La razón de que Jazz estuviera pensando en marcharse se debía a que su relación con la enfermera encargada del turno de noche, Susan Chapman, se había deteriorado hasta un punto que rozaba lo ridículo. Aunque por otra parte lo mismo le había ocurrido con el resto de sus compañeras de turno. Jazz había llegado a la conclusión de que el turno de noche era el lugar donde las enfermeras más incompetentes se ocultaban del mundo. Ignoraba de qué modo había logrado Susan encaramarse hasta una posición de mando, especialmente en la quinta planta del Manhattan General. No solo era una gorda fofa, sino que no tenía idea de nada y siempre andaba dándole órdenes para que se encargara de eso o aquello y encontrando defectos en todo lo que ella hacía; cosa nada difícil teniendo en cuenta que las demás enfermeras no dejaban de fastidiarla, especialmente cuando se refugiaba en el cuarto trasero para descansar unos minutos y leer una revista.
Lo peor de todo era que Susan siempre le asignaba los casos peores -como si ella no tuviera nada más que hacer que tocarse las narices toda la noche- y dejaba que las demás se llevaran los más fáciles. Susan incluso había tenido la cara dura de llamarle la atención por husmear en los historiales médicos de los casos que no le correspondían y de preguntarle por qué bajaba con tanta frecuencia a la planta de obstetricia cuando se suponía que era su hora de almorzar. Susan le había dicho que la enfermera de Obstetricia se le había quejado.
En aquella ocasión, Jazz se había mordido la lengua y resistido la tentación de responderle como se merecía; o aún mejor, de seguirla hasta su casa y echar mano de la Glock para deshacerse de ella de una vez por todas. Sin embargo, se había inventado una excusa haciendo referencia a su necesidad de ampliar conocimientos. Fue todo mentira, pero pareció funcionar, al menos durante un tiempo. El problema estaba en que necesitaba pasar por Obstetricia y Neurocirugía casi cada noche para mantenerse al tanto de lo que ocurría en aquellos departamentos. Aunque no tenía pacientes que «sancionar», había seguido informando de los casos que terminaban mal, que en Obstetricia eran la mayoría, relacionados con el uso de medicamentos que daban lugar a que nacieran niños con malformaciones. Desgraciadamente, informar de aquello no resultaba divertido ni estimulante, y el dinero parecía calderilla comparado con lo que le pagaban por lo otro.
Conteniendo el aliento, Jazz abrió el correo del señor Bob.
– ¡Sí! -gritó mientras golpeaba el aire con ambos puños, como si fuera una ciclista profesional que acabara de ganar una etapa. El correo contenía un único nombre: «Stephen Lewis», ¡lo cual significaba que Jazz tenía una nueva misión! De repente, acudir al trabajo había dejado de ser la desagradable tarea en que se había convertido. Tener que soportar a Susan Chapman y al resto de idiotas no iba a resultarle más fácil, pero al menos tendría una motivación.
Presa de una gran agitación, Jazz comprobó rápidamente en internet el saldo de su cuenta en el extranjero y se dedicó a contemplarlo durante unos instantes de placer. Ascendía a treinta y ocho mil novecientos sesenta y cuatro dólares más unos pocos céntimos. Pero lo mejor era que al día siguiente sumaría cinco mil dólares más.
Para ella, la idea de tener dinero en el banco equivalía a poder. Aunque no fuera a emplearlo en nada concreto, sabía que podía. El dinero le brindaba opciones. Nunca había tenido dinero en un banco; el dinero que había ganado se lo había gastado en lo que le había apetecido en cada momento en un vano intento de ocultar la realidad de su vida. En el colegio y el instituto había sido en drogas.
Jazz había crecido en un entorno de casi miseria, en un diminuto apartamento del Bronx de una sola habitación. Su padre, Geza Rakoczi, el único hijo de un opositor a la dictadura húngaro que había emigrado a Estados Unidos en 1957, la había engendrado a la edad de quince años. Su madre, Mariana, tenía la misma edad y provenía de una numerosa familia portorriqueña. Por motivos religiosos, los dos jóvenes habían sido obligados por sus respectivas familias a abandonar los estudios y a casarse. Jasmine nació en 1972.
Para ella, la vida fue una lucha constante desde el principio. Sus padres dejaron de ir a la iglesia, a la que culpaban de sus desgracias; se convirtieron en alcohólicos y en consumidores de droga y se peleaban continuamente cuando estaban lo bastante sobrios. Su padre trabajaba de modo esporádico en ocupaciones manuales, desaparecía de casa durante semanas y estuvo en la cárcel por varios delitos menores, incluyendo violencia doméstica. Su madre tuvo diversos empleos, pero la despedían continuamente por absentismo o por deficiencias en el trabajo a causa del alcohol. Al final se convirtió en obesa, circunstancia que aún limitó más sus posibilidades.
La vida de Jasmine fuera de su casa no resultó mejor. El vecindario y los colegios estaban sumidos en una espiral de violencia como resultado de la acción de las bandas callejeras y del tráfico de drogas que afectaba hasta las escuelas elementales. Incluso los profesores de los parvularios tenían que ocuparse más de los problemas de comportamiento que de enseñar.
Obligada a vivir en aquel mundo precario y peligroso donde la única norma era el cambio constante, Jasmine fue aprendiendo a salir adelante a fuerza de equivocarse. Cuando volvía a casa tras las clases, nunca sabía lo que le esperaba. Un hermano que había tenido a los ocho años, y que ella había considerado como su alma gemela, falleció a los cuatro meses del Síndrome de Muerte Infantil Repentina. Aquella había sido la última vez que Jasmine lloró.
Mientras contemplaba los casi cuarenta mil dólares de su cuenta en el extranjero, recordó la única otra vez en que había creído tener dinero. Había sido al año siguiente de la muerte de su hermanito, Janos. Nevó lo suficiente para que la nieve se acumulara en las calles, y Jasmine, con una pala que encontró en el sótano del edificio, se dedicó a recorrer el vecindario limpiando las aceras a paletadas. A las cinco de la tarde había amasado una fortuna: trece dólares.
Orgullosa, regresó a casa con el lío de billetes de dólar aferrado en la mano. Contemplándolo retrospectivamente, tendría que haberlo sabido; pero en aquella época no pudo evitar presumir de su nueva adquirida riqueza como prueba de su valía. El resultado, tal como Jazz llegaría a saber, fue el previsible: Geza le quitó el dinero diciendo que ya era hora de que contribuyera a las cargas familiares. Al final, acabó gastándoselo en tabaco.
Una leve sonrisa cruzó el rostro de Jazz al recordar cuál había sido su venganza. El único ser al que su padre quería en aquella época era un ruidoso chucho callejero de pelo largo y del tamaño de una rata que alguien le había regalado en uno de sus múltiples empleos. Un día, mientras Geza estaba bebiendo cerveza y mirando el boxeo en la televisión, ella se llevó al perro al baño, donde la ventana siempre estaba abierta para mitigar el hedor que salía del estropeado retrete. Podía recordar como si fuera el día antes la expresión del animal mientras ella lo sacaba al vacío, sujetándolo por el pellejo de la nuca, y él intentaba frenéticamente llegar a la ventana. Cuando lo soltó, el animal emitió un breve aullido antes de aplastarse contra el cemento, cuatro pisos más abajo.
Más tarde, su padre la despertó brutalmente para preguntarle si sabía algo de la muerte del can. Jazz lo negó vehementemente, pero aun así recibió una buena tunda, lo mismo que su madre, que aseguró con toda sinceridad no saber nada de la caída. De todas maneras, para Jazz la paliza valió la pena por muy aterrada que pudiera sentirse. Naturalmente, siempre tenía miedo cuando su padre la pegaba, lo cual sucedió casi a diario hasta que ella estuvo en condiciones de devolverle los golpes.