– Vaya, vaya, el viejo Black Dog todavía caza al vuelo. Así estamos mejor, ¿no?… Enseguida nos vamos.
Fue hasta el baño de su habitación y se abrió la portañuela. El chorro de orina demoró en salir y, al hacerlo, le provocó la sensación de estar expulsando arena caliente. Sin sacudirse apenas guardó el miembro flácido y caminó hasta su mesa de trabajo. De la gaveta superior, donde también guardaba recibos y cheques, tomó el revólver calibre 22 que siempre lo acompañaba en sus recorridos por la finca. Para envolver el arma había escogido un blúrner negro que Ava Gardner olvidó en la casa. El blúmer y el revólver, unidos, le servían para recordar que hubo tiempos mejores, en los cuales meaba con un chorro potente y cristalino. Del suelo levantó la linterna de tres pilas y probó su funcionamiento. Cuando ya salía del cuarto, una imprevisible premonición lo hizo regresar y tomar del estante de las armas de caza la ametralladora Thompson que lo acompañaba desde 1935 y que solía utilizar para matar tiburones. Tres días antes la había limpiado y siempre olvidaba devolverla a su sitio, en el segundo piso de la torre. Era un arma del mismo modelo que la usada por Harry Morgan en Tener y no tener, y por Eddy, el amigo y cocinero de Thomas Hudson en Islas en el Golfo. Acarició la culata breve, sintió el frío agradable del cañón, y le colocó un cargador completo, como si fuera a la guerra.
Black Dog lo esperaba en el salón. Lo recibió con ladridos de júbilo, exigiéndole prisa. Su mayor alegría era sentirse cerca de su dueño en aquellos patrullajes de los cuales solían estar excluidos los otros dos perros de la finca y, por supuesto, todos los gatos.
– Eres un gran perro -le dijo al animal-. Un gran y buen perro.
Salió por la puerta auxiliar de la sala, abierta hacia la terraza del aljibe construido con azulejos portugueses por el dueño original de la finca. Mientras avanzaba en busca del sendero de la piscina, disfrutó la sensación de saberse armado y protegido. Hacía mucho tiempo que no disparaba la Thompson, quizás desde los días en que con los productores de la película sobre El viejo y el mar salió a la corriente del Golfo en busca de una aguja gigante y la usó para ahuyentar a los tiburones. Y ahora no sabía por qué había decidido llevarla en su inocuo recorrido de esa noche, sin imaginar que por el resto de su vida se repetiría aquella pregunta, hasta convertirla en una dolorosa obsesión. Quizás cargó con la ametralladora porque hacía días pensaba en ella y siempre posponía su regreso al almacén de las armas; quizás porque era el arma preferida de Gregory, el más tozudo de sus hijos, del cual apenas tenía noticias desde la muerte de su madre, la amable Pauline; o tal vez porque, desde niño, había sentido una atracción sanguínea por las armas: era algo colocado más allá de todo cálculo, pues comenzó a hacerse patente cuando a los diez años su abuelo Hemingway le había regalado una pequeña escopeta calibre 12, de un solo cañón, que él siempre recordaba como el mejor de los obsequios recibidos en su existencia. Disparar y matar se habían convertido desde entonces en uno de sus actos predilectos, algo casi necesario, a pesar de la máxima paterna de que sólo se mata para comer. Muy pronto olvidó, por supuesto, aquella regla, cuyo dramatismo debió de haber entendido el día en que su padre lo obligó a masticar la carne correosa del puerco espín al cual había disparado por el simple placer de disparar.
Las armas y su función de matar se habían convertido, poco a poco, en una de sus definiciones literarias de la hombría y el coraje: por eso todos sus grandes héroes habían usado un arma y la habían disparado, y a veces contra otras personas. Él, sin embargo, que había matado miles de pájaros, infinidad de tiburones y agujas, y hasta rinocerontes, gacelas, impalas, búfalos, leones y cebras, jamás había matado a un hombre, a pesar de haber estado en tres guerras y otras escaramuzas. Muy desafortunado le resultó hacer circular la historia de que él mismo había lanzado una granada en el sótano donde se escondían unos miembros de la Gestapo que impedían el avance de su tropa de guerrilleros hacia París, pues debió desmentirse a sí mismo ante el Tribunal de Honor al cual lo llevaron los otros corresponsales de guerra, acusado de haber participado en acciones militares bajo la cobertura de periodista. ¿Por qué no sostuvo su mentira si apenas se arriesgaba a perder una credencial que, en realidad, poco le importaba? ¿Por qué declaró en su descargo que había mentido respecto a la granada y los nazis si con su testimonio el único perjudicado era su mito de hombre de acción y de guerra? Pero, sobre todo, ¿por qué no lanzó la granada y mató a aquellos hombres? Aún no lo sabías, muchacho, y te molesta no saberlo.
La lluvia intensa de la tarde había refrescado los árboles y el pasto. La temperatura era agradable, suavizada por la humedad, y, antes de bajar hasta el portón de salida donde Calixto hacía su guardia, se dirigió a la zona de la piscina y bordeó el estanque. Se detuvo ante las tumbas de los antecesores de Black Dog y trató de recordar algo del carácter de cada uno de ellos. Todos habían sido buenos perros, en especial Nerón, pero ninguno como Black Dog.
– Eres el mejor perro que jamás he tenido -le dijo al animal, que se había aproximado al verlo inclinado ante los montículos de tierra, coronados con una pequeña placa de madera que los identificaba.
Se negó a pensar más en la muerte y retomó su camino. Bordeó la piscina hacia la pérgola cubierta de enredaderas floridas donde estaban los vestidores, cuando una hoja seca cayó desde lo alto de un árbol y levantó unas ondas breves en la superficie del agua muerta. Bastó aquella leve ruptura de un equilibrio siempre precario para que brotara de las aguas la imagen fresca y reluciente de Adriana Ivancich nadando bajo la luz de la luna. Duro le había resultado convencerse de la necesidad de apartarse de aquella joven de la cual apenas podría esperar un placer pasajero y un largo sufrimiento: y aunque no era la primera vez que se enamoraba de la persona equivocada, la evidencia de que ahora el error sólo tenía relación con su edad y sus capacidades fue la primera advertencia grave de la proximidad agresiva de su vejez. Y si ya no podía amar, ni cazar, ni beber, ni pelear, casi ni escribir, ¿para qué servía la vida? Acarició el cañón reluciente de la Thompson y miró hacia el mundo silencioso que se extendía a sus pies. Y fue entonces cuando, al otro lado de la pérgola, brillando sobre una loza, la vio.
Cuando pudo discernir que no se trataba de un bombardeo ni de la llegada alevosa de un huracán, empezó a entender que era el segundo despertar tormentoso en apenas dos días.
– Oye, Conde, no tengo toda la mañana para estar en esto -gritaba la voz agresiva, los golpes seguían atronando desde la madera de la puerta.
Tres veces debió pensarlo, otras tres intentarlo, y al fin pudo ponerse de pie. Le dolía una rodilla, el cuello y la cintura. ¿Qué no te duele, Mario Conde?, se preguntó. La cabeza, se respondió agradecido después del registro mental al cual sometió a su pobre anatomía. Su cerebro, extrañamente funcional, le permitió recordar entonces que la noche anterior, cuando tocaban el réquiem por la botella de ron Santa Cruz, había llegado el Conejo con dos litros del alcolifán que fabricaba y vendía Pedro el Vikingo, del cual dieron buena cuenta, mientras devoraban los tamales dejados para el final de la comida, escuchaban la música de los Creedence, siempre de los Creedence, y, por insistencia de Carlos, hasta leyeron uno de los viejos cuentos hemingwayanos del Conde, donde se narraba la historia de un ajuste de cuentas que, de pronto, se convirtió en un nuevo ajuste de cuentas del Conde con sus viejas y más perdidas nostalgias literarias de hemingwayano cubano. Pero ya su resistencia etílica no debía de ser la misma de antes. ¡Qué cono iba a ser!, se dijo, mientras sorteaba los cajones de libros del último lote adquirido y recordaba otros amaneceres nada apacibles, después de noches mucho más turbulentas y húmedas. Por eso abrió la puerta y advirtió:
– Cállate cinco minutos. Cinco minutos. Déjame mear y hacer café.
El teniente Manuel Palacios, acostumbrado a escuchar aquel reclamo, guardó silencio. Con un cigarrillo sin encender entre los dedos observó con preocupación mercantil las cajas repletas de libros dispersas por toda la casa y siguió hacia la cocina. El Conde salió del baño con el pelo y el rostro mojados y preparó el café. Sin hablar, sin mirarse, los hombres esperaron la colada. El Conde se secó un poco la cara con el pullover agujereado con que había dormido y sirvió al fin dos tazas, una grande para él, otra pequeña para Manolo. Empezó a sorber el café caliente: cada trago que bañaba su boca, rodaba por su garganta y caía en la lejanía del estómago, despertaba alguna de sus pocas neuronas dispuestas a trabajar. Al fin encendió un cigarro y miró a su ex compañero.
– ¿Viste a Basura por allá fuera?
– Allá fuera no -dijo Manolo-, andaba por la esquina con una pandilla, detrás de una perra.
– Hace tres días que no veo a ese cabrón. Me he buscado el perro que me merezco: loco y singón.