Jazz cerró la conexión a internet y miró la hora. Era demasiado pronto para ir a trabajar, pero tampoco le quedaba tiempo para ir al gimnasio. En cuanto a empezar una nueva sesión de Call of Duty, estaba demasiado inquieta para quedarse sentada; por lo tanto decidió acercarse a la tienda coreana de la esquina a comprar algunos productos básicos. Se le había acabado la leche, y sabía que le apetecería tomar un poco cuando regresara del hospital a la mañana siguiente.
Se puso el abrigo, y su mano fue instintivamente al bolsillo derecho, donde acarició la Glock. La sacó sin ninguna dificultad a pesar del largo silenciador y se apuntó en el pequeño espejo de pared que había al lado de la puerta. El orificio del cañón parecía la pupila de un maníaco tuerto. Jazz dejó escapar una risita mientras bajaba el arma y comprobaba el cargador. Estaba lleno, como de costumbre, y lo volvió a insertar con un suave «clic». A continuación cogió la bolsa de lona que utilizaba para salir de compras y se la echó al hombro.
Fuera, la temperatura era relativamente suave. Así era el mes de marzo en Nueva York: un día parecía que estuvieran en primavera y al siguiente en lo más profundo del invierno. Jazz caminó con las manos metidas en los bolsillos, una sujetando la Glock y la otra la Blackberry. Aferrar sus pertenencias le proporcionaba sensación de bienestar.
Puesto que no eran más que las ocho y media, había un buen número de peatones caminando por la acera y también tráfico de coches mientras Jazz se dirigía hacia Columbus Avenue. Al pasar ante su amado Hummer se detuvo un instante para admirar su reluciente superficie. Había utilizado como excusa el buen tiempo para lavarlo. Mientras seguía andando, se maravilló una vez más por la buena suerte que había tenido al tropezarse con el señor Bob.
Columbus Avenue se hallaba aún más abarrotada, con cantidad de gente, de autobuses, taxis y coches disputándose el espacio. El ruido de los motores diésel, los bocinazos y el chirrido de los neumáticos podrían haber sido insoportables si Jazz se hubiera detenido a prestarles atención, pero estaba acostumbrada a todo aquel barullo. El cielo que se veía entre los edificios era de un gris encapotado que reflejaba las luces de la ciudad. Apenas se veían las estrellas más brillantes.
La tienda tenía verduras, fruta, flores y otras mercancías, todas expuestas en la calle. Al igual que la avenida, su interior estaba lleno de clientes que hacían cola ante la única caja registradora. Jazz dio una vuelta mientras hacía su selección, que incluía pan, huevos, unas cuantas PowerBars y agua mineral, además de leche. Una vez cogido todo, y no sin cierta tensión, salió fuera y fingió examinar la fruta. Entonces, cuando creyó que había llegado el momento oportuno -con el propietario ocupado en la caja y su mujer en el interior del almacén-, simplemente dio media vuelta y se encaminó hacia casa. Una vez que estuvo lo bastante lejos para estar segura de que nadie saldría tras ella y no se vería obligada a inventar ninguna excusa por haberse marchado sin pagar, se echó a reír pensando en lo tontos que eran los tenderos. Resultaba fácil salir disimuladamente de un comercio con varias entradas, y se preguntó por qué no lo hacía más gente. En cuanto a ella, ya había perdido la cuenta de las veces.
De vuelta en su apartamento, dejó las provisiones en la nevera y miró la hora. Seguía siendo demasiado temprano para ir a trabajar. Fue en ese momento cuando reparó en la pantalla del ordenador. Allí, sobre la imagen de fondo, parpadeaba el mismo recuadro que le anunciaba un e-mail.
Temiendo que hubieran cancelado la misión de Stephen Lewis, aunque eso no había pasado nunca, Jazz se sentó al teclado y abrió la ventana. Su inquietud aumentó al observar que se trataba de un segundo mensaje del señor Bob. Para su sorpresa y satisfacción contenía un nuevo nombre: «Rowena Sobczyk».
– ¡Sí! -exclamó cerrando los ojos con fuerza, haciendo una mueca y alzando los puños.
Después de un mes de no recibir ni un nombre, que le llegaran dos la misma noche era increíble. Nunca le había sucedido. Se sentía casi mareada de tanto contener el aliento cuando reabrió los ojos y contempló la pantalla. Quería asegurarse de que no eran imaginaciones suyas, y no lo eran: el nombre seguía allí, destacando nítidamente contra el fondo blanco. Se preguntó vagamente qué clase de apellido sería ese de Sobczyk, ya que la yuxtaposición de consonantes le recordaba el suyo.
Se levantó y empezó a quitarse la ropa de calle mientras se dirigía al vestuario. Seguía siendo temprano para que se presentara en el hospital, pero no le importó. Iría de todos modos. Estaba demasiado emocionada para sentarse sin hacer nada. Pensó que al menos podría realizar un reconocimiento del hospital y trazar un plan general de ataque. Sacó su uniforme de trabajo y se lo puso. A continuación hizo lo propio con la bata blanca. Mientras se vestía, pensó en su cuenta bancaria. Al día siguiente, a la misma hora, ¡el saldo sería casi de cincuenta mil dólares!
Una vez sentada en el Hummer, Jazz hizo lo necesario para tranquilizarse. Había estado bien celebrarlo durante un rato, pero había llegado el momento de ponerse serios. Sabía que despachar dos pacientes resultaría el doble de difícil que hacerlo solo con uno. Por un momento pensó en repartirse la tarea en dos noches, pero descartó la idea: si el señor Bob así lo hubiera querido, le habría enviado los mensajes en días consecutivos. Era evidente que se suponía que debía «sancionar» a ambos la misma noche.
De camino al hospital, ni siquiera se molestó en incordiar a los taxistas. Estaba decidida a mantener la compostura y la concentración. Aparcó el Hummer en su plaza habitual del primer piso y entró en el hospital. Tras dejar su abrigo donde siempre, se dirigió a la planta baja y entró tranquilamente en Urgencias. Le satisfizo comprobar que reinaba el caos de siempre. Tal como había hecho en anteriores misiones, consiguió hacerse sin problemas con las dos ampollas de cloruro potásico. Con una en cada bolsillo de su bata blanca volvió al ascensor y subió a la quinta planta.
En comparación con la sala de urgencias, parecía un remanso de tranquilidad. Sin embargo, Jazz era consciente de la actividad que reinaba. Un vistazo a la lista le dijo que todas las habitaciones estaban ocupadas. El que la sala de descanso se encontrara vacía le indicó que todas las enfermeras y sus ayudantes estaban con los pacientes. En las noches tranquilas, a esa hora, las enfermeras del turno de tarde ya se habían reunido en la habitación de atrás, charlando y disponiéndose a informar y pasar el testigo al personal de noche. La única persona a la vista era la recepcionista de planta, Jane Attridge, que estaba ocupada adjuntando una serie de informes del laboratorio a los respectivos historiales médicos. Jazz echó un vistazo en la sala de medicinas para asegurarse de que Susan Chapman no rondaba todavía por allí. Siempre llegaba antes de la hora.
Jazz se sentó ante el ordenador y tecleó «Stephen Lewis». Le complació averiguar que su habitación era la 324 del Ala Goldblatt. Aunque nunca había ido por allí, le pareció un buen augurio. Sabía que al estar en la zona VIP del hospital encontraría menos actividad de enfermeras que en los pisos normales, lo cual sin duda le facilitaría la tarea. Lo único que tenía que averiguar era si al paciente le habían asignado una enfermera particular, cosa que dudaba porque solo tenía treinta y tres años y estaba ingresado para una operación de clavícula.
Una vez averiguado el caso de Stephen, Jazz tecleó el nombre de Rowena Sobczyk. De inmediato, una sonrisa se dibujó en su rostro. Rowena estaba allí mismo, en la habitación 517, justo al final del pasillo. Se le ocurrió que sería una ironía que le asignaran el caso, situación perfectamente posible. Si así sucedía, le facilitaría la «sanción» todavía más. Fuera como fuese, estaba convencida de que ocuparse de ambos la misma noche sería tan fácil como tirar al blanco.