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Laurie se puso en pie obligando a Roger a hacer lo mismo puesto que seguía apoyándole la mano en el hombro. De repente le apeteció estar sola.

– Laurie, ¿qué te pasa? -preguntó Roger, que la sacudió por los hombros con ambas manos.

– Lo siento -contestó Laurie con un tono que denotaba más calma de la que en realidad sentía. Se quitó de encima las manos de Roger-. Tengo que marcharme.

– No puedo dejar que te vayas así. ¿Qué estabas pensando? ¿Estás deprimida?

– No. No estoy deprimida. Aún no. Debo marcharme, Roger. Te llamaré más tarde.

Laurie se dio la vuelta para salir, pero él la sujetó por el brazo.

– Tengo que asegurarme de que no te pasará nada por el camino.

Comprendiendo el significado de aquellas palabras, Laurie meneó la cabeza.

– Quédate tranquilo, no voy a hacerme nada. Únicamente necesito estar sola un rato -contestó soltándose de la presa de Roger.

– ¿Me llamarás?

– Sí, te llamaré -dijo abriendo la puerta.

– ¿Te veré esta noche?

Laurie vaciló en el umbral y se dio la vuelta.

– Esta noche no estaría a gusto, pero estaremos en contacto.

Salió del despacho de Roger, rodeó la mesa de la secretaria más cercana y caminó con paso firme por el pasillo, resistiendo la tentación de correr. Notaba los ojos de Roger en la espalda, pero no se volvió. Cruzó la puerta que separaba la zona administrativa del resto del hospital y se internó en la multitud. Nuevamente su anonimato la reconfortó. En lugar de salir corriendo del edificio, volvió a su asiento en el banco que había frente al mostrador de información y pasó los siguientes quince minutos pensando en las consecuencias de su preocupante ocurrencia.

11

Según los dictados del jefe del Departamento de Medicina Legal, Harold Bingham, la conferencia interdepartamental de los jueves por la tarde era de asistencia obligatoria. A pesar de que él mismo no siempre iba, aduciendo obligaciones administrativas, todos los que se hallaban bajo su mando en los cinco distritos municipales de Nueva York debían asistir. Era una norma que su segundo, Calvin Washington, se ocupaba de hacer cumplir a menos que hubiera alguna dispensa, para lo cual se requería una baja por enfermedad o algo equivalente. En consecuencia, todos los patólogos forenses de Brooklin, Queens y Staten Island se veían obligados a peregrinar hasta la oficina central para beneficiarse de la dudosa ampliación de conocimientos que brindaban las conferencias. Para los forenses destinados en Manhattan y el Bronx, el deber era más suave gracias a que todo lo que tenían que hacer era coger el ascensor para ir del cuarto piso a la planta baja.

A Laurie las conferencias le parecían hasta cierto punto entretenidas, especialmente la reunión previa. Era entonces cuando los forenses intercambiaban sus batallitas más interesantes o simplemente, las más raras de la semana. Ella rara vez participaba en aquellas charlas informales, pero disfrutaba escuchando. Por desgracia, aquel jueves su disfrute brillaba por su ausencia. Después de haberse enterado de que era portadora del marcador del BRCA-1 y tras aquella preocupante idea que tuvo en el despacho de Roger, se sentía aturdida, casi embotada, y desde luego no le apetecía lo más mínimo tener que tratar con nadie. Al entrar en la sala no se reunió con los demás alrededor del café y las rosquillas, sino que ocupó un asiento cerca de la puerta que daba al vestíbulo con la esperanza de poder escabullirse con todo disimulo en el momento oportuno.

La sala de conferencias era de tamaño medio, y su decoración ofrecía un aspecto gastado que hacía que pareciera mucho más vieja que los cuarenta y tantos años que tenía. A la izquierda, donde había una puerta que comunicaba directamente con el despacho de Bingham, se alzaba un arañado y sucio atril con su lámpara de lectura -que no funcionaba- y su largo micrófono -que sí lo hacía-. Alineados frente al estrado, había cuatro filas de asientos atornillados al suelo, igualmente gastados y dotados de una mesita plegable para escribir. Los asientos daban al lugar la apariencia de una pequeña sala de actos, y le permitían que cumpliera con su función primordiaclass="underline" que Bingham soltara sus sermones. En la parte de atrás había una mesa que en esos momentos reunía el refrigerio y alrededor de la cual se agrupaban los forenses de la ciudad, todos salvo los dos jefes responsables y Jack. Un sonido de voces y risas flotaba en el ambiente.

A diferencia de Laurie, Jack no encontraba nada interesante en las reuniones de los jueves. En su momento había tenido un enfrentamiento con uno de los forenses de la oficina de Brooklin por el caso de la hermana de uno de sus colegas de baloncesto y desde entonces se negaba a dirigirle la palabra. La misma actitud la hacía extensiva al jefe de la oficina que había apoyado a su subalterno en la discusión. A pesar de que aseguraba que no lo hacía a propósito, Jack siempre llegaba tarde, para mayor irritación de Calvin.

La puerta del despacho de Bingham se abrió y apareció la fornida figura de Calvin Washington. Sujetaba una carpeta que abrió en el atril. Sus oscuros ojos recorrieron la sala deteniéndose brevemente en Laurie antes de proseguir. Saltaba a la vista que miraba quién estaba y quién no.

– ¡Muy bien! -dijo en voz alta al ver que nadie le prestaba atención. Gracias al micrófono su voz resonó en toda la sala como un golpe de timbal-. Comencemos.

Calvin mantuvo la cabeza gacha mientras organizaba sus papeles en la inclinada superficie del atril. Los forenses dejaron rápidamente a un lado sus conversaciones y fueron a los asientos. Calvin empezó la reunión igual que solía hacer Bingham y primero hizo un resumen de las estadísticas de la semana anterior.

Laurie desconectó mientras Calvin parloteaba. Aunque era capaz de lograr que su vertiente profesional fuera la que tomara las riendas de las situaciones y dejar para más adelante sus problemas personales, en ese momento no podía hacerlo. Su nueva preocupación reclamaba su atención, pasando incluso por encima del problema del BRCA-1. La cuestión estaba en que no sabía cómo iba a reaccionar si sus temores se confirmaban.

La puerta que estaba a la izquierda de Laurie se abrió y entró Jack. Calvin interrumpió su intervención, lo fulminó con la mirada y dijo en tono sarcástico:

– Me alegro de que haya decidido agraciarnos con su presencia, doctor Stapleton.

– No me lo perdería por nada del mundo -repuso Jack haciendo que Laurie torciera el gesto. Con su miedo a las figuras investidas de autoridad, no podía comprender que Jack manifestara semejante descaro hacia Calvin. En su opinión, era una forma de masoquismo.

Él la miró con una expresión exageradamente interrogativa -Laurie se había sentado en el sitio favorito de Jack y por las mismas razones- y le dio un apretón en el hombro cuando pasó y ocupó el asiento de delante. Con la cabeza de Jack justo delante de ella, a Laurie le resultó aún más difícil concentrarse en lo que Calvin decía. No dejaba de ser un recordatorio visual de que, de un modo u otro, iba a tener que hablar nuevamente y muy en serio con él.

Tras ofrecer las estadísticas, Calvin lanzó su habitual perorata sobre los problemas administrativos que de un modo u otro siempre desembocaban en recortes presupuestarios. La conferencia de la semana no iba a ser distinta. En lugar de prestar atención, Laurie se dedicó a observar a Jack. Aunque apenas hacía un momento que él se había sentado, su cabeza había empezado ya a bambolearse, indicando que se estaba quedando dormido y haciendo que Laurie se inquietara por la posibilidad de que Calvin se diera cuenta y montara en cólera. Seguía sintiéndose incómoda cuando la autoridad se enfadaba, aunque no fuera con ella.

Calvin no se percató, o si lo hizo prefirió pasarlo por alto, porque concluyó sus comentarios sin organizar ninguna escena y pasó la palabra al director de la oficina de Brooklin, el doctor Jim Bennet.

Uno tras otro, todos los responsables de los distintos distritos se levantaron para hacer sus presentaciones. Cuando Dick Katzenburg, de Queens, se situó ante el micrófono y empezó a hablar, Laurie recordó fugazmente su conspiración de la cocaína de hacía doce años. Había sido en una conferencia como aquella cuando se le había ocurrido plantear el tema de las sobredosis ante el grupo; gracias a Dick, el debate fue de gran ayuda. En ese momento pensó por qué no se le había ocurrido hacer lo mismo con los casos del Manhattan General, y consideró la posibilidad de exponerlos; pero, al final, cambió de opinión. Se sentía demasiado agobiada para hablar en público. Aun así, volvió a dudar cuando reparó en que Calvin parecía estar de un humor aceptable.