Van cerró la carta y la selló, encontró su pistola Thunderbolt donde esperaba encontrarla, la cargó con un cartucho y se la llevó a su habita— ción. Entonces, situándose frente a la luna de un armario, apoyó el arma contra su cabeza y apretó el gatillo, cuya suave concavidad permitía alo— jar cómodamente el dedo. No ocurrió nada... o todo, quizás. Quizás en aquel instante su destino se bifurcó, como lo hace a veces durante la noche, especialmente en un lecho extraño, en las horas de gran felicidad o gran desolación, cuando sucede que nos morimos durmiendo, pero continuamos normalmente nuestra existencia, sin ruptura aparente en la serie trucada, a la mañana siguiente (muy limpiamente preparada), llevando a cuestas un pasado espurio, discreta pero firmemente atado. Fuese como fuese, el objeto que tenía en la mano ya no era una pistola, sino un peine de bolsillo que se pasaba por los cabellos, a la altura de la sien derecha. Cabellos que serán ya grises el día venidero en que Ada, ya en la treintena, le diga, hablando de su voluntaria separación:
—Yo también me habría matado si hubiera encontrado a Rosa gimiendo sobre tu cadáver. Secondes pensées sont les bonnes, como decía tu otra bonne, la blanca, en su bonita jerga. En cuanto al delantal, tenías toda la razón. Pero lo que tú no viste es que el artista estaba acabando un gran cuadro que representaba tu humilde palazzoflanqueado por sus dos gigantescos guardias de corps. Quizás iba destinado a la portada de una revista, que no lo publicó. Pero, ¿sabes?, hay una cosa que lamento: el uso que hiciste de tu bastón de alpinista para desahogar una cólera de bruto, no tuya, no de mi Van. Nunca te debí hablar del policía de Ladore. Nunca le debiste conceder tu confianza, ni hacerte su cómplice para incendiar esos archivos... y la mayor parte del bosque de pinos de Kalugano. Eto unizitel'no(es humillante).
—Eso ya está compensando —contestó el grueso Van, con una risita de hombre grueso—. Yo me ocupo de Kim, que está sano y bien cuidado en un Hogar para Víctimas de Accidentes de Trabajo. Y le mando montañas de libros, bellamente escritos en alfabeto Braille, sobre las nuevas técnicas de fotografía en color.
Hay otras posibles bifurcaciones y continuaciones para la mente que sueña. Pero para muestra basta un botón.
TERCERA PARTE
I
Viajó, estudió, enseñó.
Contempló las pirámides de Ladorah (que visitó, principalmente, por razón de su nombre) bajo los rayos de la luna llena que bañaba de plata las arenas incrustadas de sombras negras y puntiagudas. Estuvo de cacería en el Lago Van, en compañía del gobernador británico de Armenia y de la sobrina de éste. Desde la terraza de su hotel de Sidra admiró, por consejo del director del establecimiento, la estela anaranjada de un sol poniente que convertía las ondas de un mar color de alhucema en escamas doradas, y aquel espectáculo le compensó con creces del papel rayado pseudoexótico que tapizaba las exiguas habitaciones que compartía con la joven lady Scramble, su secretaria. En otra terraza, ante otra bahía legendaria, Eberthella Brown, la bailarina favorita del Shah local (una pequeña criatura ingenua que creía que las palabras «bautismo de deseo» tenían una significación sexual), derramó su café matutino al descubrir una oruga de veinte centímetros de longitud, con anillos erizados de pelos rojos, que trepaba por la balaustrada y que se enrolló en forma de bola y «se desmayó» en la mano de Van, el cual, luego de haberla depositado en un arbusto, pasó varias horas extrayendo de sus dedos, por medio de las pinzas de depilación de la chica, los pelos brillantes y urticantes del bello animal.
Aprendió a degustar el pequeño escalofrío insólito del que vagabundea por las callejuelas sombrías de una ciudad extraña, sabiendo bien que no va a descubrir nada, salvo cochambre y tedio, y latas de conserva vacías, y el estrépito de un jazz-band importado saliendo de cafetuchos sifilíticos. A menudo le pareció que las ciudades famosas, los museos; las antiguas cámaras de tortura, los jardines colgantes, no eran más que puntos en el mapa de su propia locura.
Se divertía escribiendo sus libros ( Firmas ilegibles, 1895; Clairvoyeurisme, 1903; El espacio amueblado, 1913; La Textura del Tiempo, comenzado en 1922) en refugios alpinos, en los salones de los grandes expresos, en las cubiertas de los blancos paquebotes, en las mesas de piedra de los parques latinos. A veces le parecía salir de un estado de hipnosis indefinidamente prolongado. Descubría, asombrado, que el navio que le llevaba había invertido su ruta, o que el orden de los dedos de su mano izquierda había sufrido un giro de ciento ochenta grados y ahora empezaba la izquierda por el pulgar, como la mano derecha, o que el Mercurio de mármol que miraba por encima de su hombro se había transformado en un atento árbol de la vida. Adquiría súbitamente conciencia de que tres, siete, trece años, en un ciclo de separación, y luego cuatro, ocho, dieciséis, en otro, habían transcurrido desde la última vez que abrazó a Ada y la inundó con sus lágrimas.
Los números, las filas, las series —la pesadilla y la maldición laceraban el pensamiento puro y el tiempo puro— parecían empeñarse en mecanizar su mente. Tres elementos, el fuego, el agua y el aire, destruyeron, por turno, a Marina, a Lucette y a Demon. Terra esperaba.
Durante siete años, desde que había dicho adiós a su marido (un cadáver muy logrado) y a una existencia que ya no le parecía adecuada a su situación, y se había retirado a la Costa Azul, a la villaque Demon le había regalado en otro tiempo (todavía brillante, todavía mágicamente atendida por el personal de servicio), la madre de Van sufrió de diversas enfermedades «oscuras» que todo el mundo creía inventadas o simuladas con talento por ella misma y que ella pretendía curar, y en parte lo conseguía, por un puro esfuerzo de voluntad. Van le hacía visitas menos frecuentes que la fiel Lucette, a la que encontró allí en dos o tres ocasiones. Una de ellas, en 1899, al entrar en el jardín de madroños y laureles de Villa Armina, Van vio a un viejo sacerdote ortodoxo, barbudo y vestido con un traje negro de perfecta neutralidad, que salía en motocicleta para dirigirse a su presbiterio de Niza, en las proximidades del tenis público. Marina habló a Van de religión, de Terra, de teatro, pero parecía haber olvidado a Ada. Nunca pronunciaba su nombre y, del mismo modo que él no pudo adivinar que lo sabía todo—los horrores y los ardores de Ardis—, nadie sospechó nunca los sufrimientos que desgarraban sus entrañas sangrantes y que trataba de aliviar con encantamientos y ejercicios de «autoconcentración» o (su contrario) «autodisolución». Confesaba con una sonrisa enigmática y algo suficiente que, por mucho que le gustasen las columnas azules que salían rítmicamente del incensario, y las ricas vibraciones de la melopea del dyakonen el ambón, y el oscuro icono aceitoso ofrecido bajo su filigrana protectora al beso de los fieles, su alma seguía irrevocablemente consagrada, naperekor(a pesar de) Dacha Vinelander, a la sabiduría suprema del hinduísmo.