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Estoy escribiéndote en el Rancho Marina, no lejos de la hondonada en que murió Aqua y donde he tenido la impresión de que yo también me deslizaré algún día. Mientras tanto, vuelvo al Pisang Hotel por unos días más.

Saluda al buen auditor.

En 1940 Van sacó de nuevo a la luz el delgado paquete de las cinco cartas (cada una en su sobre de papel de seda rosa, con el sello de la CMC) contenido en una caja fuerte de su banco suizo, en la que habían descansado exactamente medio siglo. Lo insignificante de su número le confundió. La dilatación del pasado, la vegetación exuberante de la memoria, habían multiplicado aquel número por diez o por más. Van recordó que, en un principio, había ocultado todo el paquete en su mesa de despacho de Manhattan, pero finalmente sólo conservó allí la inocente carta sexta (Sueños de Teatro), fechada en 1891 y que desaparecería, junto con los mensajes cifrados de Ada (de 1884 a 1888), en el incendio del irremplazable pequeño palazzoen 1919. El rumor público había atribuido la brillante hazaña a los ediles de la ciudad (dos ancianos munícipes de luenga barba y un joven alcalde de ojos azules, provisto de una fabulosa cantidad de incisivos). Según se decía, el desvergonzado trío no había podido contener por más tiempo su avidez por el espacio que entre los dos colosos de alabastro ocupaba el robusto pigmeo. Pero Van frustró sus esperanzas y, lejos de venderles el solar calcinado, hizo construir allí, alegremente, su célebre Villa Lucinda, museo en miniatura, de dos plantas, que encierra en su planta baja una colección cada día más rica de microfotografías de los cuadros conservados en todas las galerías públicas y privadas del mundo (incluida la Tartaria), y, en el piso alto, una verdadera colmena de cabinas de proyección. Ese pequeño y atractivo monumento conmemorativo en mármol de Paros, administrado por un personal muy numeroso y guardado por tres gorilas bien armados, no se abre al público más que los lunes. Precio de entrada: un dólar oro, sin consideración de edad ni rango.

Podríamos, sin duda, explicar la extraña multiplicación de aquellas cartas en la visión retrospectiva de Van mediante la consideración de que cada una de ellas proyectaba una sombra desgarradora, parecida a la sombra de un volcán lunar, sobre varios meses consecutivos de su existencia, sombra que sólo decrecía un poco en el momento en que empezaba a punzarle el presentimiento no menos doloroso de un próximo mensaje. Pero muchos años más tarde, cuando estaba trabajando en su Textura del Tiempo, Van descubrió en aquel fenómeno una prueba suplementaria de que el tiempo real está en relación con el intervalo que separa los acontecimientos y no con el desarrollo de éstos, con su combinación o con la sombra que proyectan sobre la fisura por la que transpira la pura, la impenetrable Textura del Tiempo.

Van se prometió ser fuerte y sufrir en silencio. Su amor propio estaba satisfecho: quien muere en duelo, muere más feliz de lo que nunca lo será el adversario que queda en vida. No debemos, sin embargo, censurar a Van por no haber sabido perseverar en su resolución. No es difícil comprender por qué la séptima carta (que le fue transmitida por su común hermanastra en Kingston, en 1892) le hizo sucumbir. Él sabía que la serie quedaba concluida. Que había sido escrita a la sombra de los arces rojos de Ardis. Que ponía término a un período sacramental de cuatro años, igual al de su primera separación. Y que Lucette, contra toda razón, contra toda voluntad, había resultado ser la paraninfa impecable.

II

Las cartas de Ada respiraban, se retorcían, vivían. Las Cartas desde Terra, «novela filosófica» de Van, no tenían el menor signo de vida.

(Protesto. Se trata de un librito muy bello. Nota de Ada.)

Van había escrito ese librito de un modo involuntario, por así decirlo, sin interesarse lo más mínimo por la gloria literaria. El misterio de los pseudónimos ya no le divertía como le había divertido en los tiempos en que bailaba sobre las manos. Pero, aunque la «vanidad de Van» fuese un tema frecuentemente debatido en las conversaciones de salón por damas agitadoras de abanicos, en esta ocasión no se desplegaron las largas plumas azules de su orgullo. ¿Qué fue, pues, lo que le impulsó a componer una trama en torno a un tema que ya habían manoseado hasta el cansancio toda clase de «Astros de las Estrellas» y «Ases del Espacio»? Nosotros, quien quiera que seamos «nosotros», podríamos definir ese impulso como la agradable necesidad de expresar y describir mediante el lenguaje ciertas fantasías inexplicablemente asociadas que él había observado en los enfermos mentales, desde su primer año en Chose. Van tenía por los locos la misma pasión que otros tienen por los arácnidos o por las orquídeas.

Encontró buenas razones para pasar por alto los detalles técnicos implicados en el problema de las comunicaciones entre Terra la Bella y nuestra terrible Antiterra. Sus conocimientos de física, mecánica, etc., no habían pasado de las fórmulas de pizarra de los cursos preuniversitarios. Se consolaba pensando que ningún jefe de estudios de los Estados Unidos o de la Gran Bretaña toleraría la menor referencia a adminículos «magnéticos». Sin incomodarse, tomó de sus principales precursores (Counterstone, por ejemplo) todos los elementos relativos a la propulsión de una cápsula con tripulación humana, incluida la ingeniosa idea de una velocidad inicial de algunos millares de kilómetros por hora, acelerada por la influencia de un medio intermediario de tipo counterstoniano entre galaxias gemelas, hasta alcanzar los varios trillones de años-luz por segundo, antes de disminuirla de un modo inofensivo para un indolente descenso de paracaídas. Reincidir en esas fantasías irracionales, en esas cyraniana, en esas «físicas-ficción», hubiese sido no solamente fastidioso, sino también absurdo, puesto que nadie sabía a qué distancia podían estar situados, Terra o cualquiera otro de los innumerables planetas provistos de cabañas y de vacas, en el espacio exterior o interior: «interior», porque no hay razón alguna para no suponer su presencia microcósmica en los glóbulos dorados que ascienden con presura en esta larga copa de Moët, o en los rojos de la sangre de este servidor vuestro, Van Veen (o de vuestra servidora Ada Veen), o en el pus del maduro forúnculo de un tal señor Nekto, recientemente abierto con el bisturí en Nektor o Neckton. Aparte de esto, y aunque un crecido número de obras de referencia se alineasen, al alcance de la mano investigadora, en los estantes de las bibliotecas, nadie podía hacerse con los libros condenados o quemados de los tres cosmólogos conocidos por los seudónimos de Xertigny, Yates y Zotov, que habían iniciado, inconsideradamente, todo el asunto con medio siglo de antelación, sin reparar en qué terrores, qué demencias y qué execrables romanchiksiban a originar y a respaldar. Los tres habían desaparecido: X, suicidado; Y, raptado por un empleado de lavandería que se le había llevado a Tartaria; Z, un buen muchacho feliz, de cara colorada y bigotes blancos, estaba enloqueciendo a sus carceleros de Yakima mediante la producción de inexplicables crepitaciones, la continua invención de tintas simpáticas y un surtido completo de camaleonizaciones, señales nerviosas, espirales luminosas y proezas de ventriloquia que imitaban la descarga de una pistola o los aullidos de una sirena.