– ¿Y el blúmer era negro? -el Conde, tratando de desvestir sus recuerdos de Ava Gardner, se olvidó por completo del presunto espía que los escuchaba.
– ¿Y cómo tú lo sabes? -preguntó, casi airado, el anciano.
– Es que yo soy escritor. Los escritores sabemos algunas cosas, ¿no? ¿Y estaba buena?
– ¿Buena? ¿Qué cono es eso? Más que buena, era un ángel, por mi madre que era un ángel… Aquella piel… Y que Dios me perdone, pero el tolete se me puso a miclass="underline" la Gallega así, encuera en pelota, con esa piel suavecita y sus dos tetonas y la pendejera medio rojiza, que brillaba… Aquello era demasiado… Después, cuando ellos empezaron a juguetear en la piscina, yo me fui. Ya eso es otra cosa.
– Sí, otra cosa. ¿Y la señora?
– Miss Mary tenía que saber las locuras de Papa, Una vez él metió en la finca a una princesita italiana que lo tenía loco. Ni pescaba, ni peleaba gallos, ni escribía, ni nada. Se pasaba el día detrás de ella, como un perro ruino, y cuando hablaba con nosotros siempre estaba encabronao… Pero Míss Mary se quedaba callada. Total, vivía como una reina.
El Conde encendió otro cigarro y cerró los ojos: trató de imaginar el streaptease de Ava Gardner y sintió temblores en las piernas. Aquella imagen magnífica pronto seria nada: Hemingway muerto, Ava muerta, y el Tuzao camino de la muerte. Y el blúmer negro, ¿sería inmortal?
– Ya me voy, Toribio, pero dígame una cosa… Hemingway, que mató leones y de cuanto hay, hasta gallos, ¿tenía cojones para matar a un hombre?
El viejo se movió inquieto, parpadeó, enfocó otra vez al Conde que se había puesto de pie.
– Mira, tú serás escritor, pero también eres policía. A mí tú no me jodes… De todas maneras voy a responderte. No, yo creo que no: lo suyo era mucha gritería, mucha guapería con los animales, y mucha pantalla para que la gente se creyera que él era un timbalú.
Conde sonrió y, tratando de no hacer ruido, dio tres pasos y se asomó por la puerta de la casa. La pequeña sala estaba vacía. ¿Habría imaginado que alguien los escuchaba?
– ¿Y de verdad era un hijo de puta?
– De verdad lo era. Un hombre que mata así por gusto un gallo de pelea tiene que ser un hijo de puta. Eso no se discute.
Se terció la Thompson a la espalda y, venciendo la rigidez de sus articulaciones, se puso de rodillas y la recogió. Aunque ya imaginaba lo que era, la iluminó con la linterna. El escudo, la hilera de números y las tres letras brillaron sobre la chapa de metal plateado, sostenida contra una pieza de cuero. Como un animal advertido por el olor del peligro, miró en derredor y recordó lo que le había comentado Raúl sobre el nerviosismo de Black Dog. ¿Había estado allí un agente del FBI? ¿De qué otro modo pudo llegar aquella placa hasta ese sitio, tan cerca de la casa, tan lejos de la entrada? ¿Otra vez lo estaban vigilando esos hijos de puta? Él sabía que los federales lo tenían en sus listas desde la guerra de España y, sobre todo, desde que organizara con su yate la operación de cacería de submarinos nazis en las costas de Cuba, cuando había estado a punto de descubrir de quién y por qué sitio de la isla los alemanes recibían combustible y, precisamente los federales, habían decretado el fin de la operación, alegando que sus informes eran vagos y que gastaba demasiada gasolina. Sabía, también, que Edgar Hoover había intentado acusarlo de comunista en los días de las purgas de McCarthy, pero alguien lo había disuadido, pues era mejor dejar fuera de la persecución de comunistas y afines a un mito americano como él. Pero aquella chapa, en su propiedad, le sonaba a advertencia. ¿De qué?
Levantó la vista y observó, a lo lejos, las luces de La Habana, extendidas hacia el océano, presentido en la distancia como una mancha oscura. Era una ciudad inabarcable y profunda, empeñada en vivir de espaldas al mar, y de la cual él sólo conocía algunos jirones. Algo sabía de su miseria y de su lujo concomitantes y de proporciones desvergonzadas; mucho de sus bares y sus vallas de gallos, en los que se canalizaban tantas pasiones; bastante de sus pescadores y de su mar, entre los que había gastado incontables días de su vida; y sabía lo indispensable de su dolor y de su vanidad palpitantes. Y nada más: a pesar de los muchos años que llevaba viviendo en aquella ciudad con alma de mujer, que tan amorosamente lo había acogido desde su primera visita. Pero siempre le sucedía iguaclass="underline" jamás había sabido apreciar y casi nunca corresponder el cariño de los que de verdad lo querían. Era una vieja y lamentable limitación, y nada tenía que ver con poses ni con personajes, pues la solía atribuir al huraño modo de ser de sus padres, aquellos personajes cercanos y desconocidos a un tiempo, con sus vidas enfundadas tras un hipócrita puritanismo y a los cuales nunca pudo querer, pues ellos mismos habían estropeado irreversiblemente su capacidad de sentir amor, de un modo simple y natural.
Black Dog ladró y cortó el hilo de sus pensamientos. El perro se desfogaba en el hoyo de la pendiente que se iniciaba al borde de la piscina, casi en el límite de la finca, y lo hacía con una extraña insistencia. Los otros dos perros, recién llegados desde la entrada, se unieron al concierto. Con la vista fija en los linderos de la propiedad, guardó la chapa en el bolsillo de su bermuda y empuñó la ametralladora. Ven a buscar tu chapa, cabrón, te voy a dejar seco, musitó, mientras descendía la pendiente y le silbaba al animal. Los ladridos cesaron y Black Dog reapareció moviendo la cola, aunque gruñendo.
– ¿Qué pasa, viejo, lo viste? -le preguntó, mientras observaba la hierba pisoteada a ambos lados de la cerca-. Ya sé que eres un perro vigilante y feroz… Pero creo que ahora aquí no hay nadie. El maricón se fue. Vamos a ver a Calixto.
Regresó a la piscina y tomó el atajo que, entre las casuarinas, conducía hacia el camino principal de la Vi gía y evitaba el largo rodeo que debían hacer los autos.
Bajo aquellos orgullosos y nobles árboles se estaba bien. Eran como fieles amigos: se habían conocido en 1941, cuando él y Martha vinieron por primera vez a la finca y él decidió comprarla, convencido ya de que La Habana era un buen sitio para escribir y aquella finca, tan lejos y tan cerca de la ciudad, parecía, más que bueno, ideal. Y de verdad lo había sido. Por eso le había preocupado tanto el destino de aquellos árboles mientras él desembarcaba en Normandía, en 1944, y recibió la noticia de que un ciclón asolador había atravesado La Habana. Cuando volvió, al año siguiente, y comprobó que casi todos sus silenciosos camaradas seguían en pie, pudo respirar tranquilo. Porque aquel lugar, bueno para escribir, también podía ser un buen sitio para morir, cuando llegara el momento de morir. Pero sin sus viejos árboles, la finca no valía nada.
Pensar otra vez en la muerte lo distrajo de su hallazgo, ¿Por qué cono piensas ahora en la muerte?, se preguntó y recordó que ya tenía a su favor la experiencia, tan exclusiva, de haber muerto para el resto del mundo, cuando su avión se estrelló cerca del lago Victoria, durante su último safari africano. Como el personaje de Moliere, tuvo entonces la ocasión de saber lo que pensaban de él muchas de las personas a quienes conocía. No fue agradable leer las esquelas publicadas en varios periódicos y comprobar cómo eran muchas más de las previsibles las gentes que no lo querían, sobre todo en su propio país. Pero asumió aquellas reacciones malvadas como un reflujo inevitable de su relación con el mundo y como reflejo de una vieja costumbre humana: no perdonar el éxito ajeno. Al fin y al cabo, aquella falsa muerte le reportó un sentimiento de libertad con el cual podría vivir hasta su muerte verdadera. Pero el modo en que debía morir se había convertido, desde ese momento, en una de sus obsesiones, sobre todo porque ya había pasado el tiempo de morir joven y también el de hacerlo heroicamente. Y porque su cuerpo lacerado comenzó a flaquear. Desde entonces meaba con dificultad, veía mal y oía peor. Y olvidaba cosas bien aprendidas. Y la hipertensión lo atormentaba. Y debía hacer dieta de comida y de alcohol. Y su vieja afección de la garganta lo perseguía con más saña… En última instancia, la muerte lo aliviaría de restricciones y dolores, le temía mucho menos que a la locura, y sólo le preocupaba su potestad inapelable de interrumpir ciertos trabajos. Por eso, antes de su llegada, él debía volver a una corrida de toros para terminar la maldita reescritura de Muerte en la tarde, y quería revisar otra vez Islas en el Golfo y terminar la sórdida historia de El jardín del Edén, atascada y difusa. También planeaba navegar una vez más entre los cayos de la costa norte cubana, subir hasta Bimini, volver a Cayo Hueso, rodeado de truhanes y de muchas garrafas de ron y whisky. Y le gustaba jugar con la idea de que aún podía hacer un nuevo safari al África, y hasta con la posibilidad de pasar un otoño en París. Demasiadas cosas, tal vez. Porque además debía decidir, antes de la llegada de la muerte, si incineraba o no París era una fiesta Era un libro hermoso y sincero, pero decía cosas demasiado definitivas, las cuales seguramente serían recordadas en el futuro. Una molesta sensación lo había obligado a guardar el manuscrito, a la espera de una luz capaz de aclararle su destino: las prensas o el fuego.
Kitty Cannell, aquella amiga de Hadley, su primera mujer, se lo había gritado una vez en la cara: le asqueaba su capacidad para revolverse contra quienes lo ayudaban, con rencor, con egoísmo, con malignidad y crueldad. Kitty debía de tener razón. Para evocar París y los años de hambre y trabajo y felicidad no tenía que atacar a Gertrude Stein, aunque la vieja insidiosa y marimacho se lo mereciera. Y mucho menos al pobre Scott, aunque tanto le molestara aquella fragilidad suya, su incapacidad para vivir y actuar como un hombre, siempre preocupado por las malas opiniones de la arpía demente de Zelda Fitzgerald sobre el tamaño de su pene. Y ya ni sabía bien por qué había atacado a la vieja Dorothy Parker, al olvidado Louis Bloomfield, al imbécil de Ford Maddox Ford. Sin embargo, bien que se había callado la historia de cómo terminó su amistad con Sherwood Anderson, después que éste le diera las cartas, referencias y direcciones capaces de tenderle puentes hacia aquel París de la posguerra que, precisamente, él necesitaba conocer. Haber escrito aquella mala parodia del viejo maestro, sólo para librarse de los editores de Anderson con quienes había comprometido sus nuevos libros, fue un acto mezquino, aunque bien pagado por sus nuevos editores. Luego, su decisión de que jamás se reeditara Los torrentes de la primavera ya no pudo cerrar la herida que, en la espalda, le había causado a un hombre que fue bueno y desinteresado con él.