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III

En la primavera de 1869, David Van Veen, rico arquitecto de origen flamenco (sin parentesco alguno con los Veen de nuestra novelesca divagación), viajaba en automóvil de Cannes a Calais por una carretera helada cuando el neumático de su rueda delantera derecha reventó. El coche fue a estrellarse contra un camión de mudanzas parado al borde de la carretera. Nuestro hombre salió del paso sin mayor daño, pero su hija, que iba sentada junto a él, resultó muerta en el acto por el impacto de una maleta que vino de atrás y le rompió el cuello. En su estudio de Londres, el marido de la víctima, un pintor fracasado y desequilibrado (diez años mayor que su suegro, al que envidiaba y despreciaba), se disparó un balazo en la cabeza al recibir la noticia por un cablegrama expedido desde un pueblecito de Normandía llamado, macabramente, Deuil.

La desgracia no había llegado al límite de sus posibilidades. A pesar de los cuidados y de la adoración con que su abuelo le rodeó, Eric, huérfano de quince años, fue a su vez golpeado por el capricho del destino (un destino extrañamente semejante al de su madre).

Después de causar baja en Note para ingresar en un colegio privado del cantón de Vaud, y al cabo de un verano de tísico pasado en los Alpes Marítimos, Eric fue conducido a Ex-en-Valais, cuya cristalina atmósfera debía, según los prejuicios de entonces, fortificar sus jóvenes pulmones, si bien lo que hizo fue desencadenar sobre él la más furiosa de las tempestades: una teja que cayó de un tejado le fracturó el cráneo y le mató. Entre las reliquias de su nieto, David Van Veen descubrió cierto número de poemas y el borrador de un ensayo titulado Villa Venus: un sueño organizado.

Expliquémonos sin rodeos: con la esperanza de dar solaz a sus primeros tormentos sexuales, el joven Eric había imaginado y elaborado, del ínodo más minucioso, cierto proyecto (secuela de la lectura de un excesivo número de libros eróticos descubiertos en una casa amueblada, próxima a Vence, que su abuelo había comprado al conde Tolstoi... un ruso o polaco) relativo a la fundación de una red de suntuosos burdeles que la fortuna heredada por Eric le permitiría establecer «en los dos hemisferios de nuestro globo calipigio». El jovencito veía la institución como una especie de club elegante, cuyas sucursales (o «floramores», para valernos de su vocabulario poético) se establecerían en las cercanías de las grandes ciudades o de los balnearios. La condición de miembro del club quedaba restringida a varones nobles, «ricos y bien parecidos» y no mayores de cincuenta años (lo que debemos saludar como prueba de considerable amplitud de espíritu por parte del pobre chico).

La cuota anual ascendía a 3.650 guineas, en las que no estaba incluido el precio de flores, joyas, u otras atenciones galantes. Mujeres médicos residentes, jóvenes y de buen aspecto («tipo secretaria americana o ayudante de dentista»), se encargarían de vigilar la condición física íntima de las «acariciadoras y acariciadas» (otra fórmula feliz), así como la suya propia «si se presentaba la necesidad». Uno de los artículos del reglamento del club parecía indicar que el joven Eric, aunque fanáticamente heterosexual, había practicado algunos tiernos manoseos, a guisa de sucedáneos, con sus compañeros de Note (colegio notoriamente preparatorio en esa disciplina): al menos dos de los cincuenta pensionistas que podían integrar el internado de los floramores de mayor dotación serían lindos muchachitos vestidos de corto y con la frente ceñida por una cinta, cuya edad no sería superior a los catorce años si se trataba de muchachos rubios, o a los doce si eran morenos. En cualquier caso, y para evitar la afluencia regular de «pederastas inveterados», estaba previsto que los clientes necesitados de nuevos estímulos sólo podían gustar del mocito entre dos series de tres chicas, todas ellas poseídas en el transcurso de una misma semana. Estipulación algo cómica, pero no exenta de sagacidad.

En cada floramor, las candidatas eran seleccionadas por un comité de miembros del club cuyos criterios se inspiraban en el compendio anual de impresiones y de desiderata que los habituales del lugar registraban en un Libro Rosa dispuesto a ese efecto. «La belleza y la ternura, la gracia y la docilidad» eran las principales cualidades exigidas a las chicas, entre edades de quince y veinticinco años si eran «finas muñecas nórdicas», o de diez y veinte en caso de ser «opulentas seductoras meridionales». Podían retozar o descansar libremente en saloncitos o invernaderos, pero siempre desnudas y prestas al amor. Por el contrario, sus cuidadoras, todas de origen más o menos exótico, iban vestidas con rebuscamiento, y «salvo autorización especial del comité», estaban «prohibidas al capricho de los visitantes». La cláusula reglamentaria de mi preferencia (conservo una fotocopia del caligrama original de Eric) determina que cualquier pensionista de floramor podría ser elegida «Patrona», por aclamación, durante el período de sus reglas. (Por supuesto, la cláusula resultó demasiado difícil de aplicar; el Comité optó por una solución de compromiso y confió la jefatura de personal a una bella lesbiana, secundada por un matón que Eric no había previsto.)

La excentricidad es el gran remedio de las grandes desesperaciones. Sin perder un solo día, el desdichado abuelo se entregó a la tarea de realizar en ladrillo y piedra, en cemento y mármol, en carne y en gozo, la quimera del joven Eric. Resolvió ser el primer degustador de la primera hurí que contratara para la inauguración del primer floramor y vivir hasta ese momento en una laboriosa abstinencia.

Debió de ser un espectáculo de lo más hermoso y conmovedor el de aquel holandés, viejo pero todavía vigoroso, con sus cabellos blancos y su rudo rostro de reptil, diseñando, entre decoradores avanzados, los mil y un floramores conmemorativos que había decidido erigir por toda la superficie de la tierra, quizás hasta en la grosera Tartaria, que él creía gobernada por «judíos americanizados»; pero «el Arte redime la política» (conceptos profundamente originales que hemos de perdonar a un extravagante viejo y simpático). Comenzó por la Inglaterra rural y la América costera, y había emprendido una construcción en el estilo de Robert Adam (a la que los bromistas locales llamaban Madam l'm Adam House), en los alrededores de Newport, Rodos Island, una construcción de estilo algo senil, con columnas de mármol sacadas de los mares clásicos e incrustadas de conchas de ostras etruscas, cuando murió de un ataque de apoplejía que le sobrevino al ayudar a sus obreros a izar un propileo. ¡Y todavía estaba solamente en la casa número cien!

Su sobrino y heredero, un hombre probo, pero excesivamente serio, que ejercía el oficio de pañero en Ruinen (cerca de Zwolle, según me han dicho), con una gran familia y un pequeño negocio, no se sintió defraudado por los millones de guldenscuya aparente dilapidación le había llevado a consultar a numerosos especialistas en enfermedades mentales durante los últimos diez años. Los cien floramores abieron sus puertas al mismo tiempo, el 20 de septiembre de 1875 (por una deliciosa coincidencia, pues la vieja palabra rusa ryen, tan parecida a Ruinen, no tiene nada que ver con «ruina», sino que significa «septiembre», además de evocar la ciudad del extático holandés). A comienzos de nuestro siglo, las rentas de Venus afluían de todas partes (aunque fue su último florecimiento, es verdad). Hacia 1890, un diario sensacionalista y chismoso informaba de que Veen «del Velludo», movido por la gratitud y la curiosidad, se había desplazado especialmente para visitar una vez —una sola vez —con toda su familia el floramor más próximo a su residencia. Y también se dijo que Guillaume de Monparnasse había rechazado con indignación una oferta de Hollywood para que escribiese un guión inspirado en aquella digna y jocosa excursión. Simples rumores, sin duda.