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Alicia se empuja un larguísimo trago de cerveza, suspira

satisfecha, deja el vaso sobre la mesa y le tiende la mano.

– El cuadro arriba. Ven que te lo enseño.

Víctor coge su botella y se deja conducir escaleras arriba.

Por cierto, una bella casa.

¿Quién sería aquella extraña muchacha?

De momento, una hembra monumental, que se comporta con una rara autenticidad (patadas a la bicicleta, coño, mamá no jodas) y una elegante desenvoltura. También se lo pareció su madre; un poco chiflada, pero con clase.

Durante el trayecto, Alicia había despotricado contra el transporte habanero y lo harta que estaba de moverse a dedo, o lidiar el drama mecánico de su bicicleta.

Sobre la pared de la escalera en espiral, colgaban unas telas; entre ellas la de un gallo polícromo, onda Mariano. ¿Un original?

Al entrar en una habitación, cama destendida, mesa de dibujo repleta de papeles, destacaba sobre la cabecera el gran desnudo de Alicia que viera en la foto.

– Hmmm, excelente -apreció Víctor- y pasó la mano sobre un pezón.

Ella soltó una risita pícara.

– Nada más que para palpar la textura -simuló disculparse-. ¿Hecho en Cuba?

– Sí -dijo ella, rebuscando algo en un cajón del escritorio.

Media hora después, tras haber visto el otro cuadro en la habitación de los espejos, informarse de que Alicia no era exactamente especialista en pintores sino más bien en hombres apuestos; tras saborear la humedad de sus labios furtivos; sentir un seno demoledor sobre el brazo; haber dado cautas palmaditas a un perrazo bizco; enterarse de que Leonor había devuelto la guitarra; oírle a Alicia una canción de Marta Valdés y el bolero Dos gardenias a Margarita, probar unos camarones enchilados, sonreír ante los infaltables comentarios sobre su pinta de Alain Delon y su acento de Jorge Negrete, explicar su nacionalidad canadiense, sus veinticinco años de residencia en México, sus estudios en los EE.UU., tomarse otra cerveza, despedir a Margarita a quien ¡uyyy! se le hacía tarde para su cita con el dentista, y enterarse de que aquella era su casa, Víctor recibe el primer beso prolongado, prolongadísimo y ardiente.

Sin interrumpir el beso, ella detecta y evalúa con la mano su inmediata turgencia; se la aprueba con los ojos y un movimiento de cabeza, y comienza a desabrocharse la blusa. Pero él la detiene suavemente y se la vuelve a abrochar, con calma.

– Ahora, no. Los langostinos me han abierto el apetito. Primero

vamos a cenar. Ayer descubrí un restaurante nuevo…

– I'm sorry, pero no puedo. Esta misma noche tengo que conseguir un mecánico que me arregle la bicicleta. Si no, no tengo cómo ir mañana a la facultad…

Víctor saca de la cartera unos dólares e intenta ponerlos sobre la mesa.

Alicia lo mira furiosa:

– Hazme el favor, guárdate eso. Yo no le recibo un centavo a nadie. ¿Quién te has creído que soy?

Víctor se muestra muy confundido:

– Perdóname, yo no quise… Sólo pretendía que pudieras comprarte otra bicicleta… para poder salir juntos ésta noche.

– Oyeme bien: en este país, lo único que nos queda, es la dignidad…

Y mientras Alicia inicia el archimemorizado exordio, introductorio de su arenga ético-sentimental-revolucionaria, Víctor hace un gesto de darse por vencido, se mete la cartera en el bolsillo y le pone dulcemente una mano sobre los labios.

– OK, de acuerdo, admiro tu posición, pero por lo menos acéptame cenar juntos…

– Tampoco te acepto eso. Me da vergüenza y me pone triste.

– No entiendo.

– ¡Claro! Como tú vives en la luna… -Y con una mirada lacrimógena-: ¿No comprendes, coño, que con lo que te vas a gastar en una cena conmigo, una familia cubana compra comida para dos meses? Me resultaría indigesto aceptar… Inmoral…

– Entonces, vamos a mi casa. Yo mismo te preparo algo. más tarde regresamos por la bicicleta y te llevo a lo del mecánico.

Alicia lo mira pensativa y se muerde el labio.

– Decídete, verás que no cocino mal. Pasaremos un buen rato.

Y por obedecer al llamado del destino, esa tarde Alicia quebrantó la norma de no dormir fuera de su casa.

Desde el comienzo de su ejercicio, nunca lo había hecho.

Por supuesto: nunca un Alain Delon de 37 años le había ofrecido cocinar para ella.

8

La gran nariz de Van Dongen se sacude mientras pinta. Pinta con frenesí, inclinado sobre el caballete. Está llenando de color el dibujo a carbonilla donde ha representado a una ciclista rubia, vista desde atrás. La muchacha viste un short algo estrecho. Sus pies apenas alcanzan los pedales. El dibujo destaca el esfuerzo del pedaleo sobre el sillín exageradamente alto. Es como si montara una bicicleta demasiado grande. Al encanto infantil que deriva de esto, se añade no obstante una obscena movilidad. Demasiado obscena para un anuncio comercial, e insuficiente, quizá, para un afiche porno. Aunque aquel quiebre de cintura y la posición muy ladeada que han adoptado las espléndidas nalgas, atraería mucho público a una sala de cine estimulante.

Pero el dibujo no carece de su toque poético. A modo de cenefa, el pintor ha dibujado una guirnalda de laurel triunfal y mirto afrodisíaco, coronada en lo alto por una lira que le sirve de broche. Amorcitos de rostros lascivos revolotean alrededor de las nalgas.

En eso se oye una llave y Van Dongen sonríe hacia la puerta de calle. Entra Carmen, una mulata achinada de nobles facciones. Al volverse para cerrar la puerta, sobre sus piernas bien torneadas, exhibe líneas que, cinco libras y cinco años antes, fueron perfectas. Hoy ya no lo son, pero aún son bellas, de una belleza lujuriosamente maciza. Carmen tiene unos treinta años.

Él se tapa la nariz con ambas manos. Ella da la vuelta por

detrás y se inclina para besarlo en el cuello.

– ¿Y cuál es tu apuro? Tuve que inventar que mi madre estaba enferma y pedirle a una compañera que me reemplazara en el hospital.

El se para y coge de un rincón una bicicleta de gimnasia, que instala frente al caballete.

– Desnúdate y móntate.

Ella lo mira sonriente. Se quita su cofia de enfermera y da unos pasos para mirarlo de frente. él vuelve a sentarse y a taparse la nariz. Ella comienza a desabrocharse el uniforme blanco. Blanca es también su ropa interior, y fosforescente sobre las carnes morenas.

– ¿Y esta nueva locura?

– Soñé que te veía desnuda en una bicicleta, exactamente así.

Carmen se acerca, y le acaricia el pelo mientras observa el dibujo con desconfianza.

– Mmmm, ese culo es demasiado blanco para ser el mío. ¿Estás seguro de que fue conmigo que soñaste?

– Sí, eras tú, pero en el sueño la luz era muy intensa. Y hasta me inspiró una melodía. ¡Dale, súbete, y comienza a pedalear!

– No: en frío no me gusta. Primero toca tu melodía, a ver si entro en calor.

Jan se levanta y camina hasta un armario. Abre un cajón y extrae una máscara negra, que le deja libres los ojos y la boca. Se la pone y comienza a tocar.

Al compás de su melodía, Jan balancea con gracia los hombros y el torso.

9

Sin siquiera frenar, Víctor apunta con el dispositivo de control remoto y el portón alambrado se abre a sorprendente velocidad. El Chevrolet cruza un jardín con terraza, mirador, árboles tropicales y maceteros de flores bien cuidadas. Luego recorre unos cincuenta metros sobre un sendero de cemento.

Al enfilar hacia el garaje, Víctor vuelve a apuntar a la puerta.

– Sésamo ábrete -comenta Alicia.

Y ya adentro, mientras la puerta baja, se dan un beso demorado.