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De camino hacia el castillo perdido donde la austera dama, que él ha dejado viuda con su espada, le ha prometido, al fin, una larga noche de amor en su dormitorio casto y helado, el envejecido libertino vela por su virilidad desdeñando las proposiciones que le hacen sucesivas bellezas robustas. Una gitana predice al tenebroso caballero que no llegará al castillo sin antes haber sucumbido a la seducción de su hermana Dolores, la «bailaora» (plagio de la novela de Osberg, como se probaría a continuación). La gitana predijo también algo a Van, pues incluso antes de que Dolores saliera de la tienda del circo para dar de beber al caballo de Don Juan, Van sabía quién iba a ser.

A las luces mágicas del proyector, en el controlado delirio de su gracia de bailarina, diez años de su vida se habían evaporado y volvía a ser aquella braguillas qui n'en porte pas (según la broma que él gastó un día, para contrariar a Mlle. Larivière, fingiendo una mala traducción del francés): recuerdo de una trivialidad que patinaba sobre su actual emoción con la estupidez disonante de un extranjero ingenuo que pregunta el camino a un mirón al acecho en un dédalo de callejuelas innobles.

Lucette reconoció a Ada tres o cuatro segundos después, y su mano apretó el puño de Van.

—¡Qué desastre! Tenía que ocurrir. ¡Es ella! Vámonos, te lo suplico, vámonos de aquí. No puedes verla degradarse. Está terriblemente maquillada. Todos sus gestos son pueriles y falsos...

—Sólo un minuto...

¿Terrible? ¿Falsa? Estaba absolutamente perfecta, extraña y desesperantemente familiar. Por algún efecto del arte, por algún encantamiento del azar, las escenas breves que le habían confiado constituían una perfecta recapitulación de las Ada de 1884, de 1888, de 1892.

La gitanilla se inclina sobre la mesa viviente que le ofrece la espalda servil de Leporello, y traza en un pedazo de pergamino un mapa sumario del camino al castillo. El cuello revela su blancura bajo la larga cabellera negra entreabierta por el movimiento de los hombros. Ya no es la Dolores de otro hombre, sino la niña que moja su pincel de acuarelista en la sangre de Van... y el castillo de Doña Ana se convierte en una flor de los pantanos.

Don Juan pasa ante tres molinos de viento cuyas alas giran, negras, contra un ominoso crepúsculo, y salva a Dolores de la cólera del molinero el cual la acusa de haberle robado un puñado de harina y desgarra su ligera ropa. Todavía entero, aunque el aliento empieza a faltarle, Don Juan transporta a Dolores (que, con un acrobático pie descalzo le hace cosquillas en la cara) a la orilla opuesta de un riachuelo y la deja en el césped de un bosquecillo de olivos. Ambos quedan en pie, cara a cara. Ella toquetea voluptuosamente el enjoyado pomo de la espada, frota su vientre duro contra los pantalones bordados del señor, y, de pronto, un gesto de precoz espasmo crispa el rostro expresivo de éste, que se suelta con aspecto encolerizado y se aleja titubeando, en busca de su corcel.

Sin embargo, Van no comprendió hasta mucho más tarde (cuando vio, cuando tuvo que ver una vez, y otra, y otra, la película entera, hasta su epílogo melancólico y grotesco en el castillo de Doña Ana) que lo que al principio tomó por un abrazo accidental constituía en realidad la venganza del Cornudo de Piedra. Indescriptiblemente impresionado por aquellos escasos minutos de espectáculo, decidió marcharse, incluso antes de terminar la escena del bosquecillo de olivos. Justo en aquel momento, tres señoras de edad avanzada y cara de hielo expresaron su desaprobación por la película levantándose de sus asientos, contiguos al de Lucette (que era lo bastante menuda para permanecer sentada) y pasando a empujones ante Van (que se levantó). Éste observó, al mismo tiempo, a dos personas (los Robinson, largo tiempo perdidos), que hasta entonces habían estado separados de Lucette por las tres señoras y ahora se acercaban a ella. Radiantes, disolviéndose en sonrisas de simpatía y discreción, se embutieron en las butacas vecinas de Lucette, la cual se volvió hacia ellos con lo que fue su última, última, última generosa ofrenda de leal cortesía... más fuerte que el fracaso y que la muerte. Ya estiraban el cuello más allá de Lucette, con las arrugas radiantes y los dedos inquietos en dirección a Van, cuando éste aprovechó su intrusión para murmurar una excusa humorística— —«soy demasiado mal marinero» —y abandonar la sala a su oscuro balanceo.

En la sucesión de actos fatales que después de pasados sesenta años no consigo aún reducir a polvo de inexistencia, a no ser trabajando en una serie de palabras hasta encontrar el ritmo justo, yo, Van, llegué a mi cuarto de baño, cerré la puerta que volvió a abrirse de par en par y se cerró sola de nuevo, y, utilizando un expediente temporal mucho menos excesivo que el del padre Sergio (que en la célebre anécdota del conde Tolstoi corta el miembro que no debía), me liberé vigorosamente de la presión de la lubricidad, como había hecho por última vez diecisiete años antes. ¡Y qué triste y qué revelador!: la imagen que se proyectaba sobre aquel paroxismo (mientras la puerta recalcitrante se abría otra vez con el movimiento del sordo que se hace pabellón en la oreja con la mano) no era la imagen reciente y legítima de Lucette, sino la imborrable visión de un cuello desnudo que se inclina, de una entreabierta catarata de cabellos negros y de un pincel teñido de violeta.

Por razones de seguridad, repitió el acto vil y necesario.

Entonces consideró la situación con sangre fría. Se dijo que no podía hacer nada mejor que meterse en la cama y apagar la luz «éctrica» (aquel sucedáneo estaba recuperando discretamente el favor internacional). A medida que sus ojos se habituaban a la oscuridad, el fantasma azul de la habitación iba tomando forma poco a poco. Van se felicitba de su fuerza de voluntad. Dio la bienvenida al dolor sordo en su raíz desecada. Acogió con aprobación la idea —que le pareció de pronto tan absolutamente verdadera, tan nueva, tan lívidamente real como la rendija de la puerta del saloncito, que se ensanchaba lentamente— de que a la mañana siguiente (esa mañana siguiente de la que le separaban al menos, y en el mejor caso, setenta años) explicaría a Lucette, en su condición de filósofo y de ) hermano de otra hermana, que él sabía lo torturante y lo absurdo que era colocar toda su fortuna espiritual a la carta de un capricho de la carne, que ambos se encontraban en situaciones análogas, pero que él, a pesar de todo, se las arreglaba para vivir, para trabajar, para no languidecer, porque se negaba a destrozar la vida de Lucette arrastrándola a una aventura efímera, y porque Ada era todavía una niña. En aquel punto de su discurso interior, Van tuvo la confusa impresión de que una onda de sueño comenzaba a rizar la superficie de su lógica, pero el sonido del teléfono le devolvió a la plena conciencia. Entre dos llamadas, la máquina parlante parecía acurrucarse para tomar nuevas fuerzas. Al principio Van decidió dejarla sonar sola; pero su insistencia acabó por poder con sus nervios v descolgó el receptor.

No hay duda de que al invocar el primer pretexto que se le ocurrió para alejar a Lucette de su lecho, Van tenía moralmente razón. Pero, en tanto que artista y caballero, sabía que el agregado de palabras que salió de su boca era vulgar y cruel, y si Lucette le creyó fue exclusivamente porque no podía admitir que él fuese una cosa ni otra.

—¿Mozhno pridti teper (puedo ir ahora)? —preguntó Lucette.

—Ya ne odin (no estoy solo).

Siguió una pequeña pausa y, luego, ella colgó.

Cuando Van salió de la sala de cine, Lucette había quedado presa en la trampa de los sociables Robinson (Rachel, balanceando su grueso bolso, había pasado a ocupar la plaza dejada libre por Van, y Bob se había aproximado un asiento). Por una especie de pudor, Lucette no les reveló que la joven actriz (muy oscura y fugazmente designada con el nombre de Teresa Zegris en la lista «ascendente» de actores) que había representado el papel, breve pero no accesorio, de la gitana fatal no era otra que la pálida colegiala que ellos habían conocido en Ladore. Prosélitos de la abstinencia, invitaron a Lucette a ir a tomar una coca a su camarote, que era pequeño, ahogado y mal aislado; se oían las palabras y los lloros de dos niños acostados por una niñera silenciosa y nauseosa, tan tarde, tan tarde... ¿Dos niños? No, más bien dos recién casados, muy jóvenes, muy decepcionados, en su viaje de novios.