No esperaba encontrar a nadie en la oficina.
– Hola, míster Avaliotis -le dijo la mujer de la limpieza.
– Hola, Clem. -Costa sonrió a la mujer. Aparentaba estar, ella diría más tarde, como de costumbre.
Saltó una cuerda y siguió por un muelle estrecho, atajó hasta la vieja embarcación esponjera que Petros había convertido en vivienda. En la bodega se veía una lámpara nocturna.
Tampoco había nadie en la embarcación, pero Costa encontró algunos objetos de toilette de Etheclass="underline" una bata, su cepillo para el cabello, un sujetador con cierre frontal colgado para secarse, una caja a medio usar de tampones.
– Esta noche vamos a quedarnos aquí -Costa le dijo a Aleko, de regreso en el auto.
Cuando su amigo se quejó, Costa le sugirió que fuese a un motel. Pero Aleko no quería abandonarlo, y le respondió que se tumbaría en el asiento anterior. Costa dio al joven Costa su biberón, lo cambió, y lo acomodó nuevamente para dormir, cerrando la puerta del auto desde fuera. Se dirigió entonces a la oficina de Petros y se tumbó en el sofá.
La luna menguante estaba torcida.
Los tres durmieron a pierna suelta.
Es difícil conservar el furor después de una noche de sueño. Si la emoción que embargaba a Costa hubiera sido simplemente un enfado, era posible que por la mañana hubiese desaparecido. Pero, esperando en un banco fuera de la oficina, con el sol naciente en el rostro, Costa estaba más que nunca firmemente decidido a proseguir sus intenciones. Lo que él sentía merecía otro nombre… quizá responsabilidad tribal, u obligación hacia su familia. ¡Era deber! Sin embargo, ninguno de los que pasaron aquella mañana por su lado observaron ningún signo de agitación en el hombre.
Petros y Ethel llegaron acompañados del barbero de Tarpon Springs. Este fue quien vio primero a Costa.
– Mira, ya te lo dije -anunció a Petros-. Ya te dije que él estaría aquí.
Petros se volvió hacia Ethel.
– Muy bien -dijo a la joven, que no había dormido-. Ahora ya no puedes posponerlo por más tiempo.
La intención de Petros era cuidar de su negocio de dirigir la dársena mientras su chica tenía la escena con el viejo bobo.
– Tened cuidado, os estoy avisando -murmuró el barbero-. Se llevó de mi tienda el cuchillo, mi cuchillo sueco…
– Oh, vete a casa, ¿quieres? -le dijo Petros al barbero-. ¿Crees que voy a escapar de este embrollo de mierda? – Se volvió hacia Ethel.- Anda, ve -le dijo- ¡ahora!
Costa, sentado todavía, el rostro caliente por el sol, no parecía verlos.
– Primero tengo algo que decirte también a ti, Peetie -dijo Ethel-. Voy a dejarte. Voy a irme de este lugar y voy a dejarte. También lo dejaré a él, pero también te dejo a ti. No voy a quedarme más a tu lado. La pasada noche fue la última noche.
Petros miraba fijamente a Ethel, tan extraordinariamente sorprendido que no sabía qué responder.
– Bueno -dijo Ethel- ¡ya está! Ahora voy a hacer lo que me has dicho. Voy a decírselo a él también.
Lentamente, con paso incierto, vacilante, Ethel caminó por el tablero inclinado hasta aquel viejo que la quería. Se quedó frente a él.
Costa no se levantó. Siguió sentado, con los brazos cruzados, como un juez.
– Lo que están contando sobre mí -dijo Ethel suavemente-, eso… sé que lo has sabido por otras personas y lo siento… pero esas habladurías malintencionadas son habladurías verdaderas. He estado con él, con ese hombre que tú estás mirando… sí, con Petros.
Ethel se volvió. Petros seguía de pie ahí donde ella le había dejado, justamente como ella lo había dejado.
– Ahora acabo de decirle que le dejo -Ethel dijo a Costa-. Pero Teddy… hace mucho tiempo que dejé a Teddy. He fingido por ti. Ahora, algo más…
La expresión del viejo no había cambiado. Parecía estar esperando algo que todavía no había sucedido.
– No sé de quién es -dijo Ethel-. El pequeño Costa, quiero decir. Pero no es de Teddy. ¿Me estás escuchando?
Costa afirmó con la cabeza. Mientras observaba a Petros.
Ella se volvió y vio que Petros estaba caminando lentamente por la pendiente, y detrás de él, seguía el barbero. Ambos actuaban como casualmente.
– Ha habido otros hombres -añadió Ethel-. No sé cuál de ellos es el padre del niño.
El viejo parecía estar tomando el asunto con calma, asintiendo con la cabeza diversas veces.
Ethel podía oír a Petros y al barbero cruzando los pasos de madera detrás de ella.
– Pero si me lo preguntas -Ethel ahora murmuraba-, es nuestro. Es mío y es tuyo. Yo lo hice para ti y no pertenece a nadie más.
El viejo parecía no haber oído. Cuando Petros se acercó más, Costa dejó caer la cabeza.
Parecía inerte, sin decisión.
Petros estaba junto a Ethel en aquel momento y detrás de él venía el barbero.
– Cuando hayas terminado con él -Petros dijo a Ethel en voz baja-, yo quiero hablar contigo.
Miró entonces al viejo.
– Hola, Costa -le dijo.
Costa dio un cabezazo, sin alzar la cabeza. Parecía estar estudiando los zapatos del barbero, puntiagudos y de dos colores.
Petros se encogió de hombros y se alejó. Había sucedido como él imaginaba: sin peligro. Sonrió despreciativamente al barbero antes de irse. Entonces, dando grandes zancadas, se dirigió hacia el golfo por el muelle estrecho. Tenía, o fingía tener, un negocio pendiente con el gran yate al final, en el último embarcadero.
– Ayer me robaste mi cuchillo, tú, hijo de zorra -el barbero le dijo a Costa, que seguía sentado allí, dejándose insultar-. Dame mi maldito cuchillo, tú, viejo ladrón de mierda…
Ethel vio cómo el viejo aligeraba su peso, alzando lentamente una nalga y sacaba de su bolsillo el cuchillo sueco con mango de cuerno de reno. Mientras lo sacaba lentamente del pantalón, torció la cabeza y lanzó una mirada al muelle. Petros estaba aproximándose al embarcadero final, cerca del lugar en donde estaba amarrado el gran yate.
– ¿Quieres decir este cuchillo, barbero? -le preguntó Costa. Y le enseñó el cuchillo.
– Sí. Dámelo.
Costa asintió lentamente. Parecía adormilado, confuso, casi aturdido.
– Muy bien -dijo, mirando la hoja, y al barbero después, y de nuevo hacia donde Petros estaba caminando por el muelle.
Ethel supo entonces lo que Costa estaba esperando.
Petros había llegado al final del paso de madera, al final del cual sólo quedaba el agua del golfo, y Costa emprendió la carrera por el estrecho pasaje a una velocidad increíble.
– ¡Cuidado! -gritó el barbero-. ¡Petros! -Y comenzó a perseguir al viejo que corría. Pero Ethel, exaltada por la súbita acción de Costa, impidió el paso al barbero. Durante unos pocos segundos. Los necesarios para Costa.
Cuando Petros se volvió, se enfrentó a la carga de Costa que lo embestía con la cabeza agachada, vacilante su equilibrio sobre los pies, por el ímpetu de su furiosa acometida. Petros, sin posibilidades de echarse a un lado en el estrecho paso, recibió el golpe.
El barbero abofeteó a Ethel con la mano abierta y consiguió pasar.
Ella se volvió y vio que Costa había arrojado a Petros por el extremo del muelle. Ambos cayeron en el agua, y mientras caían -fue tan rápido que no hubiera podido asegurar que lo que había visto era la realidad- vio que Costa había cogido a Petros con uno de sus fuertes brazos y clavaba sus dientes en la parte delantera de la camisa de su enemigo. Sosteniéndolo de este modo, clavó en su presa que se retorcía la hoja de acero sueco que tenía entre los dedos apretados de su pesada mano.
Después se perdieron de vista, ambos cuerpos, peso muerto, desaparecidos en las aguas del golfo.
Ethel siguió al barbero que corría por el muelle.
De todas partes se acercaron los hombres. Una vez allí, no supieron qué hacer.