(Si yo hubiese visto un ejemplar habría reconocido inmediatamentela zarpa de Chateaubriand y, en consecuencia, la tuya.)
Su nuevo abogado, Mr. Gromwell, cuyo patronímico floral, de indudable belleza, hacía juego con sus ojos inocentes y su barba rubia, era sobrino del gran Grombchevski, que, desde hacía unos treinta años, cuidaba de los asuntos de Demon con celo y perspicacia. El señor Gromwell velaba no menos tiernamente por la fortuna personal de Van, pero no tenía mucha experiencia de los sutiles y complicados problemas editoriales y Van era absolutamente ignorante en la materia, hasta el punto de no saber que los «ejemplares del servicio de Prensa» se dirigían en principio a los críticos literarios de diversos periódicos, o que los anuncios publicitarios debían pagarse y no había que esperar a verlos aparecer por algún fenómeno de generación espontánea con una estatura adulta de «toda plana», entre otros similares que cantasen las excelencias de La posesión, de Miss Love, o El soplador, de Mr. Dukes.
Mediante una suculenta gratificación, Gwen, una de las empleadas de Mr. Gromwell, no sólo se encargó de divertir a Van, sino también de suministrar a las librerías de Manhattan la mitad de los ejemplares impresos, mientras uno de sus antiguos amantes de Inglaterra debía colocar la otra mitad entre los libreros de Londres. Van encontraba ilógico e injusto que unas personas tan amables como para ocuparse de vender su libro no se embolsasen en su totalidad los diez dólares que había costado la confección de cada ejemplar. Y cuando supo, por el análisis minucioso de un estado de ventas elaborado en febrero de 1892, que en doce meses no se habían vendido más que seis ejemplares (dos en Inglaterra y cuatro en América), experimentó un verdadero sentimiento de compasión al pensar en los trabajos inútiles que sin duda se habían tomado tantas jóvenes vendedoras —pálidas morenuchas de brazos desnudos, fatigadas y mal pagadas —al intentar seducir a irreductibles homosexuales con su mercancía («...una novela más bien fantástica sobre una chica llamada Terra»). Hablando en términos estadísticos, y habida cuenta de las condiciones poco ortodoxas en que había sido manipulada la correspondencia de la pobre Terra, no podía esperarse ningún artículo crítico. De modo bastante curioso, aparecieron no menos de dos. El primero, en el Elsinore, distinguido semanario de Londres, iba firmado por el Primer Clown y formaba parte de un «panorama» de las «novelas del espacio» del año (las obras de ese género ya obsoleto empezaban a escasear) titulado « Terre à Terre, 1891», en una muestra poco brillante de gusto por los juegos de palabras. El autor de la crítica consideraba la obra de Voltemand como la menos mala de la colección, y la calificaba (con un olfato, ay, demasiado perspicaz) de «fábula oscura, suntuosamente adornada, trivial y aburrida, pero esmaltada con admirables metáforas que desentonan de la total inepcia del resto».
Sólo un elogio más pudo encontrar el infortunado Voltemand, y fue el aparecido en una pequeña revista de Manhattan, La ceja del pueblo, con la firma del poeta Max Mispel (otro apellido botánico, que significa «níspero»), miembro del Departamento de Alemán de la Universidad de Goluba. herrMispel, que gustaba de buscar la filiación de sus autores, había discernido en las Cartas desde Terrala influencia de Osberg (escritor español, autor de cuentos de hadas pretenciosos y de anécdotas místico-alegóricas, muy apreciado por los tesialistas de aliento corto), así como la de un árabe antiguo, obsceno intérprete de sueños anagramáticos, Ben Sirine, según transcribe el nombre el capitán de Roux, como nos hace saber Burton en su adaptación del tratado de Nefzawi sobre el mejor método de copular con mujeres obesas o jorobadas ( El Jardín Perfumado, edición Panther, pág. 187, uno de cuyos ejemplares fue regalado al barón Van Veen, de noventa y tres años de edad, por su médico, el profesor Lagosse, gran disoluto). El artículo de Mispel terminaba con estas palabras: «Si el señor Voltemand (o Voltimand, o Mandalatov) es psiquiatra, como me inclino a creer, entonces compadezco a sus pacientes tanto como admiro su talento.»
Sintiéndose arrinconada, Gwen, una pequeña y gruesa fille de joie(de vocación, ya que no de profesión), no vaciló en traicionar a uno de sus recientes admiradores y reveló que le había pedido que escribiese aquel artículo porque no había podido soportar la «sonrisita torcida» de Van al descubrir que un libro tan bellamente encuadernado y acabado pudiese ser desdeñado de ese modo por el público. También juró Gwen que Max no sólo ignoraba la verdadera identidad de Voltemand, sino que ni siquiera había leído su libro. Van acarició el proyecto de retar a un duelo al señor Níspero, con la esperanza de que escogería la espada; un duelo que tendría lugar al amanecer en algún rincón apartado del Parque cuyo cuadro central de césped veía desde la terraza en la que, dos veces por semana, se medía con un maestro de esgrima francés (único ejercicio, junto con la equitación, que todavía practicaba). Para gran asombro —y alivio— suyo (porque sentía cierta vergüenza de convertirse en campeón de su «novelita», y no deseaba sino olvidarla, lo mismo que otro Veen, sin vínculo de parentesco con él, habría seguramente renegado de su sueño de adolescencia en burdeles ideales... si le hubiera sido dado vivir durante más tiempo), Max Mushmula («níspero», en ruso) contestó a aquel vago desafío con la calurosa promesa de enviarle su próximo artículo «La cizaña destierra la flor» (Melville y Marvell).
Todo lo que Van sacó de aquellos contactos con la literatura fue un sentimiento de vacío y de inutilidad. Incluso mientras escribía su libro se había reprochado el tratar de reconstruir la imagen de un planeta extraño por medio de fragmentos sueltos tomados de cerebros enfermos, cuando tan mal conocía su propio planeta. A consecuencia de lo cual, decidió que, una vez terminados sus estudios de medicina en Kingston (cuya atmósfera le pareció más adecuada a su temperamento que la de Chose), haría grandes viajes por Sudamérica, África y la India. A los quince años (la edad de floración de Eric Veen) había estudiado con la pasión de un poeta los horarios de tres grandes ferrocarriles transamericanos que algún día utilizaría, como viajero no solitario (ahora solitario). Con salida en Manhattan, vía Mephisto, El Paso, Meksikansk y Canal de Panamá, el New World Express, de vagones granate, llegaba a Brasilia y Witch (o Viedma, ciudad fundada por un almirante ruso). En aquel lugar del trayecto, la línea se bifurcaba: la sección oriental continuaba hasta el Promontorio de Grant y la occidental subía hacia el norte, por Valparaíso y Bogotá. Un día sí y otro no el fabuloso viaje comenzaba en Yukonsk, con una línea de doble vía que se dirigía hacia la costa atlántica, mientras que la otra, por California y América Central, descendía hacia el Uruguay. El African Express, azul oscuro, partía de Londres y llegaba a El Cabo por tres rutas diferentes, las de Nigero, Rodosia y Efiopía. Finalmente, el Orient Express, de color marrón, enlazaba Londres con Ceilán y Sydney, a través de Turquía y de diversos canales. Cuando uno tiene sueño, no comprende muy bien por qué todos Ios continentes, salvo Euforia, comienzan por «A».
Aquellos tres trenes admirables contaban al menos con dos coches en los que el viajero exigente podía alquilar una habitación con bañera y W.C., y un salón provisto de un piano o un arpa. La duración del viaje variaba según el humor predurmiente de Van cuando a la edad de Eric imaginaba los paisajes que se desplegaban a derecha e izquierda de su cómoda —demasiado cómoda —butaca.
Entre selvas de lluvia, y cañones montañosos, y otros parajes fascinantes (¡oh, dime sus nombres! —No puedo, me caigo de sueño), la velocidad de la habitación no pasaba de las quince millas por hora; en cambio, cuando atravesaba los monótonos marasmos agrícolas o el desertorum, alcanzaba las setenta, noventa, nochenta, nochenta y nueve, cien, ciento, ceniciento...