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– Claro -repuso Laurie.

– ¿Te importaría volver a sentarte? -dijo él soltándole la mano e indicándole la silla que ella acababa de dejar vacante-. Preferiría que te sentaras para que de ese modo no tenga que preocuparme de que salgas huyendo por la puerta.

Confundida por las últimas palabras de Roger y por la razón que podría llevarla a huir, Laurie se sentó de nuevo.

– Debo confesar que tengo otros motivos que me llevan a ser más hablador de lo normal a la hora de responder a preguntas de tipo personal. Si me lo permites, me gustaría hacerte algunas preguntas personales ya que Sue ha insistido en que estás sin pareja y no sales con nadie. ¿Es cierto?

Laurie notó que le sudaban las manos. ¿Realmente no tenía pareja? El hecho de que se lo preguntara un hombre atractivo e interesante y que esperaba una contestación le aceleró el pulso. No supo qué decir.

Roger se acercó e inclinó la cabeza para mirar a Laurie a los ojos porque ella había bajado la vista como respuesta a la confusión que la embargaba.

– Te pido perdón si te he incomodado -se disculpó Roger.

Laurie se irguió, respiró hondo y sonrió tímidamente.

– No me has incomodado -mintió-. Es que no esperaba esa clase de preguntas, especialmente durante esta especie de misión mía, profesionalmente suicida, en el Manhattan General.

– Entonces, sería agradable que me contestaras.

Laurie volvió a sonreír, aunque principalmente fue para sí misma. De nuevo volvía a actuar como una adolescente.

– Estoy sin pareja y prácticamente no salgo con nadie.

– Ese «prácticamente» resulta interesante como adverbio, pero lo aceptaré viniendo de ti porque todos tendemos a complicarnos la vida. ¿Vives en la ciudad?

Por la mente de Laurie cruzó una imagen de su diminuto piso con su mugrienta entrada.

– Sí, tengo un piso pequeño en el centro. -Luego, para que pareciera mejor de lo que en realidad era, añadió-: No está lejos de Gramercy Park.

– Suena bien.

– ¿Y tú?

– Solo hace tres meses que estoy aquí, así que no estaba seguro de cuál era el mejor sitio de la ciudad para vivir. Al final alquilé un apartamento en el Upper East Side, en la calle Setenta, para ser exactos. Me gusta. Está cerca del nuevo gimnasio de Sports L.A., del museo y del Lincoln Center; además, tengo el parque a un tiro de piedra.

– Al parecer está bien -comentó Laurie. Ella y Jack frecuentaban desde hacía tiempo los restaurantes de aquella zona.

– Mi siguiente pregunta es si te gustaría cenar conmigo esta noche.

Laurie sonrió para sus adentros al recordar el aforismo que decía: «Ten cuidado con tus deseos porque puede que se hagan realidad». Durante su última época con Jack se había dado cuenta progresivamente de lo mucho que apreciaba en la otra persona la capacidad de decidirse, rasgo del que Jack carecía. Roger, por su parte, parecía todo lo contrario. Incluso durante ese breve encuentro, Laurie se había dado cuenta de que su personalidad se definía con ese término.

– No tiene por qué ser una salida hasta tarde -añadió Roger cuando Laurie vaciló-. Podemos ir a cualquier restaurante que elijas cerca de tu casa.

– ¿Y qué te parecería el fin de semana? Estoy libre.

– Eso podrías considerarlo un premio añadido si esta noche te lo pasas bien -dijo Roger con entusiasmo interpretando favorablemente la respuesta de Laurie-, pero me gustaría insistir en lo de esta noche, suponiendo, claro, que no tengas otros planes. Eso te pone las cosas fáciles porque siempre puedes decir que estás ocupada, aunque espero que no. Tengo que reconocer que todavía no me he tropezado con ninguna mujer verdaderamente interesante en esta ciudad y que tengo las antenas totalmente extendidas.

Laurie se sentía halagada por la insistencia de Roger, especialmente si la comparaba con la falta de decisión de Jack. Por otra parte, habiéndoselo presentado Sue, no veía razones para no aceptar. Si estaba buscando algo que la distrajera, aquello era lo mejor.

– De acuerdo -contestó-. Tenemos una cita.

– ¡Estupendo! ¿Dónde prefieres? ¿O quieres que elija yo?

– ¿Qué tal un restaurante del Soho llamado Fiamma? -propuso Laurie. Deseaba mantenerse alejada de los lugares que frecuentaba con Jack por mucho que sus posibilidades de tropezarse con él fueran mínimas-. Yo me ocuparé de llamar y reservaré para las siete.

– Me parece bien. ¿Quieres que te pase a recoger por tu piso?

– Mejor nos encontramos en el restaurante -dijo Laurie tras ver una rápida imagen de los ojos inyectados de sangre de la señorita Engler asomando por la puerta entreabierta. No quería someter a Roger a semejante prueba. Al menos en esos momentos.

Quince minutos más tarde, Laurie salía del Manhattan General con paso decididamente alegre. Se sentía a la vez sorprendida y emocionada por lo que se le antojaba un capricho adolescente. Era la clase de cosquilleo que no había experimentado desde la época del instituto. Sabía por experiencia que esos sentimientos eran prematuros y que seguramente no pasarían la prueba del tiempo; pero no le importaba. Estaba dispuesta a disfrutar de la euforia mientras durase. Se lo merecía.

De pie en la acera, miró el reloj. Sin tiempo que perder y con el University Hospital a la vuelta de la esquina, decidió pasar para hacer una rápida visita a su madre antes de regresar al trabajo.

8

Cinco semanas más tarde

Jasmine Rakoczi estaba segura de que había como mínimo dos francotiradores apostados en la azotea del destrozado edificio de su derecha. Justo delante de ella, se abría un espacio que conducía a otra construcción de mayor altura. Su plan era sencillo: cruzar a toda prisa la explanada, meterse en el edificio y dirigirse al tejado. Desde allí podría dar buena cuenta de los francotiradores y adentrarse en la devastada ciudad para cumplir su misión.

Frotándose las manos de expectación ante su inminente carrera por el terreno despejado, se preparó lo mejor que pudo. El corazón le latía aceleradamente y su respiración era rápida y superficial; pero, echando mano de su entrenamiento militar, se tranquilizó, respiró hondo y finalmente se lanzó.

Por desgracia, las cosas no le salieron como había planeado. A medio camino de la explanada, y justo cuando se encontraba totalmente al descubierto, algo atrajo la atención de su mirada periférica y la hizo vacilar. El resultado fue el previsible: los disparos la alcanzaron; o habiendo sido alcanzada, sin duda no iban a ascenderla.

Mascullando algunas imprecaciones escogidas de entre las que había aprendido con los marines, apartó las manos del teclado y se frotó vigorosamente el rostro. Llevaba varias horas concentrada jugando como recluta del Ejército Rojo en la batalla de Stalingrado del videojuego Call of Duty. Hasta ese momento lo había estado haciendo estupendamente, pero su fracaso significaba que tenía que empezar de nuevo. El objetivo consistía en completar una serie de misiones de dificultad progresiva y ser ascendida hasta llegar al grado de comandante de carros de combate. Sin embargo, no lo iba a conseguir. Al menos aquella noche.

Descansando las manos en el regazo, contempló el lado de la pantalla del ordenador para ver lo que la había distraído. Se trataba de una ventanita que se había abierto y parpadeaba para avisarle de que acababa de recibir un correo electrónico. Dando por hecho que se iba a enfadar aún más cuando descubriera que se trataba de un anuncio de Viagra o alguna estúpida oferta de pornografía, Jazz hizo «clic» en el recuadro. Para su agrado, ¡se trataba de un mensaje del señor Bob!

Un escalofrío le recorrió la espalda igual que una descarga eléctrica. Hacía más de un mes que no tenía noticias del señor Bob y había empezado a pensar que la Operación Aventar había sido cancelada. A lo largo de la última semana había llegado a deprimirse tanto como para sentir la tentación de recurrir al número de teléfono de emergencia que el señor Bob le había facilitado, únicamente para cuando ella, y solo ella, estuviera en un apuro. Puesto que no era el caso, se había resistido; pero al pasar los días y aumentar su descontento empezó acariciar la idea. Al fin y al cabo, estaba llegando el momento en que quizá tuviera que abandonar el Manhattan General, el hospital donde el señor Bob le había indicado concretamente que debía colocarse.