– No estoy de humor para adivinanzas, Laurie. Limítese a decirme lo que tenga que decir.
– De acuerdo. Estoy segura en un noventa y cinco por ciento de que el jefe de personal médico del Manhattan General, Roger Rousseau, un amigo con quien he compartido mis dudas sobre esa serie de extrañas muertes, yace en estos momentos en mi mesa esperando a que le haga la autopsia. Anoche le pegaron dos tiros en el hospital, y esta mañana lo han encontrado en uno de los refrigeradores de Anatomía.
Durante un momento, Calvin no dijo una palabra, y Laurie habría pensado que la comunicación se había cortado de no ser porque oía su pesada respiración.
– ¿Y cómo es que no está segura en un cien por cien? -preguntó al fin el subdirector.
– Porque el cuerpo no tiene ni manos ni cabeza. Quien sea que lo haya hecho, no quería que lo identificaran.
– Así que ingresó como anónimo.
– Eso es.
– ¿Y cómo es que ha conseguido identificarlo con un noventa y cinco por ciento de seguridad?
– Porque le he visto un pequeño e inconfundible tatuaje.
– Supongo que puede decirse que esa persona era algo más que un simple amigo.
– Era un amigo -insistió Laurie-. Un buen amigo.
– De acuerdo -dijo Calvin cambiando de tema-. Conociéndola como la conozco, supongo que cree que este suceso viene a respaldar su tesis del asesino múltiple.
– Sin duda. Ayer mismo le hablé de las víctimas de Queens y le propuse que investigase a los empleados que habían sido trasladados del St. Francis al General. Por la noche me dejó un mensaje en el contestador diciendo que había conseguido los nombres de unos cuantos sospechosos en potencia y que iba a intentar hablar con ellos.
– ¿La policía interviene directamente?
– Desde luego. El detective Lou Soldano se encuentra aquí mismo ahora, hablando con su gente del hospital.
– Me parece que no sería apropiado que usted se encargara de esa autopsia.
– Nunca se me ha pasado por la cabeza. Jack está a punto de llegar.
– Jack no está de guardia suplente.
– Lo sé, pero pensé que no solo sería bueno que hiciera la autopsia, sino también que viniera a apoyarme emocionalmente.
– De acuerdo. Me parece bien -convino Calvin-. ¿Está segura de que quiere quedarse? Puedo llamar a alguien para que la sustituya el fin de semana. Me imagino que habrá sido un buen susto.
– Lo ha sido, pero prefiero quedarme.
– Usted decide, Laurie. No voy a forzarla. Al mismo tiempo, debo ser claro en cuanto a la posición del departamento respecto a su serie. Como ya le dije en su momento, lo nuestro no son las especulaciones. No tenemos pruebas de que las muertes de esos pacientes fueran homicidios. ¿Estamos en el mismo lado, Laurie? Quiero estar seguro porque no deseo que hable con la prensa. Hay demasiado en juego.
– Esta mañana nos ha llegado otro caso para mi serie -dijo Laurie-. Una mujer sana de treinta y siete años. Con ella ya son ocho solo en el Manhattan General.
– Las cifras no van a hacerme cambiar, Laurie; y no deberían hacerla cambiar a usted. Lo que sí me haría cambiar sería que John apareciera con algo de Toxicología. El lunes intentaré presionarlo un poco, a ver si redobla sus esfuerzos.
Y servirá de mucho, claro, pensó con desánimo Laurie, sabedora de los esfuerzos hechos.
– ¿Qué más ha pasado? -preguntó Calvin-. Me ha dado a entender que había algo más.
– Y lo hay -admitió Laurie-. No lo habría molestado con eso; pero, ya que hablo con usted, será mejor que le informe. -Laurie le explicó la historia de los dos muchachos. Al acabar mencionó a los reporteros del vestíbulo y añadió-: Me gustaría tener su permiso para informarles de mis averiguaciones en ese asunto. Me parece que va en beneficio del público que esa información se difunda para que no haya más chavales a los que se les ocurra la idea de orinar en las vías.
– ¿La prensa se ha enterado del caso del cuerpo sin cabeza?
– Por desgracia sí.
– Si habla con ellos, ¿será capaz de morderse la lengua y evitar mencionar ese cuerpo descabezado y su serie? Sin duda le preguntarán.
– Creo que sí.
– O sí o no, Laurie.
– ¡De acuerdo! ¡Sí! -exclamó, impaciente.
– No se ponga chula conmigo, Laurie, o no le daré permiso para que hable con la prensa.
– ¡Lo siento! Estoy un poco estresada.
– Puede hablar con la prensa sobre el incidente del tren con la condición de que haga hincapié en que sus averiguaciones son preliminares y que están pendientes de confirmación. Quiero que diga eso concretamente.
– Sí, conforme -contestó Laurie, repentinamente deseosa de colgar. Estaba cansada de hablar con Calvin porque le recordaba el lado político de la profesión de forense.
Dejó el teléfono, se volvió para mirar a Lou, que también había terminado sus llamadas, e hizo una mueca ante la súbita punzada de dolor que le atravesó la parte baja del abdomen. Por suerte, estaba lejos de ser como la que había sufrido la noche anterior en el taxi; pero, no obstante, llamó su atención.
– Jack está en camino -dijo, cambiando de postura para aliviar el dolor. Lo consiguió hasta cierto punto, pero no del todo-. Él se ocupará de la autopsia de ese cuerpo sin cabeza.
Lou asintió.
– Lo he oído. Me parece bien porque no creo que debas hacerla tú. También he oído tu plan de ir a hablar con los tíos de abajo. Si quieres, puedo echarte una mano ocupándome yo del asunto del cadáver sin cabeza, así tú podrás limitarte al accidente del tren. De esa manera te ahorrarás problemas con Calvin.
– Me parece un buen plan -dijo Laurie. Se levantó y el dolor disminuyó.
– Además, tengo que decirte que he averiguado algo muy interesante. El tal doctor Najah tiene antecedentes. Fue detenido hace cuatro años intentando subir a un avión para Florida con una pistola en su maletín. Naturalmente, dijo que se había tratado de un accidente y que se la había dejado allí por error. De todas maneras, tenía permiso de armas.
– ¿Era una nueve milímetros?
– Lo era.
– Interesante.
Laurie apoyó la mano en la cadera para poder masajearse disimuladamente el abdomen. Al igual que por la mañana, la maniobra dio resultado al instante.
– Y hay algo más -dijo Lou-: antes de convertirse en anestesista, había sido cirujano.
– Vaya, vaya… -comentó Laurie recordando los limpios cortes del cuerpo donde las manos y la cabeza habían sido seccionados.
– Lo vamos a arrestar y a ponerlo en manos de nuestros mejores interrogadores. También vamos a pedir una orden de registro para ver si encontramos esa nueve milímetros que quería llevarse a Florida.
– Me parece una idea estupenda -convino Laurie.
18
Para sorpresa de Laurie, Jack llegó poco después de que ella y Lou bajaran a enfrentarse con la prensa. Había supuesto que él cogería un taxi, pero la corrigió y le explicó que, a aquella hora de la mañana, su bicicleta era el único vehículo adecuado cuando se trataba de cruzar la ciudad y el tiempo apremiaba.
Para Laurie y Lou, tratar con los periodistas resultó agotador desde el principio. Incluso les fue difícil hacerlos callar de lo alterados que estaban. Las posibilidades que ofrecía la historia de un cuerpo anónimo, sin cabeza ni manos, hallado en el refrigerador de un importante hospital, eran aún mejores que la de dos adolescentes arrollados por un tren. Con su imaginación característica, ya habían trazado un escenario adecuado.
Laurie se dirigió a los periodistas en primer lugar. La idea de que los chicos se habían electrocutado al orinar sobre la vía provocó cierta incredulidad, pero no despertó un desmedido interés. El grupo se mostró mucho más atento y alborotado cuando Lou les habló -aunque sin revelarles nada importante- del cuerpo sin identificar.