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– ¿O sea que usted no cree que Najah sea un tipo antisocial?

– No en el sentido enfermizo de la palabra. Pero, para serle sincera, no lo sé a ciencia cierta. Apenas he cruzado unas palabras con él.

– José se quejaba de que siempre está deambulando por el hospital. ¿Tiene usted idea de adónde va?

– Eso creo. Me parece que va ver todos los casos preoperatorios previstos para el día siguiente. ¿Y por qué lo digo?, porque al día siguiente siempre aparece con la lista de operaciones programadas para ese día.

Roger asintió mientras en silencio confirmaba su opinión sobre sus deficiencias como detective. Después de haber charlado con José Cabero, haberse enterado de algunos detalles del solitario Najah y del funcionamiento del turno de noche en general, seguía sin poder descartar a nadie como sospechoso. A pesar de todo, estaba decidido a seguir adelante.

– ¿Oyó usted lo que dijo José cuando le pregunté si sabía algo de las muertes inesperadas que se han producido las últimas semanas?

– Sí, lo oí -contestó Cindy con una risita y haciendo gesto de restarle importancia-. No sé qué le estaba pasando por la cabeza, porque está perfectamente enterado. Todos estamos enterados, especialmente en Anestesiología. La verdad es que no es nuestro tema favorito, pero hemos hablado del asunto más de una vez, especialmente desde que los casos han ido en aumento.

– Entonces, ¿por qué me ha dicho que no sabía nada?

– Ni idea. Quizá debería preguntárselo cuando vuelva. Los anestesistas nunca se entretienen mucho con un Código Rojo. Solo aparecen para asegurarse de que se entuba bien al paciente.

– Gracias por hablar conmigo -dijo Roger echando una última mirada a la sala-. Debo decir que nadie parece especialmente amigable.

– Es lo que le he dicho: todos tenemos nuestras manías. Pero si viniera por aquí con cierta regularidad, descubriría que la gente es más amigable de lo que parece.

Roger se despidió con un gesto de la mano y una franca sonrisa y fue en busca del ascensor. Su dedo estaba a punto de presionar el botón cuando se detuvo. Su visita no había sido especialmente fructífera. Al llegar tenía dos anestesistas como sospechosos principales, e iba a marcharse con los mismos nombres en el bolsillo.

Las alternativas resultaban sencillas: podía permanecer en la segunda planta y visitar Farmacia para intentar averiguar algo sobre Herman Epstein, que había sido transferido del turno de noche del St. Francis al turno de noche del Manhattan General; podía bajar al primer piso para visitar Seguridad o incluso a los sótanos para ver Mantenimiento, donde había otros dos transferidos similares. Sin embargo, algo le decía que, gracias a su total falta de experiencia como detective, no iba a conseguir averiguar nada relevante. Su breve charla con José le había demostrado que no sabía plantear las preguntas necesarias aparte de «¿Es usted el asesino múltiple que ha estado liquidando a los pacientes del turno de noche?». La idea de Laurie estaba bien en teoría; el problema era que había demasiados sospechosos potenciales. Además, todos los transferidos tenían acceso a las instalaciones del hospital en virtud de la naturaleza de su trabajo.

La idea de ir preguntando a la gente si era el asesino múltiple puso una sonrisa en el rostro de Roger. No requería un esfuerzo especial imaginar lo que supondría para su carrera y reputación ir por ahí haciendo ese tipo de preguntas. Suspiró y miró la hora. Eran más de las tres de la madrugada. A pesar de que el efecto de la cafeína se le estaba pasando, la sensación de estar «enganchado» persistía. Si volvía a su apartamento no tendría manera de pegar ojo.

Impulsivamente presionó el botón de la quinta planta, donde habían tenido lugar las últimas cuatro muertes y donde trabajaba la enfermera asesinada en el aparcamiento. También decidió pasar por el cuarto piso, donde estaban Ortopedia y Neurocirugía, y donde habían fallecido otros dos pacientes. Su razonamiento le decía que nunca había estado en el hospital durante el turno de noche, especialmente en las plantas de los pacientes, y que hacerse una idea del ambiente que allí se respiraba podría serle de ayuda.

A pesar de que lo había imaginado, el ambiente de noche en la quinta planta era totalmente distinto del de la mañana. En lugar del controlado frenesí, reinaba una engañosa e inesperada serenidad. Hasta la iluminación, una vez amortiguada su severa intensidad, resultaba distinta. Mientras caminaba desde el vestíbulo de los ascensores hasta el mostrador de las enfermeras, Roger no vio a nadie. Era como si estuvieran en pleno ejercicio de evacuación por incendio y todo el mundo hubiera salido del edificio.

Cuando llegó al centro de enfermería, echó un vistazo a la hilera de monitores que mostraban los ECG de los pacientes. Con la moderna tecnología inalámbrica, aquella telemetría estaba disponible en todas las plantas del centro. El problema, naturalmente, radicaba en que no había nadie controlándola.

Roger se asomó al largo pasillo en ambas direcciones. El suelo brillaba en la penumbra. En ese instante, Roger oyó el delator sonido de una silla al ser movida. Preguntándose de dónde había provenido, dio la vuelta al mostrador y se internó por un corto pasillo que conducía a una sala con un escritorio-mostrador con armarios por encima y por debajo y una nevera. Sentada ante la mesa, con los pies apoyados en ella y leyendo una revista, se encontraba una enfermera de aspecto cautivador. Sus facciones tenían un toque de exotismo asiático que a Roger le gustaba especialmente tras sus años en Oriente. Tenía los ojos apropiadamente oscuros, lo mismo que el cabello, y, bajo el uniforme, se adivinaba una esbelta figura.

– Buenas noches -dijo Roger antes de presentarse y fijándose en que la joven estaba leyendo una revista sobre armas de fuego, lo cual le pareció curiosamente inapropiado.

– ¿Qué ocurre? -preguntó la enfermera sin quitar los pies de la mesa.

Roger sonrió para sí. Recordaba una época no tan lejana, incluso en Norteamérica, en que las enfermeras solían mostrar un deferente respeto ante los médicos, casi hasta el punto de parecer intimidadas. Pero aquel no era uno de esos casos.

– Estoy comprobando cómo va todo -dijo Roger-. Tengo entendido que ayer por la mañana perdieron a su enfermera jefe en circunstancias trágicas. Lo lamento.

– No pasa nada. La verdad es que, como enfermera jefe, tampoco era tan buena.

– ¿De verdad? -inquirió Roger ante lo que le parecía una respuesta singularmente poco piadosa. Tanta franqueza con un desconocido no era lo habitual. Leyó el nombre de su placa de identificación: «Rakoczi», y recordó que figuraba en la lista de transferidos.

– No lo estoy engañando. Era una tía rara y no le caía bien casi nadie.

– Lamento oír eso, señorita Rakoczi -repuso Roger apoyándose sobre el mostrador y cruzando los brazos-. ¿Sabe si Clarice Hamilton ha nombrado ya a otra enfermera jefe para el turno de noche?

– Aún no. Por el momento, yo me he hecho cargo y he repartido los pacientes. Alguien tenía que hacerlo, y las demás estaban sentadas sin hacer nada, retorciéndose las manos. De todas maneras, todo va bien.

– Me alegro de saberlo -contestó Roger-. Señorita Rakoczi, me gustaría hacerle algunas preguntas.

– Llámeme Jazz. No contesto al tratamiento de «señorita Rakoczi».

– Supongo que estará usted enterada de las muertes de cuatro pacientes relativamente jóvenes y sanos que han fallecido a las pocas horas de ser operados durante las últimas cinco, seis o siete semanas, habiendo ocurrido la última la noche pasada.

– Pues claro, sería difícil no estar enterada.