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Laurie se asomó fuera del despacho y, comprobando que no había enemigos a la vista, se despidió de Peter y se escabulló rápidamente hacia el pasillo. Desde allí subió por la escalera hasta el quinto piso, pero se detuvo a medio camino. De repente, había reaparecido la molestia abdominal que había notado aquella mañana. De nuevo, presionó la zona con los dedos. Al principio, hizo que la molestia empeorara y llegara a convertirse casi en un dolor, pero desapareció con la misma rapidez que había surgido. Laurie se llevó la mano a la frente para ver si tenía fiebre. Convencida de que no, siguió subiendo.

El quinto piso albergaba el laboratorio de Análisis Genético. En contraste con el resto del edificio, era una instalación de primera. Tenía menos de diez años y relucía con sus blancas paredes alicatadas, sus blancos armarios y suelo y el más moderno instrumental. Su director, Ted Lynch, era un antiguo jugador de fútbol de la élite universitaria. No alcanzaba las proporciones de Calvin, pero tampoco le andaba lejos; sin embargo, tenía una personalidad completamente opuesta. Ted era un tipo tranquilo y amable.

Laurie lo encontró manejando su adorada máquina de secuenciación. Le informó en líneas generales del caso y después le preguntó si podía hacer una exploración rápida. Además de las muestras de debajo de las uñas, le dio otra con tejido de Stephen Lewis.

– ¡Sí, claro! -exclamó Ted riendo-. Menuda pareja estáis hechos tú y Jack. Cada vez que aparecéis por aquí con algo, ha de ser para ya mismo, como si de lo contrario el cielo se fuera a derrumbar. ¿Por qué no podéis ser como el resto de esa pandilla de perezosos? Vaya, espero que no me oigan.

Laurie no pudo evitar una sonrisa. Ella y Jack se habían forjado una reputación. Le dijo a Ted que hiciera lo que pudiera y a continuación bajó rápidamente a su despacho en el piso inferior. Estaba impaciente por llamar por teléfono. La persona a quien más ilusión le hacía comunicar la noticia de los dos nuevos casos era Roger.

Se sentó a su escritorio y marcó el número de su extensión en el Manhattan General. Tamborileó con los dedos mientras aguardaba la comunicación. El corazón le latía con más fuerza aún que antes. Sabía que Roger querría enterarse de esos dos nuevos casos, si no lo había hecho ya. Por desgracia, cuando la línea contestó, resultó ser el buzón de voz de Roger. Laurie masculló una maldición. Tenía la impresión de que últimamente solo conseguía hablar con contestadores automáticos en lugar de con personas de carne y hueso.

Tras escuchar el mensaje de la cinta, se limitó a dejar el recado para que la llamara. No pudo evitar sentir una punzada de decepción por no haber conseguido comunicar en el acto. Al colgar dejó la mano un rato sobre el auricular mientras pensaba que Roger era la única persona que parecía compartir su inquietud ante la siniestra posibilidad de que un asesino anduviera suelto por los pasillos del hospital, tal como Sue Passero había expresado sus sospechas. De todas maneras, Laurie se preguntó con su nueva franqueza hasta qué punto era sincero el apoyo de Roger. Tras haber descubierto lo de su matrimonio, no estaba segura de si podía fiarse de él. Si pensaba en su actitud para con ella de las últimas cinco semanas debía admitir que, a ratos, él se había mostrado en exceso solícito. Odiaba ser cínica, pero era la consecuencia de la falta de sinceridad de Roger.

Laurie dio un respingo cuando el teléfono sonó bajo su mano y descolgó el auricular presa de un breve pánico.

– Busco a la doctora Montgomery -dijo una agradable voz de mujer.

– Soy yo -contestó Laurie.

– Me llamo Anne Dixon. Soy asistente social en el Manhattan General y me gustaría concertar una cita con usted.

– ¿Una cita? ¿Puede decirme de qué se trata?

– De su caso, naturalmente -repuso Anne, confundida.

– ¿Mi caso? No sé si la entiendo.

– Trabajo en el laboratorio de genética y tengo entendido que estuvo usted aquí hará cosa de un mes para unos análisis. La llamo para concertar una fecha de entrevista.

Una complicada maraña de pensamientos cruzó por la cabeza de Laurie. Las pruebas para el marcador BRCA-1 eran otro ejemplo de su tendencia a apartar de su mente los asuntos que la incomodaban. Se había olvidado por completo del análisis de sangre. La llamada de aquella desconocida, como caída del cielo, le recordó aquel preocupante asunto igual que una avalancha.

– Hola… ¿Sigue usted ahí? -preguntó la dubitativa voz de Anne Dixon.

– Aquí sigo -dijo Laurie mientras intentaba poner en orden sus pensamientos-. Supongo que su llamada significa que he dado positivo.

– Lo que significa es que me gustaría verla personalmente -contestó Anne evasivamente-. Se trata del procedimiento normal con todos los casos. Su expediente lleva más de una semana sobre mi mesa, pero lo tenía traspapelado. Ha sido totalmente culpa mía; pero por eso me gustaría verla lo antes posible.

Laurie sintió una ola de impaciente irritación. Respiró hondo y recordó que aquella asistente social solo estaba intentando hacer su trabajo. A pesar de todo, Laurie habría preferido que le comunicara directamente el resultado en lugar de tener que soportar todo aquel interminable protocolo.

– Tengo una cancelación para hoy a la una en punto -prosiguió Anne-. Confiaba en que le fuera bien. De no ser así, tendría que dejarlo para la semana que viene.

Laurie cerró los ojos y volvió a respirar hondo. No podía permitirse seguir en el limbo una semana más. A pesar de que creía que la llamada significaba que la prueba había salido positiva, deseaba estar segura del todo. Miró su reloj. Eran las doce menos cuarto. No había nada que le impidiera pasar por el Manhattan General. Incluso era posible que pudiera almorzar con Roger o Sue.

– A la una me va bien -contestó con resignación.

– Estupendo -dijo Anne-. Mi despacho se encuentra en el mismo departamento donde se hizo los análisis de sangre.

Laurie colgó. Cerró los ojos de nuevo, se inclinó sobre el escritorio y se pasó los dedos por el pelo, masajeándose el cuero cabelludo. Todas las desagradables consecuencias de ser portadora del gen BRCA-1 desfilaron por su mente con una oleada de tristeza. Lo que más la angustiaba era tener que admitir que iba a tener que tomar lo que ella denominaba «la decisión final», una decisión que eliminaba opciones como la de tener hijos.

– Hola, hola -dijo una voz.

Laurie alzó la vista y se vio mirando el sonriente rostro del teniente detective Lou Soldano que, con su planchada y limpia camisa y su corbata nueva, tenía especialmente buen aspecto.

– ¿Qué tal, Laur? -dijo alegremente. «Laur» era el apodo que le había puesto Joey, el hijo de Lou, durante el breve tiempo que ella y el detective habían salido juntos. En aquella época, Joey tenía cinco años. En esos momentos, diecisiete.

Ella y Lou no habían sufrido un desengaño, sino que más bien habían llegado los dos a la conclusión de que una relación romántica entre ambos no era lo apropiado. A pesar de que sentían gran respeto y admiración mutua, la vertiente pasional no había funcionado; pero, en lugar de un romance, con los años había florecido una estrecha amistad.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Lou cuando vio que a Laurie, en lugar de decir algo, se le llenaban los ojos de lágrimas y que se llevaba una mano a la frente para masajearse las sienes con el índice y el pulgar.

El detective cerró la puerta y cogió la silla de Riva para sentarse mientras apoyaba una mano en el hombro de Laurie.

– ¡Eh! ¡Vamos! Dime qué te pasa.

Ella se apartó la mano de la frente. Seguía teniendo los ojos brillantes, pero no había llegado a derramar lágrima alguna. Resopló y sonrió débilmente.

– Lo siento -consiguió articular.

– ¿Lo sientes? ¿Qué me estás contando? No hay nada por lo que disculparse. Cuéntame lo que está pasando. No, espera… Creo que ya lo sé.

– ¿Lo sabes? -preguntó Laurie abriendo un cajón y sacando un pañuelo de papel para enjugarse los ojos. Una vez controlado el lagrimeo, volvió a mirar al detective-. ¿Qué te hace pensar que sabes lo que me preocupa?