– ¿Dispones de un minuto para que charlemos?
– ¿De un minuto? ¿Qué tienes en la cabeza?
Laurie le contó que necesitaba hacerse las pruebas para el BRCA-1 por motivos que le contaría más tarde. También le dijo que había cambiado a AmeriCare pero que no había tenido tiempo de buscar un médico de cabecera.
– No hay problema. Ven cuando quieras. Puedo hacerte un volante y mandarte al laboratorio.
– ¿Qué tal hoy?
– ¿Hoy? Perfecto. Ven para acá. ¿Has almorzado?
– Todavía no. -Laurie sonrió: iban a ser tres pájaros de un tiro.
– Bueno, pues mueve tu trasero hasta aquí. La comida de la cafetería no es para echar cohetes, pero la compañía será agradable.
Laurie colgó y cogió su abrigo de detrás de la puerta.
– Creo que haces bien haciéndote las pruebas -le dijo Riva.
– Gracias -contestó Laurie mirando su escritorio para asegurarse de que no se olvidaba nada.
– Espero que no te hayas molestado conmigo -comentó su amiga.
– Claro que no -dijo Laurie poniéndole amistosamente la mano en el hombro-. Ya te he dicho que estoy sensible estos días y que todo me afecta más de lo que debería. Sea como sea, tú no eres mi secretaria, pero te agradecería si pudieras cogerme los mensajes, en especial si son de Peter o Maureen. Te lo compensaré.
– No seas tonta. No tengo inconveniente en responder a tu teléfono. ¿Volverás por la tarde?
– Desde luego. Va a ser un almuerzo rápido y un simple análisis de sangre, aunque de paso puede que vaya a saludar a mi madre. De todos modos, me llevo el móvil por si me quieres llamar.
Riva se despidió con un gesto de la mano y siguió trabajando.
Laurie salió por la puerta que daba a First Avenue. El aire era gélido. La temperatura había ido bajando a medida que avanzaba el día, de modo que hacía más frío que cuando había salido a trabajar por la mañana. Se subió la cremallera hasta la barbilla mientras descendía los peldaños y tiritó ligeramente mientras esperaba en la acera a que pasara un taxi.
El trayecto hasta el Manhattan General fue un poco más largo que el del día anterior hasta el University Hospital. Ambas instituciones se encontraban en el Upper East Side y a una distancia similar de su trabajo, pero el General estaba situado un poco más al oeste y se extendía a lo largo de Central Park. Ocupaba más de una manzana entera y contaba con varias pasarelas para peatones que se extendían sobre las calles circundantes para conectar con los edificios exteriores. El complejo había sido construido a trancas y barrancas a lo largo de todo un siglo, de manera que las distintas alas tenían cada una un estilo arquitectónico propio. La más reciente y con la silueta más actual, bautizada con el nombre de su promotor, Samuel B. Goldblatt, estaba adosada a la parte de atrás de la estructura principal y sobresalía en ángulos rectos. Se trataba del ala VIP, la equivalente del ala del University Hospital donde estaba su madre.
Laurie conocía el camino por haber estado en el Manhattan General varias veces, incluidas sus visitas a Sue, lo cual era una ayuda puesto que siempre estaba abarrotado. Se dirigió directamente al edificio Kaufmann, de pacientes externos. Una vez dentro, caminó hasta el Departamento de Medicina Interna y preguntó por su amiga en el mostrador de información. Cuando se identificó, la secretaria le entregó un sobre. Dentro había un volante para una exploración del marcador del BRCA-1, así como una nota de Sue. La nota le indicaba en qué lugar del primer piso del edificio principal se hallaba el laboratorio de genética; también tenía instrucciones para que Laurie pasara antes por Admisiones. Como nuevo miembro de AmeriCare, debía dotarse de su tarjeta del hospital. Las últimas indicaciones de la nota le decían que debía ir directamente a la cafetería cuando hubiera acabado y que Sue se reuniría con ella allí.
Conseguir la tarjeta del hospital le llevó más tiempo que hacerse el análisis de sangre, pues tuvo que entrevistarse con uno de los representantes del servicio a clientes. Aun así, solo tardó un cuarto de hora y pronto estuvo de camino al laboratorio del primer piso. Las instrucciones de Sue eran precisas y Laurie encontró sin dificultad el laboratorio de diagnósticos genéticos. Dentro reinaba una tranquilidad que contrastaba con el resto del hospital. Una suave música clásica salía de los altavoces de las paredes, y una serie de reproducciones de Los lirios de Monet del Museo de Arte Moderno adornaba las paredes. No había ningún paciente en la sala de espera cuando Laurie entregó el volante a la recepcionista. Saltaba a la vista que las pruebas genéticas entendidas como algo cotidiano todavía estaban en sus inicios, pero Laurie sabía que la situación no tardaría en cambiar; y con ella, la medicina en general.
Sentada en la zona de espera, se vio nuevamente obligada a enfrentarse a la realidad de lo que podía estar albergando en lo más profundo de su ser. Pensar que podía ser portadora del instrumento de su muerte en forma de gen mutado resultaba una inquietante revelación. Se trataba de una especie de suicidio inconsciente o de un mecanismo de autodestrucción incorporado, y esa era la razón de que hubiera evitado deliberadamente pensar en él. ¿Daría positivo o negativo? No lo sabía, y hallarse en el hospital hacía que se sintiera como si estuviera en las apuestas, algo que la incomodaba. De no haberle insistido Jack, probablemente habría aplazado indefinidamente los análisis; pero puesto que estaba allí, se haría las pruebas y después se olvidaría de ellas. Ese era un rasgo que compartía con su madre.
Tras la extracción de sangre, que resultó ser un procedimiento engañosamente sencillo, Laurie regresó a la planta baja y esperó en la cola del mostrador de información porque no tenía ni idea de dónde se encontraba la cafetería. Cuando le llegó el turno, una voluntaria de bata rosa le preguntó si quería la cafetería principal o la de personal. Por un instante dubitativa, Laurie contestó que la de personal, y le indicaron el camino.
Las indicaciones eran complicadas, pero la última indicación de la voluntaria -que siguiera la línea púrpura del suelo- le facilitó las cosas. Cinco minutos después, Laurie entraba en la cafetería de personal. Dado que pasaban de las doce, el local estaba abarrotado. Laurie no imaginaba que el personal del Manhattan General pudiera ser tan numeroso, especialmente si tenía en cuenta que toda aquella gente solo representaba una parte de uno de los tres turnos.
Laurie buscó entre los rostros de los que estaban sentados y de los que hacían cola ante la comida. El eco del parloteo le recordó el ruido de los santuarios de aves en las noches de verano. Entre semejante multitud, Laurie no pudo evitar sentirse pesimista ante la posibilidad de encontrar a Sue. La situación era igual que intentar dar con un amigo en Times Square en plena Nochevieja.
Justo cuando se disponía a volver al mostrador para pedir que llamaran a Sue, una mano le dio un toquecito en el hombro. Para su alegría, se trataba de su amiga, que la envolvió en un fuerte abrazo. Sue era una mujer negra, atlética y corpulenta, que había destacado jugando al fútbol y al softball en la universidad. Laurie se sintió empequeñecida en el achuchón. Sue tenía su atractivo aspecto de costumbre. A diferencia de muchos de sus colegas, iba vestida con un elegante conjunto de seda sobre el que se había puesto una inmaculada bata blanca. Al igual que a Laurie, le gustaba cuidar su lado femenino con su forma de vestir.
– Espero que no te hayas traído también el apetito -bromeó Sue señalando la cola ante el mostrador de la comida-. No me hagas caso. Bromas aparte, la comida no es tan mala.
Mientras pasaban ante los platos del bufet y escogían el almuerzo conversaron superficialmente acerca de sus distintos papeles profesionales; y, al llegar a la caja, Laurie le preguntó sobre sus dos hijos. Sue se había casado después de haber concluido las prácticas y tenía un chico de quince años y una niña de doce. Laurie no podía evitar sentir cierta envidia.