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La mirada de Jack lo siguió hasta que por fin el detective se la devolvió.

– Me parece difícil creer que quiera hablar para intentar arreglar las cosas conmigo cuando hace un par de semanas, aparte de hablar de los casos en el depósito, no quería darme ni los buenos días. Intenté quedar con ella varias noches seguidas, pero me despachó cada vez diciendo que estaba ocupada porque tenía que ir a un concierto, a un museo, al ballet o a cualquier chorrada de acontecimiento cultural. Quiero decir que tenía la agenda copada y nunca se le ocurrió proponerme una fecha alternativa. -Al igual que Lou, Jack utilizó los dedos para peinar con irritados movimientos el cabello que llevaba cortado al estilo de los césares.

– Quizá deberías intentarlo de nuevo -propuso Lou dándose cuenta de que debía pisar con tacto-. Como le dije a Laurie, estáis hechos el uno para el otro.

– Lo pensaré -contestó Jack-. Últimamente no me siento propenso a hincar la rodilla.

– También mencionó lo intrigada que está por una serie de sospechosas defunciones ocurridas en el Manhattan General. Casi parecía estar convenciéndose a sí misma de que eran casos de homicidio. Me dijo que había hablado contigo del asunto. ¿Tú qué dices? Según sus palabras, opinabas que le estaba echando demasiada imaginación.

– Eso es un poco exagerado. Solo me da la impresión de que se está precipitando con esos cuatro casos.

– Cuatro, no: seis. Esta mañana ha habido dos más.

– ¿Bromeas?

– Eso fue lo que Laurie me dijo, aunque también reconoció que podía estar utilizando su teoría del asesino en serie como una forma de evadirse de los problemas.

– ¿Dijo eso? ¿Empleó concretamente la palabra «evadirse»?

– Palabra de honor.

Jack meneó la cabeza en un gesto de sorpresa.

– Yo diría que es una afirmación razonable teniendo en cuenta que Toxicología ha presentado un informe negativo. También debo añadir que denota gran introspección.

Mientras el sol de marzo hacía su bajo recorrido diurno por el cielo, uno de sus rayos, que se había abierto paso repentinamente entre la veloz capa de nubes, penetró a través de los ventanales de la cafetería del Manhattan General. Fue como un rayo láser, y Laurie tuvo que protegerse de la súbita claridad con la mano. Sue Passero, que estaba sentada delante de ella de espaldas a la ventana, se convirtió en una simple silueta por el resplandor.

Haciendo pantalla con la mano, Laurie miró la bandeja de comida que tenía delante. Aunque la selección que había hecho le había parecido apetitosa, una vez en la mesa se daba cuenta de que no tenía hambre, y eso no era normal en ella. Lo atribuyó a la tensión de la inminente entrevista con la asistente social y a las noticias que inevitablemente iba a recibir. En cierto sentido, se sentía humillada por verse obligada a entrevistarse con una especialista en trastornos emocionales.

Cuando había llegado al hospital, cuarenta minutos antes, había ido primero a la oficina de Roger, pero no lo encontró. Una de las secretarias le dijo que estaba encerrado en una reunión con el presidente. A continuación, Laurie fue a buscar a Sue, que se mostró encantada de unirse a ella para almorzar.

– Recibir la llamada de una de las asistentes sociales del laboratorio de Genética no significa que tus pruebas hayan dado positivo -le dijo su amiga.

– ¡Y qué más! -protestó Laurie-. La verdad es que habría preferido que me lo dijera abiertamente.

– En realidad y según la ley, no te lo pueden decir por teléfono. El nuevo decreto sobre privacidad en la información sanitaria mira con malos ojos al teléfono. El personal de los laboratorios no tiene forma de saber exactamente con quién está hablando y podría dar accidentalmente una información a la persona equivocada, que es precisamente lo que el decreto pretende evitar.

– ¿Y por qué no te han enviado a ti mis resultados? -preguntó Laurie-. Ahora tú eres oficialmente mi médico de cabecera.

– Porque no lo era cuando te hiciste los análisis. De todas maneras tienes razón: tendrían que haberme avisado, pero no me sorprende; el laboratorio de Genética está empezando a trabajar de forma coordinada. Para serte franca, me extraña que antes de sacarte sangre no te obligaran a entrevistarte con una de sus asistentas sociales. A mi juicio, esa es su forma directa de manejar los asuntos. No hace falta ser un genio para saber que cualquier análisis genético va a ser perturbador para el paciente, al margen del resultado.

Dímelo a mí, pensó Laurie.

– ¿Qué pasa con tu comida? -preguntó Sue mirando la bandeja-. No has probado bocado. ¿Debo tomármelo como algo personal?

Laurie rió, hizo un gesto displicente con la mano y después confesó que no tenía hambre.

– Escucha -dijo Sue adoptando un tono más serio-, si la prueba del gen da positivo, que es lo que tú esperas, quiero que te pases enseguida por mi consulta para concertar una visita con el mejor oncólogo. ¿Me lo prometes?

– Te lo prometo.

– Bien. Entretanto, ¿qué me dices de Laura Riley? ¿Tienes cita con la ginecóloga para las revisiones de rutina?

– Sí, ya tengo hora. -Laurie miró el reloj-. Debo marcharme. No quiero llegar tarde; de lo contrario, la asistenta social va a llegar a la conclusión de que soy inestable emocionalmente.

Las dos amigas se despidieron en el vestíbulo. Mientras Laurie subía por la escalera hasta el primer piso, las molestias de la zona baja del abdomen volvieron a presentarse y la hicieron vacilar. Se preguntó qué tenían los escalones que le avivaban el síntoma. Era como cuando, de pequeña, corría demasiado, y pasados unos minutos la punzada se desvanecía. Apretando el puño se dio unos golpecitos en la espalda. Había pensado que podía deberse a dolores renales o de uretra, pero los golpes no aumentaron la molestia. Se palpó el abdomen, y tampoco notó nada raro. Se encogió de hombros y siguió subiendo.

La recepción del laboratorio de diagnósticos genéticos estaba tan tranquila como en su visita anterior. De los altavoces surgía la misma música clásica, y de las paredes colgaban los mismos cuadros impresionistas. Lo que sí resultaba distinto era el estado de ánimo de Laurie. En su primera visita había sentido más curiosidad que ansiedad. En ese momento era al revés.

– ¿En qué puedo ayudarla? -le preguntó una recepcionista vestida con uniforme rosa.

– Me llamo Laurie Montgomery. Tengo hora con Anne Dixon a la una.

– Le avisaré de que está usted aquí.

Laurie tomó asiento, cogió una revista y hojeó sus páginas rápidamente. Miró el reloj. Era exactamente la una, y se preguntó si la señorita Dixon la iba a humillar aún más haciéndola esperar.

El tiempo pasó lentamente, y Laurie siguió mirando su revista sin verla. Se estaba poniendo cada vez más irritable y ansiosa. Cerró la publicación y la dejó en la mesa, junto a las demás. En lugar de intentar seguir leyendo, se recostó, cerró los ojos y se fue tranquilizando a fuerza de voluntad. Pensaba en hallarse tendida al sol en la playa, y si hacía el esfuerzo casi podía oír el sonido de las olas rompiendo en la orilla.

– ¿Señorita Montgomery? -preguntó una voz.

Laurie abrió los ojos y se encontró con el sonriente rostro de una mujer mucho más joven que ella. Llevaba un sencillo suéter blanco y una sarta de perlas alrededor del cuello. Encima del suéter se había puesto una bata blanca. Le tendía la mano derecha mientras sostenía un sujetapapeles en la izquierda.

– Soy Anne Dixon -añadió.

Laurie se puso en pie y se la estrechó. Luego, la siguió a través de una puerta lateral y un corto pasillo hasta que entraron en un pequeño cuarto desprovisto de ventanas, con un diván, dos butacas, una mesa de centro y un archivador. En medio de la mesa había una caja de pañuelos.

Anne le hizo un gesto para que se instalara en el sofá, cerró la puerta y se sentó en una de las butacas, con la caja de pañuelos entre las dos. Consultó sus papeles un momento y después alzó la mirada. En opinión de Laurie se trataba de una joven de aspecto agradable que más podría haber sido una estudiante universitaria en prácticas que alguien con un título superior y especialización en genética. Llevaba sus lisos cabellos castaños cortados a la altura del hombro y peinados con raya en medio, cosa que la obligaba a apartárselos de la cara con frecuencia y a recogérselos tras las orejas. Su lápiz de labios y su color de uñas eran de un rojo pardusco.