– Me deja estupefacto que seas capaz de tomártelo con humor -dijo Roger.
– Me siento mejor después de haber hablado contigo.
– No sabes cuánto lamento todo esto -aseguró Roger en un tono que denotaba completa sinceridad-. ¿Qué piensas hacer? ¿Cuál es el siguiente paso?
– Se supone que tan pronto como salga de aquí tengo que ir a ver a Sue Passero. Se ha ofrecido a buscarme hora un día de estos con un oncólogo. -Le dio a Roger una palmada en la pierna e hizo ademán de levantarse.
– Espera un momento -dijo este obligándola a sentarse-, no vayas tan deprisa. Ya que esa pobre asistente no ha tenido la oportunidad, deja al menos que sea yo quien te pregunte cómo te encuentras. Imagino que debe de ser igual que descubrir que tu mejor amigo es tu mortal enemigo.
Laurie miró en las profundidades de los castaños ojos de Roger y se preguntó si le estaba haciendo aquella pregunta como amigo o como médico. Y si era como lo primero, ¿era realmente sincero su interés? Roger parecía tener un don para decir las palabras apropiadas, pero ¿cuáles eran sus motivaciones? Se maldijo por pensar así, pero tras lo de su matrimonio y sus hijos, ya no estaba segura de nada.
– Me parece que no he tenido tiempo para sentir nada -contestó Laurie tras una pausa. Estuvo tentada de comentar algo acerca de su nueva habilidad para meter sus pensamientos en compartimientos estancos hasta el punto de poder olvidarse de aquello que no le apetecía, pero era una historia demasiado larga ya que deseaba ir a ver a Sue al edificio de la clínica Kaufman. Al final iba a ser el oncólogo quien tendría la llave del problema. Cuanto antes tuviera hora con él, mejor se sentiría.
– Debe haber algo que puedas compartir conmigo -insistió Roger, que todavía le apoyaba la mano en el hombro-. No puedes enterarte de algo tan preocupante sin que te asalten ciertos miedos.
– Supongo que tienes razón -admitió Laurie a regañadientes-. Para mí, lo peor son algunas de las medidas profilácticas que se aconsejan en estos casos; por ejemplo, la idea de perder mi fertilidad porque me extirpen los ovarios…
Se detuvo a media frase. El pensamiento que le había cruzado por la mente igual que un tornado era el equivalente de ser abofeteada. Le produjo una instantánea descarga de adrenalina que le aceleró el pulso y le produjo cosquilleos en la punta de los dedos. Por unos instantes incluso se sintió mareada y tuvo que sujetarse a la silla para no caer. Por suerte, el vahído pasó tan rápidamente como había llegado. Se dio cuenta de que Roger le hablaba, pero no podía oírlo; la idea que se le había ocurrido resonaba en su cabeza con un efecto parecido al estallido de un trueno. El viejo dicho «ten cuidado con lo que deseas porque puede hacerse realidad», refulgió en sus pensamientos.
Laurie se puso en pie obligando a Roger a hacer lo mismo puesto que seguía apoyándole la mano en el hombro. De repente le apeteció estar sola.
– Laurie, ¿qué te pasa? -preguntó Roger, que la sacudió por los hombros con ambas manos.
– Lo siento -contestó Laurie con un tono que denotaba más calma de la que en realidad sentía. Se quitó de encima las manos de Roger-. Tengo que marcharme.
– No puedo dejar que te vayas así. ¿Qué estabas pensando? ¿Estás deprimida?
– No. No estoy deprimida. Aún no. Debo marcharme, Roger. Te llamaré más tarde.
Laurie se dio la vuelta para salir, pero él la sujetó por el brazo.
– Tengo que asegurarme de que no te pasará nada por el camino.
Comprendiendo el significado de aquellas palabras, Laurie meneó la cabeza.
– Quédate tranquilo, no voy a hacerme nada. Únicamente necesito estar sola un rato -contestó soltándose de la presa de Roger.
– ¿Me llamarás?
– Sí, te llamaré -dijo abriendo la puerta.
– ¿Te veré esta noche?
Laurie vaciló en el umbral y se dio la vuelta.
– Esta noche no estaría a gusto, pero estaremos en contacto.
Salió del despacho de Roger, rodeó la mesa de la secretaria más cercana y caminó con paso firme por el pasillo, resistiendo la tentación de correr. Notaba los ojos de Roger en la espalda, pero no se volvió. Cruzó la puerta que separaba la zona administrativa del resto del hospital y se internó en la multitud. Nuevamente su anonimato la reconfortó. En lugar de salir corriendo del edificio, volvió a su asiento en el banco que había frente al mostrador de información y pasó los siguientes quince minutos pensando en las consecuencias de su preocupante ocurrencia.
11
Según los dictados del jefe del Departamento de Medicina Legal, Harold Bingham, la conferencia interdepartamental de los jueves por la tarde era de asistencia obligatoria. A pesar de que él mismo no siempre iba, aduciendo obligaciones administrativas, todos los que se hallaban bajo su mando en los cinco distritos municipales de Nueva York debían asistir. Era una norma que su segundo, Calvin Washington, se ocupaba de hacer cumplir a menos que hubiera alguna dispensa, para lo cual se requería una baja por enfermedad o algo equivalente. En consecuencia, todos los patólogos forenses de Brooklin, Queens y Staten Island se veían obligados a peregrinar hasta la oficina central para beneficiarse de la dudosa ampliación de conocimientos que brindaban las conferencias. Para los forenses destinados en Manhattan y el Bronx, el deber era más suave gracias a que todo lo que tenían que hacer era coger el ascensor para ir del cuarto piso a la planta baja.
A Laurie las conferencias le parecían hasta cierto punto entretenidas, especialmente la reunión previa. Era entonces cuando los forenses intercambiaban sus batallitas más interesantes o simplemente, las más raras de la semana. Ella rara vez participaba en aquellas charlas informales, pero disfrutaba escuchando. Por desgracia, aquel jueves su disfrute brillaba por su ausencia. Después de haberse enterado de que era portadora del marcador del BRCA-1 y tras aquella preocupante idea que tuvo en el despacho de Roger, se sentía aturdida, casi embotada, y desde luego no le apetecía lo más mínimo tener que tratar con nadie. Al entrar en la sala no se reunió con los demás alrededor del café y las rosquillas, sino que ocupó un asiento cerca de la puerta que daba al vestíbulo con la esperanza de poder escabullirse con todo disimulo en el momento oportuno.
La sala de conferencias era de tamaño medio, y su decoración ofrecía un aspecto gastado que hacía que pareciera mucho más vieja que los cuarenta y tantos años que tenía. A la izquierda, donde había una puerta que comunicaba directamente con el despacho de Bingham, se alzaba un arañado y sucio atril con su lámpara de lectura -que no funcionaba- y su largo micrófono -que sí lo hacía-. Alineados frente al estrado, había cuatro filas de asientos atornillados al suelo, igualmente gastados y dotados de una mesita plegable para escribir. Los asientos daban al lugar la apariencia de una pequeña sala de actos, y le permitían que cumpliera con su función primordiaclass="underline" que Bingham soltara sus sermones. En la parte de atrás había una mesa que en esos momentos reunía el refrigerio y alrededor de la cual se agrupaban los forenses de la ciudad, todos salvo los dos jefes responsables y Jack. Un sonido de voces y risas flotaba en el ambiente.