– Así pues, ¿estará en condiciones de ocuparse de Mulhausen esta noche?
– Delo por hecho -repuso Jazz con una sonrisa confiada y maliciosa.
El señor Bob abrió la puerta y se apeó mientras el señor Dave hacía lo mismo por su lado.
– ¡Recuerde, ni una onda en la superficie! -le recordó antes de cerrar la puerta.
– Ni una -repitió Jazz por encima del hombro, pero no estuvo segura de que la hubieran oído porque ambas puertas traseras se cerraron a la vez mientras hablaba. Los observó caminar hacia un Hummer H-2 que era un calco del suyo y en el que no se había fijado al entrar en el aparcamiento. Tan pronto como los dos hombres subieron al vehículo, ella puso el motor en marcha y salió de la plaza.
– Tarados -murmuró mientras conducía hacia la rampa que daba a la calle. Aunque estaba emocionada por tener otra misión y contenta de que todo marchara bien con la Operación Aventar, se sentía molesta por la forma en que la habían tratado. No le gustaba mostrarse servil ni que la sermonearan, que era lo que había ocurrido con la conversación con el señor Bob y el señor Dave. Hasta los propios nombres eran una tontería y un insulto. También se preguntó cuánto les pagarían a ellos si a ella le pagaban cinco mil.
¡Demonios!, se dijo. Era ella la que hacía todo el trabajo.
– Bueno, ¿qué opinas? -preguntó David Rosenkrantz a Robert Hawthorne.
Bob se hallaba en el asiento del conductor tamborileando con los dedos en el volante y mirando a través del parabrisas el desnudo muro de hormigón mientras pensaba en su conversación con Jazz. Todavía no había puesto en marcha el coche. Dave se hallaba en el asiento del pasajero contemplando a su jefe.
– No lo sé -contestó finalmente levantando ambas manos. Meneó la cabeza y se volvió hacia su subordinado. Bob era un hombre grandote, con aspecto atlético y de toscos rasgos que contrastaban con su traje italiano. Su cuidada forma de vestir era una preocupación relativamente reciente. Había pasado la mayor parte de su vida en atuendos de campaña, recorriendo el mundo como miembro de Operaciones Especiales-. Dirigir esta operación es un pez que se muerde la cola. Dedicamos mucho tiempo buscando y cultivando a esos personajes antisociales que están dispuestos a llevar a cabo las misiones sin poner reparos, pero después tenemos que ocuparnos de ellos por lo chalados que están. Esa Rakoczi es un buen ejemplo. ¿Te quieres creer que le pegó un tiro en las pelotas a aquel oficial solo porque el tío le echó un tiento?
– Aun así, es efectiva -repuso Dave.
Dave no llegaba a la treintena, la mitad de años de Bob. Era de complexión menos corpulenta, pero igual de atlético. Había sido reclutado por su superior en la cárcel, donde ambos habían pasado una temporada; Bob por casi matar a un homosexual que había cometido el error de acercársele en un bar; y Dave, simplemente por hurto.
– Es la mejor que tenemos -contestó Bob-. Por eso no sé qué hacer. Con Rakoczi no hay vacilaciones. Le damos un nombre y, ¡paf!, la persona es despachada esa misma noche. Ni una sola vez ha venido con excusas o dudas como las que hemos tenido que aguantar en los demás; pero, tal como le he dado a entender, me temo que sea de gatillo fácil.
– ¿Crees que estuvo implicada en el asesinato de la enfermera?
– Si te digo la verdad, no tengo ni idea, aunque no lo descarto. Al mismo tiempo, me consta que no lo haría por unos simples cincuenta billetes, así que puede que fuera realmente un asalto. No lo sé. Confiaba en averiguarlo sorprendiéndola.
– No reaccionó especialmente cuando mencionaste el nombre de la enfermera, pero después pareció enfadarse.
– A mí me dio la misma impresión, pero no sé cómo interpretarlo. Como la mayoría de nuestros agentes, tiene un historial de no llevarse bien con sus superiores, así que la noticia de la muerte de Chapman puede que le diera una alegría por no tener que soportarla más. -Bob puso en marcha el vehículo y maniobró para salir de la plaza de aparcamiento-. Creo que vamos a tener que esperar y ver qué pasa. -Una vez fuera, puso la directa y enfiló hacia la rampa-. Si se produce algún otro tiroteo accidenta] tendremos que sospechar lo peor y ella deberá desaparecer. Si eso ocurre, tú serás el hombre.
– Sí, lo sé -repuso Dave-. Por eso le pregunté sobre sus costumbres.
– Eso supuse -comentó Bob acercándose a la garita-, pero no te tomes demasiado al pie de la letra lo que te ha dicho. La gente como Rakoczi tiene tantos reparos a mentir como a limpiarse los zapatos.
Dave asintió, pero le daba igual. Las solitarias costumbres de Jasmine Rakoczi le facilitarían tener que ocuparse de ella.
13
Laurie cubrió el dispositivo con su pequeña tapa de plástico cuando creyó que ya estaba adecuadamente saturado y lo dejó en el borde del lavabo. De ningún modo estaba dispuesta a quedarse sentada para verlo el tiempo que hacía falta; por lo tanto, se metió en la ducha, se enjabonó con gel y se dio champú en el pelo. Luego, se quedó unos minutos bajo el chorro de agua, dejando que le cayera como una cascada por la cabeza.
Había tenido una noche muy agitada porque su mente había sido incapaz de desconectar. Había dormido, pero a rachas y agobiada por sueños inquietantes, incluyendo la recurrente pesadilla de su hermano hundiéndose en el fango. Al sonar el despertador había sentido un cierto alivio por el hecho de que la larga noche hubiera acabado. Apenas se encontraba descansada, pero prefirió salir de la cama. Las sábanas y las mantas estaban en completo desorden por lo mucho que se había movido y parecía como si hubiera participado en una pelea de lucha libre. Al igual que las dos mañanas anteriores, había notado una leve náusea al incorporarse.
Cuando cerró el grifo de la ducha todavía le duraba, aunque levemente. De todas maneras, suponía que volvería a encontrarse bien después de haber desayunado algo.
Salió y se situó en la alfombra de baño. Se secó y, metiendo la cabeza en la ducha, agitó su espesa melena igual que un perro saliendo del agua. A continuación, se lo secó vigorosamente y se lo envolvió con una toalla. Solo entonces se atrevió a mirar a la inocente pieza de plástico que había dejado al lado del lavabo.
Contuvo el aliento. Con dedos ligeramente temblorosos cogió el dispositivo como si sostenerlo cerca pudiera cambiar el resultado. Pero no. En la pequeña ventana de plástico se veían dos líneas rosadas. Laurie cerró los ojos con fuerza y los mantuvo así unos segundos. Cuando volvió a abrirlos, las líneas seguían allí. No se las había inventado. Habiendo leído a fondo las instrucciones del envase, sabía que la prueba había dado positivo: ¡estaba embarazada!
Con las rodillas que apenas la sostenían, Laurie bajó la tapa del inodoro y se sentó. Por un momento se sintió totalmente abrumada. En poco tiempo habían sucedido demasiados acontecimientos desconcertantes. Todo había empezado con su semirruptura con Jack, seguida rápidamente por el cáncer de su madre, el gen BRCA-1 mutante y por fin el torbellino de su relación con Roger. Y en esos momentos se veía arrastrada a otro conflicto potencial. Casi toda la vida había soñado lo que sería verse embarazada, pero una vez que lo estaba no sabía qué sentir. Era como si toda su vida girara sin control.
Volvió a dejar el dispositivo de análisis en el lavabo y miró la caja, que había dejado en el cesto. Una vez más se sintió tentada de culpar al mensajero, como si el estar embarazada fuera culpa de la prueba de embarazo. Habría podido hacerla la noche antes, pero había leído que era más fiable a primera hora de la mañana. Por lo tanto, esperó. Se le hacía evidente que estaba posponiéndolo y que había intentado aplazar lo inevitable. Cuando la posibilidad de hallarse embarazada se le ocurrió por primera vez, en el despacho de Roger, su convencimiento ya fue casi total. Al fin y al cabo, explicaba perfectamente las náuseas matutinas que tan tontamente había atribuido a las vieiras.