Se sentó y volvió a estremecerse. Tras tomar un sorbo del vaso de agua que tenía en la mesita se sintió un poco mejor. El problema radicaba en que no había tomado vieiras. Lo cierto era que había cenado un pollo previsiblemente insulso porque todavía se acordaba del malestar.
Mientras se envolvía en los cobertores notó otro síntoma además del mareo: una leve molestia en el cuadrante inferior derecho. No era lo bastante intensa para llamarla dolor. Utilizando los dedos se masajeó la zona por encima de la cadera, pero no supo decir si la presión empeoraba las molestias ya que el palparse el estómago le recordó que tenía ganas de ir al baño.
Apartó las sábanas, se puso una bata y metió los pies en unas zapatillas. Mientras caminaba hacia el lavabo notó claramente las molestias. En ese momento eran casi un dolor, pero bastante leve.
Al considerarlas como médico, Laurie pensó primero en una apendicitis. Sabía que había un montón de cosas que podían ir mal en el cuadrante inferior derecho, y que a veces el diagnóstico podía resultar complicado; pero también sabía que se estaba precipitando: era la clase de hipocondría en la que tantas veces había caído siendo estudiante de medicina. Sonrió al recordar cómo, en su primer año, un simple dolor de cabeza hizo que se angustiara por la posibilidad de padecer una hipertensión maligna simplemente porque había estudiado ese síndrome la noche antes. Evidentemente, no había padecido ninguna hipertensión maligna. De forma parecida, sus náuseas y molestias se desvanecieron en cuanto hubo salido de la ducha.
No tenía apetito, pero se obligó a tomar una tostada. Cuando eso pasó sin dificultad, comió un poco de fruta. Estaba convencida de que tener algo en el estómago la ayudaría, y así fue. En el momento en que se dispuso a dirigirse al trabajo se sentía ya como de costumbre.
Saludó con la mano a la señorita Engler cuando la puerta de la mujer se entreabrió con un crujido. En esa ocasión, la bruja de ojos legañosos habló y le advirtió de que cogiera el paraguas porque decían que iba a llover.
Era una mañana templada, y, aunque estaba encapotado, todavía no llovía. Laurie caminó hacia el norte por la Primera Avenida mientras se preguntaba si sus mareos podían tener un origen psicosomático debido al estrés. ¿Qué otra cosa puede ser?, pensó tristemente ya que tenía la impresión de que nunca había conseguido que su vida personal tuviera la misma fluidez que la profesional.
El torbellino de las cinco semanas de su relación con Roger había topado con un escollo inesperado. Se habían estado viendo dos o tres veces por semana y también todos los fines de semana. Laurie no creía que la dificultad fuera un obstáculo insuperable, pero hasta cierto punto había resultado irritante y le había recordado que al principio de conocer a Roger ya había pensado que aquel tipo de caprichos adolescentes rara vez superaban la prueba del tiempo. El caso era que, hacía un par de noches, se había enterado de que Roger estaba casado. Él había tenido multitud de ocasiones para decirle algo tan importante, pero, por razones que a ella se le escapaban, había optado por no hacerlo. Hasta que ella no lo obligó él no se avino a contarle la verdad: se había casado con una chica tailandesa diez años atrás, cuando trabajaba en aquel país y no había conseguido el divorcio, aunque se suponía que en ese momento lo estaba intentando. Lo más chocante para Laurie fue saber que había tenido varios hijos.
La historia se hizo menos mala a medida que se aclaró: la chica procedía de una familia acaudalada e influyente en la que ella se había refugiado egoístamente llevándose a los niños cuando Roger fue trasladado a África. Aun así, el que le hubiera ocultado semejante información había sentado un mal precedente y hacía que Laurie se preguntara si Roger era la persona que ella había imaginado; también notaba la creciente inquietud con lo rápidas que iban las cosas en la relación, a lo que se añadían las presiones de Roger en el terreno íntimo; pero por encima de todo, estaban sus sentimientos hacia Jack.
La noche anterior, mientras estaba en su apartamento compadeciéndose de sí misma por aquellas revelaciones, había experimentado una pequeña epifanía. Por primera vez reconoció que tenía tendencia a no enfrentarse a los problemas que no le molestaban particularmente. Era un rasgo que había visto en sus padres, y especialmente en su madre: cómo había abordado su cáncer de mama era todo un ejemplo. Era algo que a Laurie nunca le había gustado; sin embargo, nunca se había parado a verse a sí misma como hija de sus padres. Lo que la había llevado a comprenderlo había sido que la situación marital de Roger no le hubiera causado tanta sorpresa como a ella le gustaba pensar. Había tenido indicios, pero se había negado tenazmente a considerarlos. Sencillamente no había querido creer que Roger estuviera casado.
En la esquina con la calle Treinta, esperó a que el semáforo le permitiera cruzar la Primera Avenida. Mientras lo hacía, se preguntó hasta qué punto ese rasgo de su personalidad que acababa de aceptar había tenido un papel en su fallida relación con Jack. Con repentina claridad, comprendió lo que resultaba evidente: había querido echar toda la culpa a Jack por no estar dispuesto a comprometerse con respecto al futuro y por no plantear el asunto del matrimonio; pero entonces admitió que también ella debía compartir parte de la responsabilidad por no haberlo planteado. También comprendió que su ofrecimiento de hablar del asunto con regularidad había sido una concesión por su parte, quizá nada del otro mundo, pero una concesión al fin y al cabo. Cómo iba a contarle todo aquello a Jack era algo que ignoraba por completo. La última vez que habían conversado de asuntos personales había sido cinco semanas atrás.
Cuando el semáforo cambió, cruzó a toda prisa y subió la escalinata del edificio pensando que haber conocido a Roger no había hecho más que complicar las cosas: en lugar de tener problemas con un hombre, los tenía con dos. A pesar de que apreciaba a ambos, sabía que quería a Jack y echaba de menos su inflexible franqueza. Una de las razones de que hubiera empezado a salir con Roger había sido para poner celoso a Jack, una maquinación adolescente que se había visto empeorada por dos complicaciones: la primera, que no había esperado sentirse tan atraída por Roger, y la segunda, que tampoco había esperado que la jugada le saliera tan bien. Aunque Laurie creía que Jack la quería, su permanente rechazo a comprometerse la había convencido de que su amor no era como el de ella. En concreto, nunca había sentido que él valoraba su relación tanto como ella. Siempre había estado convencida de que él no iba a cambiar y de que era incapaz de sentir celos.
Pero en esos momentos, gracias al comportamiento de Jack, opinaba de forma distinta. El tono de sus conversaciones y contactos se había ido deteriorando. Cuando ella volvió a su piso, Jack adoptó un tono sarcástico que fue a peor y la hizo sentirse fatal desde el momento en que empezó a salir con Roger. Menos de un mes atrás, cuando Jack le pidió que fuera a cenar con él y ella le contestó que no podía porque había quedado con Roger para ir a la ópera aquella misma noche, él la envió a freír espárragos y no le propuso ninguna otra fecha. Lo que se desprendía de aquello era que no le interesaba que siguieran siendo amigos.
Mientras saludaba con la mano a Marlene, que le abría la puerta de la sala de identificación, Laurie no tuvo más remedio que sonreír. Todo aquel lío era propio de un culebrón y se dijo que debía apartar de su mente a aquellos dos hombres. Estaba claro que cambiar la conducta propia o de los demás no era lo más fácil del mundo.
Dejó su abrigo sobre el respaldo de una de las butacas, el paraguas encima y fue directamente a la máquina del café. Chet estaba decidiendo qué casos necesitaban autopsia y el hombre estaba enfrascado en los expedientes.
Laurie removió su café y miró la hora. Todavía no habían dado las ocho, pero no era tan pronto como cuando iba con Jack. Reparó en que Vinnie no estaba en su lugar de siempre, leyendo el periódico, lo cual indicaba que debía hallarse abajo, con Jack, realizando alguna autopsia. El único sonido que distinguía era el de las conversaciones de las telefonistas de la sala de comunicaciones que se preparaban para la jornada. Sabiendo que el lugar no tardaría en bullir de actividad, Laurie disfrutó de su relativa soledad.