– Supongo se llevaron la botella con el paciente -dijo Meryl-. Siempre dejamos la intravenosa puesta junto con el resto de tubos.
– Puede que sea una pregunta estúpida, pero es que llevo poco tiempo aquí: ¿adónde exactamente han llevado el cuerpo?
– Al depósito, o a lo que utilizamos como tal. Se trata del antiguo anfiteatro de autopsias del sótano.
– Gracias -dijo Roger.
– De nada.
Volvió a los ascensores, apretó el botón para bajar, pero entonces se fijó en el símbolo de la escalera y se le ocurrió de repente preguntar a Jasmine Rakoczi por qué subía tan a menudo a la planta de Obstetricia y qué había necesitado aquella noche. Dado que el ascensor tardaba en llegar, decidió utilizar la escalera. Mientras bajaba, se dio cuenta de que el efecto de la cafeína se le estaba empezando a pasar porque notó las piernas pesadas. Decidió que tendría una última charla con la enfermera, que después buscaría la botella de plasma y se marcharía a casa.
La quinta planta estaba tan silenciosa como antes, y Roger dio por hecho que todas las enfermeras estarían ocupándose de sus respectivos pacientes. Vio a algunas al pasar ante las habitaciones; pero, antes que molestarlas, prefirió esperar en el mostrador a que Rakoczi regresara. Para su sorpresa, la encontró en el mismo sitio y en la misma posición que antes, leyendo la misma revista.
– Pensaba que tenía usted pacientes de los que ocuparse -comentó. Sabía que se estaba mostrando rudamente provocativo con alguien de carácter inestable, pero no lo podía evitar. Saltaba a la vista que aquella mujer se estaba escaqueando.
– Y me he ocupado. Ahora me encargo de la zona de enfermeras. ¿Tiene algún problema con eso?
– Por suerte para ambos, no es asunto de mi incumbencia -contestó Roger-, pero sí tengo otra pregunta que hacerle. Siguiendo su consejo, he ido a Obstetricia y he hablado con Meryl Lanigan. Me ha contado que usted es una asidua visitante. De hecho, me ha revelado que esta noche ha estado usted allí. Me gustaría saber por qué.
– Porque así completo mi formación -repuso Jazz-. La obstetricia y la ginecología me interesan, pero con los marines no tuve ocasión de aprender demasiado por razones obvias. Por eso subo con frecuencia cuando tengo un descanso. Ahora que he aprendido un poco, estoy pensando en solicitar un traslado cuando haya plaza.
– Así que esta noche subió también para completar sus conocimientos, ¿no?
– ¿Le resulta tan difícil de creer? En lugar de bajar a la cafetería con el resto de personal de planta durante mi hora de comer para hablar de nimiedades me voy a Obstetricia a aprender cosas que no sé. Es lo de siempre, cuando una hace un esfuerzo por mejorar lo único que consigue es que le echen la bronca.
– No quisiera agravar sus pesares -dijo Roger esforzándose por suprimir el sarcasmo de su tono de voz-, pero me parece que hay cierta discrepancia: la enfermera Lanigan me ha dicho que, cuando se encaró con usted antes, usted le dijo que necesitaba no sé qué suministros.
– ¿Le dijo eso? -preguntó Jazz con burlona risa-. Bueno, en cierto sentido tiene razón. Necesitaba unos conductos de empalme, y eso gracias a que la central de abastecimiento no nos abastece; pero eso no es más que una simple observación sin importancia. Lo que realmente estaba haciendo allí era empaparme de información de las anotaciones de las enfermeras. Lo más probable es que Lanigan no quiera admitirlo porque cree que quiero quitarle el puesto.
– Yo no diría eso -contestó Roger-, pero no soy nadie para saberlo. Gracias por su tiempo, señorita Rakoczi. Seguiremos en contacto por si se me ocurren más cosas que preguntarle.
Roger salió de la salita y rodeó el mostrador. En esos momentos se sentía verdaderamente fatigado. El efecto de la cafeína se le había pasado por completo. Un momento antes había considerado la posibilidad de volver al ala de operaciones para intentar localizar a Najah porque, lo mismo que a Rakoczi, deseaba preguntarle qué había ido a hacer a la planta de Obstetricia y Ginecología. Sin embargo, en ese instante ya no estaba tan seguro y se sentía agotado. Eran las cuatro de la madrugada.
Decidió que lo primero que haría al día siguiente sería llamar a Rosalyn y pedirle el expediente de Jasmine Rakoczi en el St. Francis. Ya no le importaban las consecuencias. Se preguntaba si la carencia de enfermeras había sido la razón de que la contrataran. En su opinión había muy pocas posibilidades de que ella fuera una asesina múltiple, porque eso habría sido demasiado fácil. Sin embargo, el hecho de que estuviera contratada como enfermera con el carácter que tenía le parecía totalmente inadecuado y tenía intención de tomar cartas en el asunto.
Roger apretó el botón del ascensor para bajar y lanzó una última mirada al mostrador de enfermeras. Fue solo durante una fracción de segundo, pero tuvo la impresión de que Jazz lo espiaba por la puerta de la sala. No estaba seguro, y con lo fatigado que se encontraba, pensó que podría haber sido cosa de su imaginación. Aquella mujer lo incomodaba, y la idea de estar a su cuidado le desagradaba profundamente.
El ascensor llegó, y él subió. Justo antes de que se cerraran las puertas, volvió a mirar hacia la puerta de la sala de enfermeras. Por segunda vez no supo si sus ojos o cerebro lo engañaban, pero creyó verla de nuevo.
Bajó hasta el sótano, donde nunca había estado antes. A diferencia del resto del hospital, su aspecto era totalmente utilitario. Las paredes eran de desnudo cemento, y una multitud de tuberías y conductos -algunos aislados y otros no- corría por el techo. Los elementos de iluminación eran simples bombillas protegidas por una rejilla metálica. Más allá de los ascensores, en un sencillo y desconchado cartel pintado directamente en el cemento se leía: «Anfiteatro de autopsias» acompañado de una gran flecha roja indicadora.
El camino era laberíntico; pero, siguiendo las flechas, Roger llegó finalmente a una doble puerta revestida de cuero y con unos ventanucos ovalados a la altura de los ojos. Los vidrios estaban cubiertos de una película grasienta. A pesar de que Roger vio que dentro brillaba una luz, no pudo distinguir más detalles. Abrió la puerta con el antiguo tirador de latón.
El interior era un anfiteatro semicircular muy pasado de moda con filas de pequeños asientos que ascendían en la oscuridad. Roger calculó que lo habían construido hacía más de un siglo, cuando Anatomía y Patología eran las piedras angulares de la formación del médico. Se veía mucha madera vieja oscurecida por sucesivas capas de barniz, y la única claridad provenía de una gran lámpara de techo apantallada que colgaba de un largo cable. La luz caía justo encima de una antigua mesa metálica para autopsias que ocupaba el centro del escenario. Contra la negra pared había un aparador de hierro y cristal con una colección de instrumentos de acero inoxidable. Roger se preguntó cuándo los habrían utilizado por última vez. Muy pocas autopsias se hacían ya fuera del Departamento de Medicina Legal, y menos aún en los grandes centros dirigidos por las empresas de sanidad, como el Manhattan General.
Junto con la mesa de autopsias, en el escenario había varias camillas del hospital que a todas luces contenían cuerpos. Roger se acercó sin saber cuál de ellas sería la de Patricia Pruit. Mientras se aproximaba al primer cuerpo, se preguntó, como ya había hecho muchas veces, por qué Laurie había escogido dedicarse a la patología forense; le parecía que iba en contra de su alegre personalidad. Al final se encogió de hombros y levantó el extremo de una sábana.
No pudo contener una mueca. Estaba contemplando los restos de un individuo que había sufrido algún tipo de accidente. La cabeza del infeliz estaba terriblemente distorsionada y aplastada, hasta el punto de que se veía entero uno de los globos oculares. Roger dejó la sábana como estaba. Ya en la universidad no le había gustado la patología, especialmente la forense; y lo que acababa de ver se lo había recordado con especial brutalidad.