Tan pronto como colocaron a Stephen Lewis en la mesa, Laurie comenzó su examen externo. Entretanto, Marvin fue a buscar recipientes y frascos para las muestras y otros materiales. Laurie se esforzó en seguir el orden del protocolo para evitar que algo se le pasara por alto. A pesar de que estaba casi segura de que la víctima sería como las otras en el sentido de que no presentaría patologías relevantes, prefería ser exhaustiva. Su metódico trabajo no tardó en dar sus frutos: bajo las uñas de los dedos medio y anular de la mano derecha había una pequeña cantidad de sangre seca, apenas apreciable, pero claramente presente. Si no los hubiera examinado, ese detalle se le habría escapado. Era algo que no había visto en Sobczyk, Morgan o McGillin, y que tampoco George ni Kevin habían descrito en los informes de las autopsias de los otros dos casos.
Laurie dejó la mano de Lewis sobre la mesa y empezó a buscar posibles arañazos que pudiera tener en el cuerpo y que justificaran la sangre seca. No había ninguno. La vía intravenosa tampoco había sangrado. A continuación retiró los vendajes del hombro derecho. Las incisiones quirúrgicas estaban cerradas y no presentaban indicios de inflamación, aunque se veían rastros de que habían sangrado tras la operación, con pequeños grumos de sangre seca a lo largo de las líneas de sutura. Laurie pensó que cabía la posibilidad de que la sangre que había bajo las uñas procediera de allí, pero le pareció dudoso porque se trataba de la mano del mismo lado.
Cuando Marvin regresó, Laurie le pidió un bastoncillo de algodón esterilizado y dos recipientes de muestras. Quería un análisis de ADN de ambas muestras para estar segura de que correspondían a la víctima. Cuando recogió las muestras vio que también había pequeños restos de tejido. En un rincón de su mente alentó la idea de que, si su teoría del asesino múltiple era cierta y si Lewis había visto sus intenciones, este bien podía haber intentado aferrado y lo arañó al hacerlo. Eran un montón de síes, pero Laurie se enorgullecía de ser meticulosa.
El resto de la exploración transcurrió rápidamente. Ella y Marvin estaban tan compenetrados que funcionaban como una orquesta bien afinada y no necesitaban más que un mínimo de conversación. Cada uno preveía los movimientos del otro igual que bailarines de tango. Una vez más no encontraron patología alguna. Los únicos hallazgos fueron mínimas formaciones de ateroma en la zona abdominal de la aorta; y en el intestino, un pólipo de apariencia benigna. No había nada que pudiera explicar la repentina muerte de aquel hombre.
– ¿Es tu último caso? -le preguntó Marvin cogiendo el soporte de la aguja de manos de Laurie cuando esta acabó de suturar el cuerpo.
– Eso parece. -Laurie miró por la sala para ver si localizaba a Chet, pero no pudo-. Supongo que hemos acabado. De lo contrario, alguien debería haberme dicho algo.
– Estos dos casos de hoy me recuerdan a los que hicimos hará poco más de un mes -comentó Marvin mientras limpiaba el instrumental y recogía las muestras-. ¿Te acuerdas de aquellos en los que tampoco encontramos nada significativo? Me he olvidado de los nombres.
– McGillin y Morgan -contestó Laurie-. Desde luego los recuerdo, y me impresiona que tú también, teniendo en cuenta la cantidad de casos que han pasado por tus manos.
– Los recuerdo por lo mucho que te desconcertó no descubrir nada. Escucha, ¿quieres llevarte las muestras de hoy o prefieres que las envíe con el resto?
– Me llevaré las de Toxicología y las muestras de ADN -repuso Laurie-. Las microscópicas pueden ir con las demás. Gracias por recordármelo. Debo decir que cada vez me gusta más trabajar contigo.
– Me alegro -repuso Marvin-. Por mi parte opino igual. Ojalá todos los forenses fueran como tú.
– Bah, eso sería aburrido -dijo Laurie riendo mientras recogía las muestras. De nuevo, pasó al lado de la mesa de Jack sin detenerse y lo oyó reír con Vinnie de lo que seguramente había sido una nueva demostración de humor negro. Laurie se desinfectó e hizo lo mismo con las muestras antes de salir al pasillo.
Sin perder tiempo se quitó el traje protector y dejó cargando la batería. Se encaminó hacia el ascensor trasero sin cambiarse la ropa de trabajo. Llevaba las dos carpetas bajo el brazo y los recipientes apretados contra el pecho para que no se le cayeran. Mientras subía al tercer piso notó los latidos de su corazón en las sienes. Se sentía exaltada: las autopsias habían confirmado las declaraciones de Janice. En esos momentos estaba convencida de que sus casos habían aumentado hasta seis.
Salió en la tercera planta y se asomó cautelosamente al interior del laboratorio de Toxicología. Debido a su deseo de evitar a su temperamental director, Laurie se veía obligada a entrar de hurtadillas. Por suerte, De Vries estaba casi siempre en los laboratorios generales del piso de abajo. Sintiéndose como un gato al acecho, Laurie se escabulló en diagonal hasta llegar al diminuto despacho de Peter. Se alegró de que nadie hubiera gritado su nombre, y aún se alegró más de que Peter estuviera sentado a su mesa porque significaba que no tendría que ir a buscarlo.
– ¡Oh, no! -gimió este en broma cuando levantó la mirada y vio las muestras que Laurie llevaba en brazos.
– Sé que no estás contento de verme -reconoció Laurie-, pero ¡eres mi hombre! Te necesito más que nunca. Acabo de terminar las autopsias de dos pacientes que son un calco de los otros cuatro. Ahora ya tenemos seis.
– No entiendo cómo puedes decir que soy tu hombre si hasta el momento no he conseguido más que fracasos.
– Yo todavía no he perdido la esperanza, de modo que tú tampoco -contestó Laurie descargando las muestras en la mesa de Peter. Algunas rodaron hasta el borde, pero Peter las puso a salvo-. Ahora que tenemos seis casos, la idea de que hay gato encerrado tiene más peso que nunca. ¡Peter, has de encontrar algo! ¡Tiene que estar ahí, en alguna parte!
– Laurie, he hecho todo lo que se me ha ocurrido con esos cuatro casos. He buscado todos los agentes conocidos capaces de alterar el ritmo cardíaco.
– Debe de haber algo en lo que no hayas pensado -insistió Laurie.
– Bueno, existen algunos productos…
– Vale, ¿cuáles?
Peter puso cara seria y se rascó la cabeza.
– Esto se sale un poco del campo habitual.
– Me parece perfecto. Un poco de creatividad es justo lo que necesitamos. ¿En qué estás pensando?
– Recuerdo haber leído algo cuando me gradué en la universidad acerca del veneno de una rana originaria de Colombia llamada Phyllobates terribilis.
Laurie alzó la vista al cielo.
– Sí, se sale de lo habitual, pero no importa. ¿Qué pasa con esa rana?
– Bueno, pues que contiene una toxina que es una de las sustancias más letales conocidas por el hombre. Si no lo recuerdo mal, es capaz de provocar un paro cardíaco.
– Suena interesante. ¿Has hecho las pruebas?
– En realidad no. Se necesita tan poca cantidad de esa toxina, algo así como una millonésima de gramo, que no creo que nuestras máquinas la detecten. Tendré que pensar en la forma de rastrearla.
– ¡Así me gusta! Estoy segura de que acabarás encontrando algo, especialmente con estos dos nuevos casos.
– Buscaré en internet a ver qué puedo encontrar.
– Te lo agradezco -dijo Laurie-. No te olvides de mantenerme informada. -Recogió las muestras de ADN y se dispuso a marcharse, pero se detuvo-. Ah, se me olvidaba. En uno de los casos nuevos había algo distinto. Deja que lo mire. -Abrió la carpeta de Sobczyk y comprobó el número de referencia con los recipientes hasta que halló el correspondiente y lo dejó ante Peter-. Es este. Se trata de la única paciente de los seis que todavía mostraba cierta actividad respiratoria y cardíaca cuando la encontraron. No sé qué puede significar, pero he pensado que te interesaría. Si se trata de una toxina inestable, puede que tuviera la mayor concentración de todos los casos.
Peter se encogió de hombros.
– Lo tendré presente.