Laurie siguió a Roger mientras él se abría paso hacia la entrada de la cafetería que estaba aún más llena que antes. Él se detuvo más allá de la muchedumbre y esperó a que llegara Laurie.
– Está un piso más arriba. Normalmente yo subo por la escalera, ¿te importa?
– Cielos, no -exclamó Laurie, sorprendida de que se lo hubiera preguntado siquiera-. Sue me dijo que estuviste con Médicos sin Fronteras -añadió ella mientras subían.
– Pues sí. Durante casi veinte años -contestó Roger.
– Estoy impresionada -comentó Laurie, sabedora de la humanitaria labor que desarrolla esa organización y que le había reportado un premio Nobel. Por el rabillo del ojo se fijó en que Roger subía los peldaños de dos en dos-. ¿Por qué lo hiciste?
– Cuando a mediados de los ochenta acabé mis prácticas en enfermedades infecciosas, me apetecieron aventuras. Además, también era un idealista de izquierdas con ansias de cambiar el mundo, así que me pareció que encajaría.
– ¿En la aventura?
– Desde luego, pero también como entrenamiento en dirigir hospitales. Sin embargo, me llevé mi parte de desengaño. La necesidad que tiene el mundo de hasta los servicios médicos más básicos resulta apabullante. De todas maneras, no permitas que me lance.
– ¿Dónde te destinaron?
– Primero al Pacífico Sur; luego, a Asia y por fin a África. Me aseguré de hacer todo el recorrido.
Laurie se acordó del viaje que había hecho con Jack a África Occidental e intentó imaginar lo que podía significar trabajar allí. Antes de que pudiera mencionar su experiencia, Roger corrió a abrirle la puerta de la escalera.
– ¿Y qué te hizo dejarlo? -le preguntó mientras iban por el atestado pasillo principal camino de la zona de Administración. Teniendo en cuenta que Roger era una incorporación reciente a la plantilla, le sorprendió la cantidad de gente que lo saludaba al pasar.
– En parte, la desilusión de no ser capaz de cambiar el mundo, y en parte también la necesidad de volver a casa para formar un hogar. Siempre me he visto como un hombre de familia, pero eso no era posible en el Chad o en Mongolia Exterior.
– Eso es romántico -dijo Laurie-. Así se podría decir que el amor te hizo volver de las estepas africanas.
– No del todo -contestó Roger abriendo la puerta que daba a la enmoquetada y tranquila zona administrativa-. No había nadie esperándome aquí. Soy como un ave migratoria que regresa al nido donde empezó siendo un polluelo, con la esperanza de encontrar compañera. -Rió mientras saludaba a las secretarias que no habían salido a comer.
– ¿Entonces eres de Nueva York?
– De Queens, para ser exacto.
– ¿A qué escuela de medicina fuiste?
– Al Columbia College de Médicos y Cirujanos.
– ¿En serio? ¡Qué coincidencia! ¡Yo también! ¿En qué años te graduaste?
– En el ochenta y uno.
– Yo, en el ochenta y seis. ¿No tuviste por casualidad a un tal Jack Stapleton en tu clase?
– Pues sí. Era uno de los mejores jugadores de baloncesto de Bard Hall. ¿Lo conoces?
– Sí -contestó Laurie sin añadir más. Se sentía extrañamente incómoda, como si estuviera siendo infiel a su relación con Jack con solo mencionar su nombre-. Es colega mío en el Departamento de Medicina Legal -añadió tímidamente.
Entraron en el despacho de Roger que, tal como él había dicho, era modesto. Se hallaba situado en la zona interior del ala de Administración y en consecuencia carecía de ventanas. En compensación, las paredes estaban cubiertas de fotografías de distintos lugares del mundo donde Roger había trabajado. Había unas cuantas en las que aparecía él rodeado de pacientes o de dignatarios locales. Laurie no pudo evitar fijarse en que Roger sonreía en todas ellas como si cada foto celebrara un acontecimiento. Resultaba especialmente notable teniendo en cuenta que los demás aparecían serios y hasta ceñudos.
– Por favor, siéntate -le sugirió Roger acercando un asiento al escritorio. Tras cerrar la puerta, se sentó a su mesa, y se recostó en su silla cruzando los brazos-. Bueno, ahora dime qué te ronda por la cabeza.
De nuevo, Laurie hizo hincapié en la necesidad de que su nombre quedara fuera de la situación y Roger le aseguró que no tenía nada que temer. Razonablemente confiada, le explicó la historia igual que había hecho con Sue, pero esa vez utilizó el término «asesino múltiple». Cuando hubo terminado, se acercó y le dejó delante una tarjeta con los cuatro nombres.
Durante el relato de Laurie, Roger se había mantenido en silencio, observándola con creciente interés.
– Apenas puedo dar crédito a lo que me estás contando -le dijo finalmente-, y te agradezco enormemente que te hayas tomado la molestia.
– Mi conciencia me decía que alguien más necesitaba saberlo -añadió Laurie-. Puede que cuando consiga copias de los historiales clínicos o si Toxicología encuentra algo tenga que tragarme mis palabras. No me importaría, y nadie estaría más contento que yo. Pero hasta ese momento seguiré creyendo que ocurre algo raro.
– La razón de que esté tan sorprendido y te lo agradezca tanto es porque aquí me han echado una reprimenda igual que a ti y por las mismas razones. He presentado esos mismos cuatro casos ante el Comité de Mortalidad. La verdad es que la última vez ha sido esta misma mañana, con el caso de Darlene Morgan. Y cada vez me he topado con una negativa e incluso con malos modos, especialmente del presidente en persona. Como es lógico, no tenía el beneficio de los resultados de las autopsias porque todavía no nos han llegado.
– Ninguno de los casos tiene el sello definitivo -explicó Laurie.
– Sea como fuere -dijo Roger-, esos casos me han preocupado desde que se produjo el primero, el del señor Moskowitz. Sin embargo, el presidente nos ha impuesto la mordaza en este asunto para que no hablemos de él y aún menos filtremos algo a la prensa que pueda poner en duda la eficacia de nuestros métodos de reanimación cardiovascular. Los médicos que los atendieron no consiguieron despertar el más mínimo latido.
– ¿Ha habido algún tipo de investigación?
– Nada, lo cual ha ido en contra de mis más denodadas recomendaciones. Me refiero a que yo mismo me he interesado hasta cierto punto, pero tengo las manos atadas. El problema es que nuestro índice de mortalidad es muy bajo, inferior al dos coma dos por ciento. El presidente nos ordenó que empezáramos a preocuparnos si superaba el tres por ciento, que es el nivel habitual. El resto del comité estuvo de acuerdo, especialmente el encargado del control de calidad, el controlador de riesgos y el maldito abogado. Están todos convencidos sin asomo de duda de que esas muertes no son más que simples e inevitables resultados del arriesgado entorno de los cuidados postoperatorios; en otras palabras, que entran dentro de las estadísticas. Pero yo no lo creo. Para mí, están escondiendo la cabeza bajo el ala.
– ¿Encontraste algo cuando investigaste?
– No. Los pacientes estaban en diferentes pisos, con diferente personal y médicos distintos. De todas maneras, no me rindo.
– ¡Bien! -afirmó Laurie-. Me alegro de que estés sobre el tema y de haber tenido la oportunidad de tranquilizar mi conciencia. -Se levantó, pero en el mismo segundo lamentó haberlo hecho ya que no podía volver a sentarse sin ponerse en una situación incómoda. El problema era Jack. En realidad, últimamente parecía que el problema era siempre Jack. Laurie había disfrutado hablando con Roger, pero esa sensación la hacía sentirse mal-. Bueno, gracias por haberme escuchado -añadió tendiéndole la mano en un intento de recobrar un mínimo control de la situación-. Ha sido agradable conocerte. Como te he dicho, voy a conseguir los historiales, y nuestro mejor especialista en toxicología está trabajando en el caso. Te lo haré saber en caso de que surja algo.
– Te lo agradeceré -contestó Roger estrechándole la mano y reteniéndola-. ¿Puedo hacerte yo ahora algunas preguntas?