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Una pesada puerta antiincendios separaba el Ala Goldblatt del resto del hospital. Era como si nunca la hubieran abierto y, tras un par de infructuosos intentos, tuvo que apoyar la pierna en la jamba y utilizar toda la fuerza de sus músculos para conseguir que se moviera. Cuando cruzó al otro lado, volvió a caer en la cuenta de lo distinta que era la decoración de la zona Goldblatt. Lo que más le llamó la atención fue la iluminación: en lugar de los habituales fluorescentes, había apliques de pared y las lámparas de los cuadros, cuya intensidad había sido reducida desde su última visita.

Volvió a empujar la puerta antiincendios con el hombro para asegurarse de que se abriría cuando volviera. Esa vez se movió con mucho menos esfuerzo que antes. Echó a andar por el pasillo con paso decidido. Era consciente por experiencia de que no había que mostrarse vacilante porque eso llamaba la atención. Sabía adónde se dirigía, y actuó en consecuencia. A pesar de echar un vistazo por el largo pasillo no vio a nadie, ni siquiera en el distante mostrador de enfermeras. A medida que iba pasando ante las habitaciones de los pacientes oyó el ocasional pitido de un monitor e incluso vio alguna enfermera atendiendo a un paciente.

Al acercarse a su objetivo, experimentó la misma emoción que había sentido en combate, en Kuwait, en 1991. Era algo que solamente los soldados que habían estado en el frente podían comprender. A veces, sentía algo parecido cuando jugaba una partida de Call of Duty, pero no era comparable. Para ella era un poco como el «speed», solo que mejor y sin la resaca. Sonrió para sus adentros: que le pagaran por lo que iba a hacer lo convertía en aún más placentero. Llegó a la habitación 324 y no lo dudó. Entró directamente.

Stephen seguía sentado en la cama, pero totalmente dormido. El televisor estaba apagado. La habitación estaba relativamente a oscuras: la única iluminación provenía de una luz de seguridad y de una luz empotrada del baño. La puerta del lavabo estaba entreabierta y proyectaba sobre el suelo y la cama una estrecha franja de luz igual que una tira de pintura fluorescente. La vía intravenosa seguía en su sitio.

Jazz comprobó la hora. Eran las tres y catorce minutos. Rápida pero silenciosamente fue hasta la cama y abrió la vía intravenosa. Dentro de la cámara Millpore, el goteo se convirtió en un flujo constante. Jazz se inclinó y observó el punto donde la aguja penetraba en el brazo de Stephen. No se apreciaba hinchazón. La intravenosa funcionaba perfectamente.

Volvió a asomarse al pasillo para asegurarse por última vez. No había nadie a la vista. Todo estaba en calma. Mientras volvía al lado de la cama se subió las mangas de la bata por encima de los codos para que no le estorbaran. A continuación, sacó una de las jeringas y le quitó el capuchón de seguridad con los dientes mientras sostenía la línea intravenosa con la mano izquierda. A pesar de su nerviosismo, se serenó antes de clavar la aguja. Se enderezó y escuchó. No oyó nada.

Jazz vació el contenido de la jeringa en el conducto con un fuerte y constante impulso. Mientras lo hacía, vio que el nivel de la cámara Millpore aumentaba, lo cual esperaba que sucediera.

La solución de cloruro potásico hacía que el fluido intravenoso se retirara. Lo que no esperaba fue el ruidoso gemido de Stephen, ni que sus ojos se abrieran de repente; pero aún más inesperado fue que la mano del paciente surgiera de repente y la aferrara por la muñeca con sorprendente fuerza. Un ahogado grito de dolor brotó de los labios de Jazz cuando unas afiladas uñas se le clavaron en la piel.

Dejó caer la jeringa a un lado de la cama e intentó desesperadamente deshacer la presa del brazo, pero no pudo. Al mismo tiempo, el gemido de Stephen se convirtió en un grito. Abandonando todo intento de soltarse, Jazz le tapó la boca con su mano libre al tiempo que apoyaba en ella todo el peso de su torso en un frenético intento de silenciarlo. Lo consiguió a pesar de que Stephen se retorció intentando liberarse.

El forcejeo se prolongó unos instantes, pero las fuerzas de Stephen menguaron rápidamente. Cuando su presa en el brazo de Jazz se debilitó, sus uñas le desgarraron la piel haciéndola gritar de nuevo.

El episodio terminó tan bruscamente como había empezado. Stephen puso los ojos en blanco, su cuerpo quedó inerte y la cabeza se le desplomó sobre el pecho.

Jazz se liberó. Estaba furiosa.

– ¡Maldito cabrón! -masculló para sí.

Se miró el brazo. Algunos de los arañazos sangraban. Le entraron ganas de golpear al responsable, pero se controló porque sabía que ya estaba muerto. Recogió la jeringa y se puso a cuatro patas para buscar el maldito capuchón que había tenido entre los dientes y que había soltado al gritar. No tardó en dejarlo. Como alternativa dobló la aguja ciento ochenta grados antes de guardarse la jeringa en el bolsillo de la bata. Apenas daba crédito a lo sucedido. Desde que había empezado a despachar enfermos aquella era la primera vez que se encontraba con un paciente tan fuerte.

Tras reducir el goteo de la intravenosa, dejarlo como estaba y volver a ponerse el estetoscopio alrededor del cuello, Jazz fue rápidamente hasta la puerta y miró a un lado y otro del pasillo.

Por suerte, nadie parecía haber oído el grito de Stephen ya que el corredor seguía tan silencioso como un depósito de cadáveres. Se bajó apresuradamente las mangas de la bata para ocultar los arañazos de su antebrazo, miró de nuevo a Stephen para asegurarse de que no se olvidaba nada y salió.

Sin pérdida de tiempo volvió sobre sus pasos hasta llegar a la puerta de incendios. Una vez al otro lado se apoyó contra ella. Se encontraba algo nerviosa por culpa de las inesperadas complicaciones, pero enseguida recobró la compostura. Razonó que, a pesar de planificarlo, era normal que se topara con problemas de vez cuando. Luego, se examinó el brazo con mejor luz. Tenía tres rasguños en la parte interior del antebrazo que le habían dejado tres marcas que descendían hacia la muñeca. Dos de ellas sangraban ligeramente. Meneó la cabeza pensando que Stephen, desde luego, se había merecido lo que le había pasado.

Jazz volvió a bajarse la manga con cuidado. Eran las tres y veinte, y todavía le quedaba una «sanción» por ejecutar. Sabía que era el momento oportuno porque la enfermera asignada a Rowena tenía el mismo rato libre que ella y todavía tardaría unos diez minutos en volver. De todas maneras, no podía entretenerse. Caminando rápidamente, volvió al ascensor principal y subió a su planta.

En el mostrador de enfermeras solo había una persona. Era Charlotte Baker, una menuda auxiliar, y estaba ocupada escribiendo unas notas para las enfermeras. Jazz miró en la salita y en el cuarto de medicamentos cuya puerta estaba abierta. Ambos se encontraban vacíos.

– ¿Dónde está nuestra intrépida jefa? -preguntó mirando el pasillo en ambas direcciones sin ver a nadie.

– Creo que la señora Chapman está en la habitación 502 echando una mano con una cateterización -repuso Charlotte sin levantar la mirada-, pero no estoy segura. Llevo un cuarto de hora aquí, vigilando el fuerte.

Jazz asintió y miró hacia la 502. La habitación se hallaba en la dirección opuesta a la de Rowena. Intuyendo que no tendría mejor ocasión, se apartó del mostrador que cerraba el cuarto de enfermeras, se aseguró de que Charlotte no le prestaba atención y se encaminó hacia la 517. De nuevo, el pulso se le aceleró ante la expectativa de la acción, solo que esta vez la emoción tenía un leve tinte de ansiedad por lo ocurrido con Stephen Lewis. El ligero dolor de los arañazos era un aviso de que no podía controlar todas las variables.

Un paciente vio a Jazz cuando esta pasó rápidamente ante la puerta de su habitación y la llamó, pero ella hizo caso omiso. Miró el reloj y calculó que disponía de seis minutos antes de que sus compañeras volvieran de la pausa, incluyendo la enfermera que se ocupaba de Rowena; pero teniendo en cuenta que ninguna era puntual, eso le daba cierto margen. Seis minutos era mucho tiempo.