Mientras bajaba en el ascensor se preguntó cuándo recibiría su siguiente encargo para la Operación Aventar. Confiaba en que fuera pronto, y no solo por el dinero. Los tropiezos de los últimos dos casos daban carta de naturaleza a la posibilidad de que la descubrieran, y le preocupaba que pudieran darle un susto. En el ejército había aprendido a lidiar con pensamientos negativos. La idea consistía en volver a tirarse al agua.
Al llegar al piso superior del aparcamiento se dirigió hacia su coche, que relucía bajo los fluorescentes y tenía un aspecto impresionante a pesar de que ya no estaba impoluto: en la aleta trasera izquierda había una pequeña abolladura y una marca de pintura amarilla fruto de un reciente encontronazo con un taxi. Jazz no estaba satisfecha con el defecto en la impecable carrocería, pero los daños causados al otro vehículo y el enfado de su conductor habían sido compensación suficiente.
Cuando se encontraba a unos tres metros de distancia, activó la apertura de las puertas y oyó el metálico sonido de los cerrojos. Al acercarse vio su propio reflejo en las negras lunas del todoterreno y se ahuecó el rizado cabello con los dedos. Abrió la portezuela del conductor, arrojó la bolsa de gimnasia en el asiento del pasajero y se encaramó tras el volante. Introdujo la llave en el contacto y la hizo girar esperando oír el rugido del V-8 cuando una mano la sujetó por el hombro.
Estuvo a punto de dar contra el techo por el susto. Se volvió con tanta rapidez que se golpeó en la cadera con el volante y echó una mirada al asiento de atrás. En la penumbra del interior, acrecentada por los cristales tintados, todo lo que pudo distinguir fueron las siluetas de dos hombres. Sus rostros se ocultaban en la oscuridad. Mientras Jazz buscaba frenéticamente su Glock en los bolsillos del abrigo, uno de los desconocidos habló:
– ¿Qué tal, Doc JR?
– ¡Cielos! ¡Señor Bob! -balbuceó dejando de buscar la pistola y llevándose una mano a la frente-. ¡Me ha dado un susto de muerte!
– No era mi intención -repuso el señor Bob sin ánimo de disculparse-. Solo estamos siendo discretos. -Se hallaba sentado en el lado del pasajero del asiento trasero, ligeramente echado hacia delante. El otro hombre estaba recostado y con los brazos cruzados.
– ¿Cómo demonios han entrado? -preguntó Jazz entrecerrando los ojos para ver mejor al otro individuo mientras se frotaba la cadera que le dolía a causa del golpe contra el volante.
– Fácil. Nos quedamos con una copia de las llaves cuando le entregamos el coche. Me gustaría presentarle a un colega: el señor Dave.
– No puedo ver a ninguno de ustedes -se quejó Jazz-. ¿Quiere que encienda la luz?
– No es necesario, y prefiero que no lo haga.
– ¿Qué hacen aquí?
– Hemos venido para asegurarnos.
– ¿Para asegurarse de qué?
– De una cosa: queremos estar seguros de que los pacientes cuyos nombres le dimos ayer han sido «sancionados».
– Desde luego. Me ocupé de ellos anoche. -Jazz notó que el corazón se le aceleraba, y se preguntó nerviosamente si el señor sabía algo de sus tropiezos.
– También está ese pequeño asunto de la enfermera que asaltaron en el aparcamiento del Manhattan General. En principio se supone que fue por unos simples cincuenta billetes. ¿Qué puede contarnos sobre ese lamentable incidente?
– Nada. No sé una palabra. ¿Cuándo dice que ocurrió? -Jazz se pasó la lengua por la boca, que se le había quedado seca; pero, gracias a su entrenamiento militar evitó deliberadamente apartar la mirada o retorcerse.
– Esta mañana, entre las siete y las ocho. Su nombre era Susan Chapman. ¿La conocía?
– ¡Susan Chapman! ¡Claro que la conocía, era la incompetente de mi jefa de planta!
– Eso creíamos y, francamente, por eso estábamos preocupados. Teniendo en cuenta su reputación, queríamos asegurarnos de que usted no había estado implicada. Sabemos que aquel cabrón de oficial de San Diego se lo tenía merecido, pero el caso es que usted le disparó, aunque no mortalmente. ¿Está segura de que Susan Chapman no se metió con usted y la sacó de sus casillas igual que aquel oficial? Considerando su historial y siendo ella su superior, nos parece una curiosa coincidencia.
– ¿Así que va de esto? ¿Creen que he matado a Susan Chapman? Pues no, de ninguna manera. A ver, puede que Susan y yo tuviéramos nuestras diferencias, pero eran asuntos menores, como que siempre estuviera dándome la lata por si me había sentado dos segundos a descansar o hecho esto o aquello. ¡Yo no me la he cargado! ¡Vamos, hombre! ¿Qué creen, que estoy loca?
– La cuestión es que hemos de estar seguros de que su conducta ha sido irreprochable. Se lo dejé bien claro cuando la recluta para nuestra operación. ¡Acuérdese, ni la más mínima onda en la superficie! Naturalmente, todo esto se basa en la suposición de que desee seguir participando en la Operación Aventar.
– Desde luego -repuso Jazz con convicción.
– ¿Está usted satisfecha con las compensaciones? ¿Este vehículo en el que se encuentra sentada ha sido de su gusto?
– Sin duda. Estoy plenamente satisfecha.
– ¡Bien! ¿Tengo su palabra de que si tiene usted el más mínimo problema en su posición o la de sus compañeras de trabajo o con la labor que desempeña para nosotros me llamará al número especial que le di? Confío en que todavía lo tendrá, ¿no?
– Creía que ese número de teléfono era solamente para emergencias.
– Yo diría que todo lo que le he dicho entra dentro de esa categoría. Quiero que llame si alguna vez se siente tentada de hacer algo fuera de lo normal, en especial algo violento que pueda dar pie a una investigación como la que sin duda provocará el asesinato de esa enfermera. ¡Recuérdelo! Desde el principio insistí en que la seguridad era nuestra mayor prioridad porque cualquier quiebra puede poner en peligro toda la operación. Estoy seguro de que no querrá algo así.
– Claro que no.
– Consideraríamos muy preocupante cualquier clase de investigación, especialmente si usted se viera relacionada en ella.
– Estoy de acuerdo.
– Entonces nos comprendemos.
– Del todo.
El señor Bob se volvió hacia su acompañante.
– ¿Hay algo que le gustaría preguntar a Doc JR?
– ¿Cuántas veces por semana viene a este gimnasio? -preguntó el señor Dave descruzando los brazos y acercándose.
Jazz se encogió de hombros.
– No lo sé. Puede que cinco o seis. Puede que hasta siete. ¿Por qué?
– O sea que, aparte de su apartamento y el hospital, este es el sitio donde usted pasa buena parte de su tiempo, ¿no?
– Supongo.
– ¿Algún novio o amigas?
– En realidad no -contestó Jazz. Aunque no podía verle la cara, por la voz intuía que el señor Dave era más joven que el señor Bob-. ¿A qué demonios vienen tantas preguntas?
– Siempre nos gusta saber de nuestra gente -dijo el señor Bob-. Y cuantas más cosas sabemos, mejor los conocemos.
– A mí me parecen bastante personales.
– Así es el tipo de operación en la que estamos -repuso el señor Bob con una sonrisa. Sus dientes parecían especialmente blancos en la penumbra-. ¿Quiere hacernos alguna pregunta?
– Sí. ¿Cuáles son sus nombres auténticos? -Jazz rió nerviosamente. Se sentía en franca desventaja, con ellos al tanto de todo, y ella sin saber nada.
– Lo siento. Es confidencial.
– Entonces no tengo más preguntas.
– De acuerdo -dijo el señor Bob-. Tenemos algo para usted. Otro nombre. Confiamos en que pueda hacerlo esta misma noche.
– Desde luego. Estoy de turno las próximas cuatro noches, por lo tanto me encuentro disponible. ¿Cuál es el nombre?
– Clark Mulhausen.
Jazz repitió el nombre. Con aquella nueva misión se sentía por completo recuperada del susto que le habían provocado aquellos dos hombres sentados en su coche y de que mencionaran el asesinato de Chapman. Lo cierto era que estaba entusiasmada. En su jerga, volvía a tirarse al agua.