—Una obra de amor —dijo Van, volviendo la página.
—Por desgracia, mi querido colaborador ha muerto sin testar y todas sus colecciones, incluida mi modesta contribución, han sido entregadas por una auténtica conejera de Kroliks colaterales a agentes alemanes y comerciantes tártaros. ¡Es algo innoble, injusto y muy triste!
—Ya te encontraremos otro director de ciencia. Veamos un poco más lo que queda aquí.
Tres lacayos, Price, Norris y Ward, vestidos de bomberos de carnaval. El joven Bout besando devotamente el tarso surcado de venas de un lindo pie desnudo posado en una balaustrada. Vistos de noche, desde el jardín, por la ventana de la biblioteca, parecían dos pequeños fantasmas blancos en el interior, con las narices pegadas al cristal.
Artísticamente dispuestas en abanico en una misma página, siete fotochkitomadas en otros tantos minutos —desde un escondite lo suficientemente alejado—, en un escenario de altas hierbas, flores campestres y festones de follaje. La sombra de las hojas y los caprichos de los pedúnculos disimulaban delicadamente los detalles fundamentales y apenas dejaban adivinar el cuerpo a cuerpo de dos niños incompletamente vestidos.
En la miniatura central, el único miembro de Ada que se podía advertir era su brazo delgado y tenso, que enarbolaba como una bandera, sobre la hierba constelada de margaritas, la ropa que acababa de quitarse. En la imagen superior, la lupa (que un momento antes habían vuelto a encontrar bajo las sábanas) revelaba claramente, sobresaliendo entre las margaritas, el género de setas de sombrero estrecho que la ley escocesa (tras la proscripción de la brujería) llama Lord de Erection, Otra planta notable, el melón de Marvel, que parece el trasero de un galán ocupado, se recortaba sobre el horizonte floral de una tercera fotografía. En las tresl siguientes naturalezas muertas, la fuerza de las cosas había devastado lo suficiente la espesa hierba para que se pudiesen distinguir los detalles de una composición embrollada, mezcla de lucha gitana y de dobles presas, prohibidas por el reglamento. En la última fotografía, la más baja del abanico, Ada estaba representada por dos manos que arreglaban el cabello, mientras que su Adán permanecía en pie junto a ella. Un helecho o una flor disimulaba en parte su muslo, con la estudiada desenvoltura del pincel de un viejo maestro dispuesto a preservar la castidad del Edén.
Van, con un tono de voz igualmente desenvuelto, dijo:
—Fumas demasiado, amor mío: tengo el vientre cubierto de tus cenizas. Supongo que Bouteillan conocerá la dirección exacta del profesor Beauharnais en la Atenas de las Artes Gráficas.
—No le degollarás —dijo Ada—. Kim puede ser un anormal, un chantajista quizá, pero, en su sordidez, hay algo del istoshniy ston(vagido visceral) de un arte enfermo. Por lo demás, esta página es la única verdaderamente escabrosa. Y no olvidemos que una pelirroja de ocho años estaba también emboscada entre las brozas.
—Arte, my foute. Esa es la carroza fúnebre del arte, el mapa del Tendre en un rollo de papel higiénico. Siento que me hayas enseñado esto. Ese mono ha prostituido nuestras propias imágenes mentales. Una de dos: o le arranco los ojos a fustazos, o bien, para redimir nuestra infancia, haré de ella el tema de un libro: Ardis, crónica familiar.
—¡Ah, sí, sí! —exclamó Ada, saltándose otra infamia, observada, al parecer, por un agujero en las tablas de la buhardilla—. Mira, nuestra islita del Califa.
—No quiero ver nada más. Sospecho que encuentras algún picante en esas inmundicias. Hay que se excitan con las bandas ilustradas de moto-bikinis.
—Por favor, Van, mira. Son nuestros sauces, ¿te acuerdas?
El castillo bañado por el Adur:
turistas, visitad su torre.
Ocurre que ésta es nuestra única foto en color. Los sauces parecen vagamente verdosos porque la corteza de sus ramas es verdosa. Pero, en realidad, todavía no tienen hojas, la primavera apenas está comenzando. Entre los juncos se ve nuestra barca roja, la Souvenance. Y aquí está la última: apoteosis de Ardis vista por Kim.
Todo el personal se encontraba reunido en varias filas sobre los escalones del porche de las columnas, detrás de la baronesa Ven, presidente del Banco, y la vicepresidente, Ida Larivière. Ambas damas estaban flanqueadas por las dos mecanógrafas más bonitas de la casa, Blanche de la Tourberie (etèrea, salpicada de lágrimas, de todo punto adorable) y una joven negra (contratada pocos días antes de la partida de Van para ayudar a French) que, en pie tras ella, en segunda fila, la dominaba con su aspecto huraño. El punto focal de la segunda fila estaba ocupado por Bouteillan, que llevaba aún el traje sportdel día de la partida de Van (aquella foto falló o se omitió después). A la derecha del mayordomo había tres lacayos; a su izquierda, Bout (que había sido el asignado a Van); luego, el grueso cocinero de tinte harinoso (padre de Blanche), y, al lado de la señora French, un caballero exageradamente tweed, que llevaba al hombro todo un arsenal de aparejos de excursionismo. Aquel señor (según los informes de Ada) era un turista inglés que había venido desde su país exclusivamente para visitar el castillo de Bryant y que se había extraviado en el curso de su viaje en bicicleta. En el momento en que la foto había sido tomada, se imaginaba haber encontrado por casualidad un grupo de colegas turistas en visita a otra mansión que también valía la pena. Las últimas filas constaban de criados o mozos de cocina menos ilustres, así como de jardineros, mozos de cuadra, cocheros, sombras de columnas, doncellas de doncellas, ayudantes de cocina, lavanderas, tropa, ropa... cada vez más indistintos, como en esos anuncios de un Banco en los que se ve, detrás de los directores, a toda clase de pequeños empleados delimitados por los hombros de los más felices, pero que no por eso renuncian a hacer acto de presencia con una sonrisa obstinada en los grados progresivamente alejados de su humilde disolución.
—¿No es Jones, el asmático, ése que se ve en la segunda fila? Siempre tuve debilidad por ese infeliz...
—No —contestó Ada—, es Price. Jones vino cuatro años después. Ahora es uno de los más destacados policías del Bajo Ladore. Bueno, ya está todo visto.
Van, con gesto despreocupado, volvió a los sauces: