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– Eso es verdad. ¿Y qué pasó después?

– Me escribió una carta pidiéndome perdón. Era tan bruto que se le olvidó que yo no sabía leer. Yo lo perdoné y él contrató un maestro que me enseñó a leer. Pero no dejó de ser un hijo de puta.

El Conde sonrió y encendió un cigarro.

– ¿Por qué a usted le decían el Tuzao?

– El nómbrete me lo pusieron unos galleros cuando yo era un muchacho, allá en mi pueblo. Un día que me pelaron con una máquina de esas de trasquilar caballos que deja el pelo cortico y erizao, y uno de ellos dijo: «Mira, parece un gallo tuzao». Y hasta hoy…, como me pasé la vida metido entre gallos.

– Mi abuelo Rufino lo respetaba como gallero.

– Rufino era de los buenos. Aunque demasiado tramposo. No le gustaba perder.

– Él decía que para jugar, había que salir con ventaja.

– Por eso nunca peleó contra mis gallos. Yo sabía cómo hacía él para untar sus animales. Se ponía la vaselina en el cuello y mientras bañaban y pesaban a los gallos, tu abuelo se pasaba la mano por el cuello, como si le doliera, y luego cuando cogía al gallo, lo dejaba hecho un jabón… El coño'e su madre.

El Conde volvió a sonreír. Le complacía oír aquellas historias de su abuelo. Lo remitían a un mundo perdido que en el territorio libre de su memoria se parecía mucho a la felicidad.

– Y Hemingway ¿sabía de gallos?

– Claro que sabía… Yo lo enseñé -aseguró Toribio y trató de acomodar el esqueleto en el sillón-. Fíjate si sabía que cuando se fue de Cuba para matarse me dijo que cuando terminara el libro de los toreros iba a escribir uno de los galleros. Yo iba a ser el protagonista y él iba a contar las historias de mis mejores gallos.

– Hubiera sido un buen libro.

– Un buen libro, claro -aseveró el anciano.

– ¿Y él apostaba duro?

– Sí, duro, era un apostador nato. A los caballos, a los gallos…, y tenía suerte el muy cabrón, casi siempre ganaba. Pero después que ganaba, se emborrachaba y a veces gastaba y regalaba toda la ganancia. No le importaba el dinero, lo que le gustaba era la pelea. Tenía obsesión con las peleas y con el coraje de los gallos. Le encantaba ver que un gallo se quedara ciego de dos espolonazos y siguiera peleando sin ver al contrario. Eso lo volvía como loco.

– Era un tipo raro, ¿no?

– Un hijo de puta, ya se lo dije. Pa' mí que tenía el demonio dentro. Por eso tomaba tanto…, para calmar al demonio.

– Sí, seguro… ¿Y usted vivía en la finca?

– No, ninguno de los que trabajábamos con él vivía en la finca. Ni siquiera Raúl, que siempre estuvo con él y era como la sombra de Papa. A ver: menos Ruperto y yo, todos eran de por allí, de San Francisco. Y Raúl vivía muy cerca, casi a la salida misma de la finca.

– ¿Y por las noches él se quedaba solo en la casa?

– Bueno, solo no, con la mujer. Y allí casi siempre había invitados. Pero, al final, cuando Papa ya estaba viejo, a veces ella le decía a Calixto que se quedara de custodio en el portón de abajo o en el bungalow de los garajes.

– ¿Un custodio? Yo creía que él mismo hacía un recorrido por la finca antes de acostarse.

– Eso era si no estaba demasiado borracho, ¿no? Pero Miss Mary estaba más tranquila sí el custodio estaba allí…

El Conde sintió que algo no encajaba en su esquema: todo era más fácil sin aquel vigilante nocturno del cual nadie le había hablado, ni siquiera el sabihondo de Tenorio. Quizás la memoria de Toribio le fallara en este aspecto. Y por eso insistió.

– ¿Y quién era el que se quedaba de custodio en los últimos años de Hemingway?

Toribio abrió un poco más los párpados y trató de reenfocar la figura de su interlocutor. Parecía hacer un esfuerzo supremo.

– ¿Tú eres policía o qué cono?

– No, no, no soy policía. Soy escritor. Es un decir…

– Carajo, pues pareces un cabrón policía. Y a mí los policías me caen como una patada en el culo. No los resisto.

– Ni yo tampoco -remató el Conde, sin mucho esfuerzo y sin alejarse demasiado de la verdad.

– Menos mal… Mira, tres días estuve preso por culpa de un policía que me agarró en una pelea clandestina. Hijo'e puta… Como si no hubiera mayimbes del gobierno peleando gallos todavía. A ver, ¿qué me estabas preguntando?

– Sobre el custodio. ¿Quién fue en los últimos años?

– Bueno, al final, final, cuando ellos se fueron y Papa se mató, era un tal Iznaga, un negro grandísimo él, que era primo de Raúl. Pero antes había sido Calixto, que hacía cualquier trabajo en la finca, hasta que un día se fue…

– La gente duraba mucho en la finca, ¿no?

– Cómo no iban a durar, si Papa pagaba bien, pero bien. De allí nadie se quería ir. Un día sacamos la cuenta y él solo mantenía como a treinta gentes…

– ¿Y por qué Calixto se fue?

– Por qué no lo sé. Cómo, sí. Una tarde él y Papa estuvieron hablando horas en el último piso de la torre. Como si no quisieran que nadie los oyera. Y después Calixto se fue. Hasta se mudó de San Francisco. Algo gordo tiene que haber pasado entre ellos, porque se conocían desde hacía una pila de años, desde antes que Calixto matara a un tipo y lo metieran preso.

El Conde recibió un temblor que no sentía desde sus tiempos de policía. ¿Será verdad que uno nunca deja de ser policía?, se preguntó, aunque conocía la respuesta: ni policía, ni hijo de puta, ni maricón, ni asesino tienen el privilegio del ex.

– ¿Cómo es la historia del muerto ese, Toribio?

Lentamente el anciano tragó saliva mientras se frotaba las manos y sin tener ninguna certeza el Conde tuvo la sensación de que alguien los escuchaba dentro de la casa.

– No sé bien, la verdad, porque Calixto era medio misterioso y tenía un carácter… Lo que se sabía era que había tenido una bronca en un bar y mató a un hombre. Estuvo guardao como quince años, y Papa le dio trabajo cuando salió, porque lo conocía de antes.

– ¿Y qué se hizo de Calixto?

– Yo no lo volví a ver. No sé Ruperto. Ruperto era el capitán del barco de Papa y andaba más por La Ha bana. Yo creo que una vez él me dijo algo de Calixto, pero yo no me acuerdo bien.

– Calixto debe de estar muerto, ¿verdad?

– Seguro que sí, él era más viejo que yo. Así que…

Toríbio hizo silencio y el Conde esperó unos instantes. Hablar de tantos muertos no debía de ser agradable para el anciano. Miró sus ojos, perdidos en un pensamiento profundo, y decidió atacar.

– Toribio, allí en la Vigía, alguna vez, así por casualidad, ¿usted oyó hablar algo de un tipo del FBI?

El anciano parpadeó.

– ¿De qué?

– De la policía americana. La que se llama efe-be-i…

– Ah, el efebeí, cono. Ya… Pues no, que yo recuerde, no.

– ¿Dónde estaba la valla de gallos de la finca?

– Un poco más abajo de la casa, entre la carreterita de los carros y los garajes. Debajo de una mata de mangos…

– ¿Una mata vieja, de mangas blancas?

– Sí, esa misma…

– ¿Cerca de la fuente?

– Más o menos.

El Conde contuvo la expresión de alegría. Sin saber hacia dónde disparaba había dado en un blanco inesperado.

– Y usted, Toribio, ¿por qué le decía Papa a Hemingway? Si era un hijo de puta, digo…

El viejo sonrió. Tenía unas encías oscuras, moteadas de blanco.

– Era el tipo más raro del mundo. Meaba en el jardín, se tiraba peos dondequiera. A veces se ponía así, como a pensar, y se iba sacando los mocos con los dedos, y los hacía bolitas. No resistía que le dijeran señor. Pero pagaba más que los otros americanos ricos, y exigía que le dijeran Papa…, decía que él era el papá de todo el mundo.

– ¿Qué favores le debía usted a Hemingway?

– ¿Favores? Ninguno: yo trabajaba bien, y él me pagaba bien, y ahí se acabó la historia. Él decía que era el mejor escritor del mundo y debía tener al mejor gallero del mundo. Por eso fue que me pidió perdón después de la bronca.

– ¿Entre todos ustedes quién era el hombre de confianza de Hemingway?

– Raúl, eso ni se discute. SÍ Papa le pedía que le limpiara el culo, Raúl se lo limpiaba.

Un levísimo sonido, al otro lado de la pared, le confirmó al Conde su sospecha de que alguien los escuchaba, pero no se sintió con la potestad de asomarse a la puerta. ¿A quién de la familia de Toribio podía interesarle aquella conversación, llena de tópicos seguramente repetidos por el anciano millones de veces? Conde no tenía la menor idea y por eso prosiguió, con la atención dividida entre Toribio y el posible escuchador furtivo.

– ¿Usted la pasó bien en la finca?

– Después de la bronca, sí. Él supo que yo era un hombre y me respetaba… Además, uno allí veía cosas que alegran la vida.

– ¿Qué cosas?

– Muchas…, pero la que no se me olvida es la mañana que vi a la artista americana esa amiga de él, que venía a cada rato a la finca…

– ¿Marlene Dietrich?

– Una americana jovencita…

– ¿Ava Gardner?

– Mira, él le decía «mi hija» y yo le decía la Galle ga, porque era blanquísima y tenía el pelo negro. Y un día la vi bañarse encuera en la piscina. Él y ella, en-cueros los dos. Yo estaba buscando hierba seca para un nidal y me quedé como una piedra. La Gallega se paró en el bordecito de la piscina y empezó a quitarse toda la ropa. Hasta que se quedó en blúmer. Y así empezó a hablar con él, que estaba en el agua. Qué par de tetas… Y antes de tirarse, ella se quitó el blúmer. Qué clase de hija tenía el Papa.