– Desde luego, se trata de una decisión que has de tomar tú -continuó Sheldon-. Pero debo recordarte que, si te sale positivo, se pueden tomar medidas para disminuir hasta en un noventa por ciento la probabilidad de que desarrolles un tumor, como por ejemplo una mastectomía profiláctica bilateral. Por suerte, las implicaciones de una mutación de BRCA-1 no son las mismas que en el caso del gen de la enfermedad de Huntington o de cualquier otra enfermedad incurable.
A pesar de su evidente incomodidad, Laurie clavó la mirada en los oscuros ojos de su padre, e incluso se vio meneando la cabeza de modo imperceptible. A pesar de que la relación entre ellos no fuera fácil, especialmente tras la muerte de Shelly; a pesar de que él no se comportaba como si fuera su padre, Laurie no podía creer que le estuviera diciendo aquello sin el más mínimo rastro de calor humano. En el pasado, había atribuido su distanciamiento a un mecanismo defensivo que lo protegía de la presión que suponía tener entre las manos los corazones palpitantes de sus pacientes, y por lo tanto sus vidas, día tras día. Habiendo hecho los cursos de cirugía durante el primer año de carrera, conocía bastante bien el tipo de estrés que eso suponía. También era consciente de que los pacientes de su padre habían apreciado dicho distanciamiento, que interpretaban como una manifestación de autoconfianza más que como el defecto de una personalidad narcisista. Pero ella lo odiaba.
– Gracias por esta interesante e improvisada consulta médica -consiguió articular Laurie, incapaz de borrar el sarcasmo de su voz. A continuación se obligó a esbozar una sonrisa antes de apartarse de su padre y regresar a sentarse al lado de su madre.
– ¿Te ha alterado, cariño? -le preguntó Dorothy al verla-. Estás colorada como un tomate.
Durante unos instantes, Laurie no respondió. Tenía la mandíbula fuertemente cerrada para evitar que le temblara. Sus emociones amenazaban con desbordarse, y eso era una debilidad que siempre había despreciado, muy especialmente frente a su desapegado padre.
– ¡Sheldon! -exclamó Dorothy cuando su marido recuperó su asiento al lado de la ventana-. ¿Qué le has dicho a Laurie? ¡Te dije que no la alteraras por mí!
– No le estaba hablando de ti -contestó Sheldon al tiempo que abría el New York Times-. Le estaba hablando de ella.
Jack dejó el bolígrafo y se volvió para mirar la espalda de Chet McGovern, inclinado sobre su escritorio. Chet era su colega además de compañero de despacho. A pesar de que tenía cinco años menos que Jack, había empezado en el departamento casi al mismo tiempo que él y se llevaban bien. Aunque Jack agradecía compartir la oficina con él por la compañía que suponía, seguía pensando que resultaba ridículo que el ayuntamiento no les proporcionara despachos independientes. El problema residía en las continuas estrecheces presupuestarias que hacían imposible modernizar las instalaciones. El Departamento de Medicina Legal era un objetivo fácil para los políticos de una ciudad constreñida por las necesidades económicas. El edificio era adecuado el día de su inauguración, casi medio siglo antes, pero en esos momentos parecía un dinosaurio, y el espacio en él era un bien escaso. Dado que Jack sabía que los dinosaurios habían vivido en la tierra durante más de ciento cincuenta millones de años, confiaba en que no pretendieran hacer que el edificio durara en su estado un tiempo equivalente.
– ¡No puedo creerlo! -exclamó Jack-. ¡He acabado! ¡Nunca había conseguido acabar!
Chet se volvió. Tenía un rostro infantil coronado por una mata de pelo rubio bastante más largo que el de Jack, aunque lo llevaba peinado con el mismo despreocupado estilo. Al igual que Jack, también daba la impresión de ser atlético, pero se debía a sus casi diarias visitas al gimnasio, no a jugar al baloncesto en la calle. Estaba en la plenitud de la cuarentena, pero parecía bastante más joven.
– ¿Qué quieres decir con «acabado»? ¿Qué ha acabado?
Con los puños apretados, Jack estiró los brazos por encima de la cabeza.
– Todos mis casos. Me he puesto al día.
– Entonces, ¿qué hacen todas esas carpetas en tu bandeja de entrada? -Chet señaló con el dedo el considerable montón que amenazaba con desmoronarse.
– Esos son solamente los casos que esperan que lleguen los materiales del laboratorio.
– ¡Pues qué bien! -se burló Chet con una risita antes de volver a sus quehaceres.
– ¡Pues para mí está bien! -contestó Jack levantándose, doblándose hasta tocar el suelo con las palmas y quedándose así un instante. Tras el desacostumbrado paseo en bicicleta hasta el trabajo, notaba agarrotados los tendones de las pantorrillas. Tras incorporarse, miró el reloj-. ¡Vaya, son solo las tres y media!
¿No se acabarán nunca los prodigios? Puede incluso que llegue a la primera ronda de la cancha.
– Eso si está seca -dijo Chet sin levantar la vista-. ¿Por qué no te vienes al Sports Club LA? Allí la pista estará seca seguro. Si fueras inteligente, te apuntarías conmigo a la clase de musculación. Yo fui el viernes, y te lo aseguro, las tías están increíbles. Había una que era algo serio, con un conjunto negro tan ceñido que no te daba oportunidad de imaginar nada.
– ¡Tías cañón! -se burló Jack-. Cualquier día de estos te despertarás y podrás contemplar estos difíciles años de la pubertad y reírte de ellos tranquilamente.
– El día que deje de fijarme en las mujeres querrá decir que estoy listo para una de esas cajas de pino que guardamos abajo.
– Yo nunca he sido de los que se dedican al deporte de mirar -bromeó Jack-. Ese se lo dejo a los pobrecitos como tú.
Jack recogió su americana del respaldo de la silla y se dirigió a la puerta silbando. Había sido un día interesante y estimulante. Al llegar al despacho de Laurie se asomó dentro preguntándose si habría cambiado de opinión con respecto a no volver a su apartamento aquella noche. El despacho estaba desierto, pero se fijó en el expediente abierto encima del escritorio de Laurie.
Jack entró de puntillas y curioseó el nombre del caso. Tal como había supuesto, se trataba de Sean McGillin. Le intrigaba por qué Laurie y Janice parecían tan afectadas por un caso que a él se le antojaba simple rutina. Por lo general, no era la clase de hombre que reducía a las mujeres a estereotipos; pero se le hacía extraño que las dos hubieran mostrado lo que para él suponía una demostración muy poco profesional de emociones. Abrió la carpeta y pasó las hojas hasta que localizó el informe de Janice. Lo leyó rápidamente, pero no halló nada fuera de lo normal. Aparte de que el fallecido tenía veintiocho años, las circunstancias de la muerte no tenían nada de especial. Sin duda se trataba de una lamentable pérdida y de una tragedia para la familia y amigos, pero no para la humanidad, la ciudad o el condado. En una gran metrópoli como Nueva York, ocurrían muchas tragedias personales.
Jack cerró deprisa la carpeta y salió discretamente del despacho como si hubiera estado haciendo algo inconveniente y temiera que pudieran pillarlo con las manos en la masa. De repente, por temor a tener que enfrentarse a un exceso de emociones, se sentía menos dispuesto a averiguar si Laurie deseaba reconsiderar su decisión. Entretenerse pensando en tragedias familiares no era un pasatiempo al que le apeteciera dedicarse. Tenía demasiada experiencia.
De vuelta en la planta baja, Jack sacó su equipo de ciclista y la bicicleta. Saludó con la mano a Mike Laster, el vigilante de seguridad, mientras la sacaba hacia la plataforma de recepción y después la llevaba hasta la calzada. La lluvia había cesado y hacía bastante más frío que cuando había llegado a primera hora. Agradeció haber cogido los guantes; subió al vehículo y pedaleó camino de la esquina de la calle Treinta con la Primera Avenida.
A diferencia del paseo de la mañana, Jack disfrutó serpenteando entre los coches, taxis y autobuses mientras enfilaba hacia el norte, circulando audazmente entre el tráfico. Al final tomó un atajo por Madison y utilizó la breve travesía para que la fluida circulación diera un alivio a sus doloridos cuádriceps. Volvió a girar hacia el norte y aceleró. Las pocas veces que tuvo que detenerse en los semáforos se preguntó entre jadeo y jadeo por qué entonces disfrutaba desafiando el tráfico cuando por la mañana no había sido así. Intuyendo que tenía que ver con asuntos en los que prefería no pensar, dejó de hacerse preguntas y simplemente disfrutó del momento.