estaba destetado; ella no.
Petros había exigido que ella se quedara con él aquel fin de semana. De hecho, se lo había ordenado. Pero cuando llegó el domingo, Ethel sentía remordimientos acerca del pequeñín en el Norte, se sintió culpable por primera vez y dijo a Petros que se marchaba. Cuando Petros protestó, Ethel le desafió.
Fue un día muy húmedo y la temperatura ascendió a más de 40 °C. Por el camino escapó por poco de un accidente. Estaba distraída y cruzó la línea, retrocediendo, justamente a tiempo, ante el indignado estruendo de bocinas por todas partes.
Se había estado diciendo, en aquel momento, que esta vez no debería huir; por una sola vez en su vida, debería decir la verdad y afrontar las consecuencias.
Llegó a la casa a las cuatro de la tarde, la hora más pesada y calurosa de la tarde. No había nadie a la vista. Probablemente estaban dormidos, pensó Ethel, de modo que entró de puntillas en el nuevo cuarto de Costa. Abriendo la puerta sin hacer ruido, vio al viejo y al niño desnudos en la cama, haciendo la siesta.
Costa tenía unos atributos masculinos voluminosos, con un escroto mayor que cualquiera que ella hubiera visto antes. Su pecho era un barril que se alzaba y descendía, rítmica y lentamente, tratando más tiempo que el normal en llenarse y vaciarse.
El niño se despertó en aquel momento y pateó.
Esto despertó a Costa. Miró al pequeño con adoración. Se volvió entonces hacia la puerta en donde Ethel permanecía de pie, y la miró sin tratar de cubrirse.
Ella cerró suavemente la puerta y se dirigió a la salita, oscura y fresca. Miró las viejas fotografías empalideciendo en las paredes, la historia familiar, oscureciéndose con la edad. Cerrando los ojos, se quedó sentada inmóvil.
Después, entró en su auto y volvió al Sur.
El día siguiente con Petros resultó muy tempestuoso. Petros había decidido que ella se divorciara inmediatamente de Teddy, se casara con él y se instalaran juntos, incluido el niño.
– Estás comiendo el pan de mi enemigo cuando vas allí -dijo Petros -. Te quiero aquí conmigo, la semana próxima, y se acabó. Y también el chico.
– No puedo quitar el niño al viejo -dijo Ethel-. Yo hice ese niño para él.
– Yo se lo quitaré. Me divertirá hacerlo.
– ¿Y qué harás cuando él venga detrás de ti? Ya sabes cómo es, una furia.
– Lo mataré. Costa siempre está contando cómo lo hacen en nuestra isla. Así es como ellos lo hacen.
Ethel sabía que ella lo incitaba, empujándolos, a ambos, a un terrible encuentro. Pero parecía no saber cómo detenerlos. «¿Es que acaso me divierte? -pensó-. ¿Es que deseo realmente que se peleen por mí hasta que uno mate al otro?»
– Nunca más voy a privarme de tener mi propio hogar -dijo Ethel.
– Vas a hacer lo que yo te digo, de modo que decídete.
– A la mierda.
– ¿Cuándo?
Una broma. Pero no lo era. Era una técnica. Cuando Petros sentía que ella estaba saliendo de los límites, eso es lo que hacía, su solución a todos los problemas. Petros creía que de aquella manera siempre la hacía callar.
Había llegado el momento. No había razón alguna -o modo – de posponerlo más tiempo.
A la tarde siguiente, Costa la llamó por teléfono a la oficina. Por teléfono parecía una persona diferente. -Ven en seguida -dijo.
– ¿Adonde, padre?
– ¿Adonde? A mi casa. ¡Adonde! Vamos… Esta noche.
– Pero, padre, yo…
– Vamos, vamos. Estoy esperando. Teddy también viene. Adiós.
Y colgó el teléfono.
Ethel estaba preocupada. Había sido tan autoritario, su voz tan dura. Pero a lo mejor… quizá le había sucedido algo al niño. Subió en el viejo «Oldsmobile» de Petros y se dirigió al Norte.
Costa se hallaba bajo el roble, sosteniendo a Costa el joven apoyado al lado de su cadera. Le mostró la habilidad del chico en colgarse agarrado a los pulgares del abuelo.
– Como un gorila, fuerte -dijo orgullosamente-. Este chico será almirante, cosa segura.
– O un acróbata. ¿Por esto me has hecho venir corriendo?
– Mañana gran día -respondió Costa.
– ¿Qué gran día?
– Llamé a Tampa. Sacerdote a punto. Teddy también, vendrá mañana por la mañana en avión. Aquella zorra, Noola, no quiere renunciar a su paga de un día. Así que bautizaremos al pequeño Costa sin ella. ¿Ya es hora, verdad?
Ethel recordó que el viejo había estado esperando que su hijo regresara de sus deberes en el mar para este acontecimiento.
Al día siguiente por la mañana, Ethel dejó a Costa y el niño en la vieja iglesia de Tampa y se fue al aeropuerto para recibir a Teddy.
Teddy parecía realmente un oficial. Desde su explosión frente a Costa, se había convertido en otro hombre, tratando los problemas del resto del mundo de igual manera que trataba los suyos, con una inquebrantable confianza en las respuestas acertadas que poseía, puesto que todas ellas figuraban en el manual.
Mientras se dirigían de nuevo a la iglesia, Ethel le dijo:
– No puedo seguir con este asunto. No lo siento, lo he hecho, pero he llegado al fin.
– ¿Vas a decirle la verdad? ¿Antes de marcharte?
– ¡ Si tuviera suficiente valor! Si no, me iré sencillamente. ¿Qué me aconsejas tú?
– No me lo preguntes. No puedo decirlo. En cuanto al viejo, pregunta número uno: ¿Sabe cómo cuidar del chico?
– ¡Espera a verlo!
Cualquiera que fuese el significado de la ceremonia para el viejo Costa, para Ethel constituyó el rito de despedida de su hijo.
La vieja iglesia se desmoronaba por carecer de bingo. El viejo sacerdote peludo también se había deteriorado. Hubo un momento en que todos advirtieron que la vista le había fallado completamente. Se habían dirigido en grupos por el pasillo central de la iglesia hasta una fuente de cobre martillado instalada sobre un trípode. Una mujer vieja la había llenado con agua caliente, arremangando después el hábito del sacerdote. Dispuesto, el religioso alargó las manos hacia Ethel.
– ¿Qué es lo que quiere? -susurró ella a Costa.
– Quiere el pequeño -respondió Costa. Costa era quien tenía el niño.
– No le dejes caer, hijo viejo de una zorra -murmuró al ministro de Dios cuando le entregó el niño desnudo.
– Y que puebles la tierra con griegos -dijo el viejo sacerdote concluyendo. Más tarde, mientras los acompañaba hasta el auto, habló del porcentaje de nacimientos de los turcos-. Se reproducen como ratas -comentó.
Ethel condujo a los hombres de regreso. En Tarpon Springs, Costa la mandó detenerse al lado de la plaza, diciendo que quería ir a la tienda de licores. Pero lo que realmente deseaba era caminar, lenta y gravemente, llevando a su nieto, cruzando el kentron, en donde los ancianos de la ciudad se reunían cada tarde. Ethel y el oficial que él había dado a la Marina de los Estados Unidos caminaban detrás de él.
Compró vino de Oporto, es decir, lo escogió, y Teddy lo pagó con el dinero que Ethel deslizó en su mano. En casa, Costa lo saboreó a placer, sosteniendo al pequeño dormido en su regazo.
– Que viva para sus padres -fue su brindis.
Ethel vio que Teddy iba a portarse debidamente con el chico. Había traído un paquete entero de «Polaroids».
Se excusaron pronto. Costa abrazó a Ethel como un amante al darle las buenas noches.
– Me has hecho hombre feliz -le dijo, acariciándole el rostro.
Teddy vio que Noola miraba a otro lado.
– Lo sé -le dijo Ethel cuando estuvieron solos-. Noola me odia.
– ¿Crees realmente eso?
– Lo sé. Actúa de la manera en que se la ha enseñado a comportarse, discretamente, no importa lo que suceda. Pero nunca me perdonará.