– El doctor Rousseau está dentro -le dijo mirando a Laurie desde la pantalla del ordenador.
Laurie asintió y se acercó al umbral. La puerta estaba entreabierta; y Roger, sentado a su escritorio, despachando papeleo. Laurie llamó, y él levantó la mirada. Iba vestido como era su costumbre en el hospitaclass="underline" con una camisa blanca e impecablemente planchada. También se había puesto una corbata de tonos dorados que contrastaba agradablemente con su bronceado rostro de marcadas facciones.
– ¡Caramba! -exclamó levantándose al ver a Laurie-. Hace dos segundos que te he dejado un mensaje en el contestador. Menuda coincidencia. -Salió de detrás de la mesa y cerró la puerta. Dándose la vuelta, la dio un rápido abrazo y un beso en la frente, pero no se dio cuenta de que Laurie tenía los brazos inertes a los lados-. ¡Cuánto me alegro de que hayas venido! Tengo mucho que contarte. -Colocó las dos sillas de recto respaldo una frente a otra y le indicó que se sentara.
»No te creerías la mañana que he tenido -explicó-. Anoche hubo otros dos fallecimientos de postoperatorio, justamente iguales que los cuatro anteriores: los dos de gente joven y sana.
– Lo sé -contestó Laurie con voz apagada-. Ya les he hecho la autopsia. Ese era el motivo de mi llamada de antes.
– ¿Y qué averiguaste?
– No encontré nada, ninguna patología -dijo en el mismo tono-. Eran iguales que los otros cuatro.
– ¡Lo sabía! ¡Lo sabía! -exclamó Roger alzando el puño. Se puso en pie y empezó a caminar de un lado a otro de su despacho-. A pesar de que nos reunimos hace menos de dos días, convoqué una reunión del Comité de Mortalidad para esta misma mañana y les presenté los dos nuevos casos como prueba de que las últimas semanas no habían sido más que una pausa. Les argumenté que teníamos que hacer algo, pero fue en vano. ¡Claro! ¡No sea que vayamos a organizar un escándalo y se entere la prensa! Se me ha ocurrido incluso llamar confidencialmente a los periódicos para que el tema de los medios deje de ser una excusa, pero está claro que no lo haré. Tras la reunión incluso fui a ver al presidente para convencerlo de que cambiara de opinión, pero fue como hablar con una pared. Al final lo único que conseguí fue que se enfadara conmigo por lo que definió como mi «maldita testarudez».
Laurie observó caminar a Roger, pero evitó mirarlo a los ojos. En esos momentos, lo que tenía en la cabeza no era la serie de sospechosas muertes ocurridas en el Manhattan General; pero carecía del empuje para enfrentarse a la vehemencia de Roger.
– Y para empeorar las cosas -añadió este-, esta mañana hemos tenido un asesino merodeando por el aparcamiento. Al final voy a acabar paranoico. Estas cosas no ocurrían antes de que yo llegara.
Al final, Roger se detuvo y miró a Laurie a los ojos. Su expresión denotaba que buscaba comprensión, pero cambió al ver la de ella.
– ¿A qué viene esta cara tan larga? -preguntó. Se inclinó para verla mejor y enseguida se sentó-. Lo siento, no he hecho más que quejarme y despotricar y me he olvidado de ti. Está claro, no estás bien. ¿Qué ocurre?
Laurie cerró los ojos con fuerza y volvió la cabeza. La repentina atención de Roger había reavivado los sentimientos que había experimentado cuando Anne Dixon le había comunicado el resultado definitivo. Notó que él le ponía la mano en el hombro.
– ¿Qué ocurre, Laurie? ¿Qué es lo que anda mal?
Al principio, ella no pudo más que negar con la cabeza por temor a que el hablar desatase un torrente de lágrimas. No le gustaba ser tan emotiva. ¡Suponía una limitación tan grande! Se irguió y respiró profundamente dejando escapar un resoplido.
– Lo siento -consiguió articular.
– No tienes que disculparte por nada. El que se ha comportado como un bruto insensible he sido yo. ¿Qué ha ocurrido?
Laurie carraspeó y empezó a contarle toda la historia del BRCA-1. Paradójicamente, a medida que se explicaba, se iba serenando, como si su faceta profesional fuera tomando el control. Le habló de su madre, de su reciente operación y del hecho de que ella también fuera portadora del gen mutado. Le mencionó asimismo la recomendación de su padre de que se hiciera las pruebas. Dejando de lado la intervención de Jack, le explicó que había acabado yendo al Manhattan General y le habían sacado sangre el mismo día en que se habían conocido. Luego, le contó que se había olvidado de todo hasta el momento de recibir la llamada de la asistente social. Concluyó diciéndole que acababa de llegar de una entrevista en la que le habían dicho que había dado positivo en el marcador del BRCA-1 y el gen mutado, de modo que no cabía error por parte del laboratorio. Reconoció que a pesar de haber intentado evitarlo, había acabado culpando al mensajero y bromeó diciendo que a la infeliz asistente le había negado incluso la oportunidad de que formulara la pregunta esencial de todo terapeuta: «¿Cómo se siente al saber la noticia?». Al final, Laurie acabó medio riendo.
– Me deja estupefacto que seas capaz de tomártelo con humor -dijo Roger.
– Me siento mejor después de haber hablado contigo.
– No sabes cuánto lamento todo esto -aseguró Roger en un tono que denotaba completa sinceridad-. ¿Qué piensas hacer? ¿Cuál es el siguiente paso?
– Se supone que tan pronto como salga de aquí tengo que ir a ver a Sue Passero. Se ha ofrecido a buscarme hora un día de estos con un oncólogo. -Le dio a Roger una palmada en la pierna e hizo ademán de levantarse.
– Espera un momento -dijo este obligándola a sentarse-, no vayas tan deprisa. Ya que esa pobre asistente no ha tenido la oportunidad, deja al menos que sea yo quien te pregunte cómo te encuentras. Imagino que debe de ser igual que descubrir que tu mejor amigo es tu mortal enemigo.
Laurie miró en las profundidades de los castaños ojos de Roger y se preguntó si le estaba haciendo aquella pregunta como amigo o como médico. Y si era como lo primero, ¿era realmente sincero su interés? Roger parecía tener un don para decir las palabras apropiadas, pero ¿cuáles eran sus motivaciones? Se maldijo por pensar así, pero tras lo de su matrimonio y sus hijos, ya no estaba segura de nada.
– Me parece que no he tenido tiempo para sentir nada -contestó Laurie tras una pausa. Estuvo tentada de comentar algo acerca de su nueva habilidad para meter sus pensamientos en compartimientos estancos hasta el punto de poder olvidarse de aquello que no le apetecía, pero era una historia demasiado larga ya que deseaba ir a ver a Sue al edificio de la clínica Kaufman. Al final iba a ser el oncólogo quien tendría la llave del problema. Cuanto antes tuviera hora con él, mejor se sentiría.
– Debe haber algo que puedas compartir conmigo -insistió Roger, que todavía le apoyaba la mano en el hombro-. No puedes enterarte de algo tan preocupante sin que te asalten ciertos miedos.
– Supongo que tienes razón -admitió Laurie a regañadientes-. Para mí, lo peor son algunas de las medidas profilácticas que se aconsejan en estos casos; por ejemplo, la idea de perder mi fertilidad porque me extirpen los ovarios…
Se detuvo a media frase. El pensamiento que le había cruzado por la mente igual que un tornado era el equivalente de ser abofeteada. Le produjo una instantánea descarga de adrenalina que le aceleró el pulso y le produjo cosquilleos en la punta de los dedos. Por unos instantes incluso se sintió mareada y tuvo que sujetarse a la silla para no caer. Por suerte, el vahído pasó tan rápidamente como había llegado. Se dio cuenta de que Roger le hablaba, pero no podía oírlo; la idea que se le había ocurrido resonaba en su cabeza con un efecto parecido al estallido de un trueno. El viejo dicho «ten cuidado con lo que deseas porque puede hacerse realidad», refulgió en sus pensamientos.