—Cuando te examiné en 1892 —dijo Van— me pareciste de un color arena de la cabeza a los pies.
—Es una chica enteramente nueva lo que tienes hoy ante ti —murmuró Lucette—. A happy new girl. Sola contigo, en un navio abandonado y cuando aún faltan al menos diez días para mi próxima regla. Te he enviado una cartita estúpida a Kingston, para el caso de que no nos hubiéramos visto.
Estaban ahora acostados en una estera de playa, cara a cara, en actitudes simétricas, Van con la cabeza apoyada en la mano derecha, Lucette sobre el codo izquierdo. El tirante de su sujetador verde le había resbalado por el delgado brazo, y descubría gotas e hilillos de agua en la base de un pezón. Un abismo de escasas pulgadas separaba el jersey de Van del vientre desnudo de Lucette, la lana negra del bañador de él de la máscara pubiana verde y mojada de ella. El sol le satinaba las caderas; un surco sombreado atraía los ojos hacia la cicatriz de una apendicectomía practicada cinco años antes. La mirada semivelada de la chica le espiaba con una opaca avidez. Y era verdad: estaban verdaderamente solos. Él había poseído a Marion Armborough ante las narices de su tío en circunstancias mucho más complicadas: el fuera-borda saltaba como un pez volador, y su anfitrión llevaba siempre un fusil al lado del volante. Sin alegría, sintió cómo se desperezaba pesadamente la sólida serpiente del deseo; con amargura, lamentó no haber agotado al demonio en Villa Venus.
No rechazó la mano ciega que subía lentamente a lo largo de su muslo, y maldijo a la naturaleza por haber plantado un árbol nudoso reventando de savia vil en la entrepierna de los varones. De pronto, Lucette se apartó, exclamando un distinguido «¡ merde!». El Edén estaba lleno de gente.
Dos niñas semidesnudas, con chillona alegría, llegaron corriendo al borde de la piscina. Una ama negra las perseguía, encolerizada, blandiendo sus minúsculos sostenes. Una cabeza calva salió del agua por un fenómeno de generación espontánea y resopló ruidosamente. El maestro de natación apareció en la puerta del vestuario. Al mismo tiempo, una alta y rozagante criatura, de elegantes tobillos y muslos repulsivamente carnosos pasó majestuosamente ante los Veen y estuvo a punto de poner el pie en la pitillera recamada de esmeraldas de Lucette. Salvo una cinta dorada y una melena oxigenada, su larga y morena espalda, llena de ondas de carne, estaba desnuda desde los hombros hasta el borde de las nalgas, que revelaban, en el movimiento de ritmo lento de su balanceo lúbrico, las protuberancias inferiores donde se tensaba el tejido de lame. Un instante antes de desaparecer tras una esquina, la ticianesca titanesa volvió a medías su cara morena y saludó a Van con un sonoro «¡ hullo!».
Lucette quiso saber kto siya pava(quién era aquella dama imponente).
—Creí que era a ti a quien saludaba —dijo Van—. No he podido distinguir su cara y no recuerdo ese trasero.
—Te ha dedicado una sonrisa selvática —replicó Lucette, reajustándose el gorro verde con movimientos de alas de una conmovedora gracia que aireaban, de un modo no menos conmovedor, el plumaje pelirrojo de sus axilas.
—¿Vienes conmigo? —propuso, mientras se levantaba.
Van sacudió la cabeza, y dijo, sin dejar de mirarla:
—Te elevas como la Aurora.
—Su primer cumplido —dijo Lucette, con una pequeña inclinación de cabeza, como si se dirigiera a un confidente invisible.
Van se puso las gafas de sol y contempló a Lucette, que ya estaba de pie en el trampolín, con las costillas encuadrando el hueco formado por una brusca inspiración, mientras se aprestaba a arder en el ámbar. Van se preguntó, en una nota de pie de página mental (que bien podría ser algún día accesible al público), si las gafas de sol, y otros aparatos ópticos que indudablemente deforman nuestro concepto del espacio, no ejercen también una influencia en el estilo de nuestro discurso. Las dos bien formadas niñas, el ama, la lasciva tritona, el maestro de natación, todos miraban, igual que Van.
—Tengo preparado el segundo cumplido —le dijo, cuando volvió a sentarse a su lado—. Saltas divinamente. Yo me zambullo de un modo lamentable.
—¡Pero nadas más rápido! —protestó Lucette, haciendo resbalar sus tirantes y tendiéndose sobre el vientre—. Mezjdu prochim(a propósito), ¿es verdad que a los marineros de los tiempos de Tobakoff no les enseñaban a nadar para evitar que muriesen con los nervios rotos si su barco se hundía?
—A los vulgares marineros, es posible, pero cuando mitchmanTobakoff en persona naufragó ante Gavaille, nadó cómodamente durante horas, cantando «migajas de viejas canciones», como Ofelia, y otras cosas para asustar a los tiburones, hasta que un barco de pesca le salvó... uno de esos milagros que requieren un mínimo de cooperación de parte de todos los interesados, supongo.
Lucette le dijo que Demon había anunciado el año anterior, en los funerales, que estaba negociando la compra de una isla en Gavaille («incorregible soñador», comentó Van, en tono algo afectado). En Niza había «llorado como una fuente», pero aún le habían visto sollozar con más abandono en Valentina, en una ceremonia anterior, a la que la pobre Marina tampoco asistió. La ceremonia de la boda —según el rito griego, por favor— había parecido una de esas escenas involuntariamente paródicas de las viejas películas: el sacerdote estaba chocho y el dyakon borracho, y —tal vez felizmente —el espeso velo blanco de Ada era tan poco transparente como los lutos de la viuda. Van declaró que no quería oír hablar de aquello.
—Pues es preciso —dijo Lucette—, aunque no sea más que porque uno de los shafer's (pajes que sostienen por turno la corona nupcial sobre la cabeza de la novia), por la impasibilidad de su perfil y la impertinencia de su actitud (se obstinaba en mantener el pesado venen metálico demasiado alto, demasiado atléticamente alto, como si hubiera querido alejarlo lo más posible de la cabeza de Ada) se te parecía rasgo a rasgo, como un hermano gemelo pálido y mal afeitado en que hubieses delegado para representarte, desde dondequiera que estuvieses.
En un lugar bellamente llamado Agonía, en la Tierra del Fuego. Sintió un extraño estremecimiento al recordar que desde el momento en que recibió la invitación de boda (enviada por avión por la siniestra hermana del novio), pasó varias noches hostigado por el sueño, cada vez más desdibujado (como la película de Ada que perseguiría de cine en cine en una época posterior de su existencia), de que era él quien sostenía aquella corona encima de la novia.
—Tu padre —siguió Lucette —había pagado a un hombre del Belladonna para que tomase fotografías. Pero, por supuesto, la verdadera gloria sólo comienza el día que uno encuentra su nombre en las palabras cruzadas de esa revista de cine. Y todos nosotros sabemos que eso no llegará jamás. ¡Jamás! Bueno, ¿ahora me odias?
—No —dijo Van, pasando la mano por la espalda de Lucette, caldeada por el sol. y acariciándole el cóccix para hacer ronronear al gatito—. No, ¡ay! Te amo con un amor de hermano y quizás aún más tiernamente. ¿Quieres que pida algo para beber?