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Bertrice Small

Adora

Adora (1980)

PRÓLOGO

Constantinopla
1341-1346

Era temprano por la mañana y la niebla, como una gasa gris deshilachada, se extendía sobre las aguas tranquilas del Cuerno de Oro. La ciudad de Constantino dormía, ignorante de que su emperador había muerto.

Un personaje solitario salió del Palacio Imperial sin que los guardias lo interrogaran y cruzó el vasto parque verde de detrás del Senado. El hombre que caminaba tan resueltamente en dirección al Palacio de Mangana era Juan Cantacuceno, desde hacía trece años verdadero gobernante del tambaleante Imperio bizantino. Detrás de Juan estaba Andrónico III, yaciendo ya en su féretro.

El gentil Andrónico había sido responsable, sin quererlo, del asesinato de su hermano menor y de la subsiguiente muerte prematura de su propio padre. Se había visto obligado a destronar a su furibundo abuelo, Andrónico II. El viejo había jurado matarle. Para erigirse en emperador, Andrónico había contado con la eficaz ayuda de su buen amigo Juan Cantacuceno, una de las inteligencias más brillantes de Bizancio.

Pero Andrónico III, una vez satisfecho el deseo de su corazón, resultó que prefería la caza, las fiestas y las mujeres hermosas a las cargas del Estado. Aquellos enojosos asuntos los dejaba en manos de su amigo de confianza, el canciller Juan Cantacuceno. El canciller trabajaba duro. Gobernaba suavemente. Todos los deseos del emperador se veían satisfechos.

La madre del emperador, Xenia-María, y la esposa de aquél, Ana de Saboya, desconfiaban de Juan Cantacuceno. Sabían que el canciller era ambicioso. Pero Andrónico se negaba a destituir al amigo que tan bien le había servido.

Pero ahora Andrónico había muerto y su heredero aún no había cumplido once años. La familia real había triunfado sobre Juan Cantacuceno al obtener un documento firmado por Andrónico en su lecho de muerte, que designaba a la emperatriz Ana como única regente del joven emperador. La guerra civil era inminente. Juan Cantacuceno no estaba dispuesto a tolerar que la vengativa madre italiana del muchacho y sus sacerdotes gobernasen el Imperio.

Sin embargo, Juan tenía que poner primero a salvo a su familia. La emperatriz no repararía en recurrir al asesinato. Pero tampoco él se pararía en barras, pensó sonriendo Juan.

Su hijo mayor, Juan, de quince años, se quedaría con él. Mateo, que tenía seis, sería puesto en sagrado, en el monasterio anejo a la iglesia de San Andrés, cerca de la Puerta de Pege. Su segunda esposa, Zoé, sus hijas y su sobrina se alojarían en conventos. Juan estaba seguro de que la devota Ana no violaría los refugios religiosos.

Su primera esposa, María de Bursa, había muerto cuando su hija mayor, Sofía, tenía casi tres años, y el pequeño Juan, cinco. Él le había guardado luto durante un año y, entonces, se había casado con una princesa griega, Zoé de Macedonia. Diez meses más tarde había nacido Elena, que ahora tenía ocho años, seguida dieciocho meses más tarde por el hijo menor y, al cabo de dos años, por su hija más pequeña, Teadora, que tenía ahora cuatro y medio. Dos hijos gemelos habían muerto un año después a causa de una epidemia. Zoé estaba de nuevo embarazada.

Juan entró en el Palacio de Mangana y se dirigió a toda prisa a sus habitaciones, donde lo recibió su criado León.

– ¿Ha muerto, mi señor?

– Sí -respondió Juan-. Hace unos minutos. Lleva a Mateo a San Andrés, inmediatamente. Yo despertaré a mi esposa y a las niñas.

Se dirigió corriendo al ala destinada a las mujeres, sorprendiendo a los guardias eunucos que dormitaban delante de las puertas.

– Despídete de Mateo, amor mío -dijo a Zoé-. León lo llevará inmediatamente a San Andrés.

No era momento para discusiones prolongadas.

Entonces pasó al dormitorio que compartían Sofía y Eudoxia y las despertó.

– Vestios. El emperador ha muerto. Iréis a Santa María de Blanquerna para estar seguras.

Sofía se estiró lánguidamente y su camisón se deslizó, dejando al descubierto un pecho rollizo y dorado. Sacudió hacia atrás los cabellos negros como el azabache y frunció los rojos labios. Cada día se parecía más a su madre, pensó él. Si no podían casarla en seguida, un convento sería el mejor lugar para ella.

– ¡Oh, padre! ¿Por qué tenemos que ir a un convento? Con la guerra civil habrá muchos apuestos soldados por ahí.

El no perdió tiempo en discusiones, pero no le pasó inadvertida la expresión licenciosa de su mirada.

– Disponéis de cinco minutos -dijo severamente, dirigiéndose a toda prisa al dormitorio de sus otras hijas. Aquí se detuvo para contemplar con satisfacción a las dos pequeñas que estaban durmiendo.

La adorable Elena se parecía mucho a Zoé, con sus cabellos rubios como el sol y sus ojos azules como el cielo. En definitiva, se casaría con el niño emperador que era el heredero de Andrónico.

La pequeña Teadora dormía con el pulgar en la boca, visible el suave perfil de su cuerpecito inocente a través del tenue tejido de algodón. Era la hija misteriosa. Juan se maravillaba a menudo de que, entre todos sus hijos, fuera la única en poseer una mente rápida e intuitiva como la de él. Aunque apenas salida de la primerísima infancia, Teadora parecía mucho mayor. Sus facciones eran delicadas, como lo habían sido las de su madre: cuando creciese, sería de una belleza extraordinaria. Su color era único en la familia. La piel era como la crema de leche, con unos suaves toques rosados de albaricoque en las mejillas. Los cabellos eran oscuros, del color de la caoba bruñida, y resplandecían con destellos dorados. Unas pestañas extraordinariamente largas, negras pero con las puntas de oro, velaban los ojos sorprendentes de Teadora, unos ojos que cambiaban desde el color amatista a un púrpura intenso. Juan se sorprendió de pronto al ver aquellos ojos abiertos y fijos en él.

– ¿Qué pasa, padre?

Él le sonrió.

– Nada que debas temer, pequeña. El emperador ha muerto, y tú, Elena y vuestra madre pasaréis un tiempo en Santa Bárbara.

– ¿Habrá guerra, padre?

De nuevo le sorprendió, y también se sorprendió a sí mismo al responder francamente:

– Sí, Teadora. La emperatriz fue designada por el emperador en su lecho de muerte. Es la única regente.

La niña asintió con la cabeza.

– Despertaré a Elena, padre. ¿Disponemos todavía de mucho tiempo?

– Sólo el necesario para vestiros -respondió él.

Salió de la habitación, sacudiendo la cabeza al ver la rapidez con que había captado ella la situación. ¡Ojalá hubiese sido un chico!

Teadora Cantacuceno se levantó de la cama. Vertió tranquilamente agua en una jofaina y se lavó la cara y las manos. Entonces se puso una sencilla túnica verde sobre la camisa y calzó unas botas de calle sobre los menudos pies. Volvió a llenar la jofaina con agua limpia y sacó un vestido de color de rosa y otro par de botas.

– Elena -llamó-. Elena, ¡despierta!

Elena abrió sus hermosos ojos azules y miró con irritación a su hermana pequeña.

– Apenas ha amanecido, mocosa. ¿Por qué me despiertas?

– ¡El emperador ha muerto! Tenemos que ir a Santa Bárbara con nuestra madre. Vístete, o te quedarás aquí y la vieja Xenia-María te meterá en su cámara de tortura.

Elena saltó de la cama.

– ¿Adónde vas tú? -gritó.

– A buscar a nuestra madre. ¡Date prisa, Elena!

Teadora encontró a su madre despidiéndose de Mateo fuera del palacio. La niña y su hermano sólo se llevaban dos años y habían estado siempre muy unidos. Ahora se abrazaron y Mateo murmuró:

– Tengo miedo, Tea. ¿Qué será de nosotros?

– No nos pasará nada -le tranquilizó ella. Señor, ¡qué chico tan simpático!, pensó-. Nuestro padre nos encierra en la iglesia para mayor seguridad. Pronto volveremos a estar juntos. Además, te sentará bien librarte de todas las mujeres.