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Más las reacciones desagradables me han enseñado a no sacar conclusiones «obvias» de estos rasgos humorísticos. Detrás de los sarcasmos de la camarilla acecha un patriotismo insular del cual hasta el Bastión Bíblico de Texas podría tomar lecciones. Cuando festejo con risas demasiado ruidosas sus historias sobre los fracasos del socialismo, o cuando intercambio una observación personal, se vuelven hacia mí y me fulminan con la mirada. Ellos pueden burlarse, pero es aconsejable que el extranjero cierre el pico. De lo contrario, es posible que le ocurra lo mismo que le sucedió a ese extravagante árabe deslenguado, que recibió una paliza en un campo nevado, donde unos muchachos más violentos le encontraron solo.

En el fondo, están convencidos de que el régimen soviético es el mejor del mundo. Aceptan los axiomas que sustentan el sistema, en parte porque es más fácil creer que dudar, y en parte porque, como dijo E. M. Forster, la propaganda «no es una droga mágica; debe apelar a algo que ya existe en la mente de los hombres, porque de lo contrario resulta impotente».

El atractivo que su propio sistema social ejerce sobre la camarilla no reside tanto en el hecho de que es soviético o socialista (algunos de sus chistes favoritos nos recuerdan que Marx era un boche barbado... no, un judío roñoso y barbado), como sobre el hecho de que es ruso. Y lo que es ruso es nuestro. El Ejército Rojo es nuestro, Lenin es nuestro, los sputniks y el materialismo dialéctico, el agitprop e incluso la escasez de carne son nuestros. Quizá Rusia no es realmente lo mejor*, tal vez, para ser plenamente sinceros, es tosca y atrasada. ¡Pero no es débil! Las fuerzas armadas, portentosas y mejores, lo son cada día más. ¡Que Occidente se ría de eso! Además, el atraso constituye una razón adicional para defender a la Madre Patria contra el Occidente más rico y despectivo. Motivo adicional para trabajar por el triunfo de nuestro pueblo. En consecuencia, al tiempo que hacen mofa de sus lecciones políticas, piensan que son realmente necesarias.

Lo que la camarilla hará dos o tres años después de graduarse será, precisamente, trabajar por la Unión Soviética. Suponiendo que sus miembros triunfen en los primeros empleos, como maestros y ayudantes de los secretarios de redacción, sin que las amonestaciones ocasionales por embriaguez estropeen sus hojas de servicios esencialmente lisonjeras, los reclutarán para que manejen la maquinaria del Estado. No la maquinaria pesada de la KGB, ni el apparat del Partido —desde el punto de vista del Partido son demasiado inteligentes y sardónicos para confiarles el poder político directo— sino los escritorios de las oficinas visibles, que exigen una educación superior y los refinamientos afines: el servicio diplomático, las redacciones de los diarios y las emisoras de radio, los puestos de control en los medios culturales y educacionales. Otros estudiantes se graduarán con más distinciones, pero el linaje campesino-proletario de la camarilla la hará acreedora a los cargos administrativos. Aquí no es el pedigrí de clase trabajadora, por sí solo, el que determina que la gente sea confiable, sino las actitudes forjadas durante la educación en las comunidades laborales, no contaminadas por el cosmopolitismo... precisamente la mentalidad de Hegemonía Rusa que caracteriza a los advenedizos. El Partido sabe, porque así lo ha programado, que, si bien se trata de individuos inteligentes, su educación no contribuirá a socavar ese patriotismo fanático. Como ellos mismos lo confiesan, siempre pertenecerán a sus aldeas.

—Progresaremos —me dijo recientemente el Número Dos de la camarilla—, porque estamos sintonizados con el país. Moscú es la fachada. Siempre hemos necesitado fachadas. Pero la verdad continúa siendo la aldea. Todo proviene de la aldea y es el espíritu de la aldea. Y ésta es la razón por la cual los hijos de los sagaces intelectuales moscovitas trabajarán para nosotros.

El cinismo, una faceta de la falta de honestidad esencial de la camarilla, contribuye a distanciarme de sus miembros. Pero quizá, por el contrario, son admirablemente honestos cuando reconocen sus ventajas. Quizá lo que me fastidia es sólo el hecho de ser más viejo, o estoy resentido porque, como Viktor, soy demasiado formal para competir con ellos.

Hace dos noches, la camarilla organizó su juerga mensual en una de las habitaciones dobles. La mesa estaba cargada de salchichas, pescado en lata, queso rezumante y mantequilla auténtica para sus frescas hogazas de pan blanco. La atmósfera del cuarto era tan asfixiante como la de un establo en invierno. El vodka era consumido en vasos de agua que bebían zalpom, es decir, doscientos centilitros en un solo y osado trago. A medida que vociferaban brindis rituales y trasegaban implacablemente el alcohol, las facciones de los muchachos empezaron a espesarse junto con sus voces. El sudor cubría sus rostros, que de alguna manera parecían más estrafalarios por contraste con la fría noche exterior. No tenían veintiún años, sino cincuenta; no tenían cincuenta, sino que eran intemporales. Después de haber bromeado, reñido, gritado, cantado, maldecido a la Madre Rusia y jurado morir por Ella, a las diez de la noche ya se tambaleaban, sensiblemente borrachos. Hacia media noche terminaron de manchar los azulejos de los retretes con varias capas de vómito, y se dejaron caer sobre los jergones como troncos, en brazos de sus compañeros y del olvido. El estudiante chino que se aloja en el cuarto vecino, y cuya presencia es un misterio puesto que todos sus compatriotas partieron hace diez años, estaba ostensiblemente asqueado. «Rusos salvajes. No cambiarán nunca. Y se nos dice que nosotros debemos aprender de ellos.»

En Rusia hay muchas cosas opacas, ambientales, impregnadas por su gran literatura, pero no hay ningún enigma en los olores de la camarilla. Los calcetines usados durante todo el invierno dentro de un solo par de zapatos contaminan ahora el suelo como charcas fétidas. Los mismos zapatos, cuyo sudor y cieno no se han secado jamás, despiden su propio hedor característico. Olores corporales destilados del repollo y del salchichón con ajo; alquitrán de tabaco profundamente infiltrado en la piel de invierno; el Clorex rancio de los dormitorios para varones flotando por todas partes, reforzado por la ropa interior pocas veces lavada y por la lana nunca aseada. Y por la mañana, después de la jarana, los vapores del vómito adolescente, la fetidez universal de la borrachera pasada, que no es de ninguna manera más interesante o agradable aquí, en la enigmática Rusia.

Las bacanales nunca se celebran menos de un vez por mes, cuando alguien cumple años, en una efemérides nacional o universitaria, o en el día de pago de los estipendios estudiantiles. Siempre que cuenta con unos pocos rublos disponibles, la camarilla busca un acontecimiento digno de ser festejado: el Día del Minero o el aniversario de la Revolución Mongola. Esa tarde, se asigna el dinero para las comidas y las bebidas, se planifica la logística de las compras con tanta solemnidad como si se tratara del día festivo de la nación Móhawk, y se colocan las mesas y las sillas en la habitación escogida. El programa de la fiesta no varía mucho. Los muchachos mordisquean las salchichas y los pepinos salados, hacen chocar los vasos y los vacían, se emocionan, desnudan sus almas, se tornan irremisiblemente sentimentales, y después se vuelven salvajes antes de desvanecerse. Es una celebración pagana, un rito religioso: la búsqueda de evasión periódica, de salvación, que emprende el campesino ruso para emanciparse de este mundo sórdido y elevarse a otro más sublime y omnímodo.