Выбрать главу

La mujer hizo una reverencia a su ama, salió y transmitió el mensaje al jefe eunuco. Iba a volverse cuando él la detuvo.

– ¿Cómo te llamas, mujer?

– Iris, señor -respondió ella, agachando la cabeza.

– ¿Te portas bien con tu ama?

– Sí, señor.

– ¿Confía ella en ti?

– ¿En qué, señor?

Iris fingía ser estúpida.

– En todo. ¿Te confía secretitos? ¿Sueños y esperanzas de muchacha?

Iris levantó los ojos y miró fijamente al eunuco.

– Señor -dijo pausadamente-, mi pequeña ama ha estado enclaustrada aquí desde la infancia. La única persona a quien ve es el anciano sacerdote que actúa como su director espiritual. Raras veces sale del convento. ¿Qué secretos puede tener? No los confía a nadie, porque no los tiene. Las esclavas enviadas del palacio para servir a la princesa trabajan en turnos de tres meses, por lo que apenas tiene tiempo de entablar amistad con ellas. La mayoría la sirve solamente una vez, pero a mí me han pedido que vuelva en varias ocasiones.

– ¿Por qué? -quiso saber él, observándola desde debajo de los hinchados parparos.

– Porque mi posición era ventajosa, señor. Yo no fui siempre una esclava.

– Te nombraré primera doncella de la princesa Teadora. En justa compensación, me tendrás plenamente informado de su vida. Ella irá pronto a reunirse con el sultán. Ahora dime: ¿cuándo fue su último periodo? La mujer lo pensó y dijo: -Hace casi dos semanas, señor.

– Exactamente, ¿cuántos días desde la primera señal de sangre, Iris?

– Doce, señor.

El eunuco frunció el ceño.

– Tendrá que ir hoy o habríamos de esperar otro mes -dijo el jefe blanco de los eunucos, hablando consigo mismo-. No empaquetes nada para tu ama. Allí tendrá de todo.

– Está estudiando, señor. Querrá tener sus libros. No es perezosa, como otras mujeres.

El eunuco pareció sorprendido. Pero no era antipático.

– Muy bien, Iris; cuidaré de que los libros de la princesa sean enviados al palacio. Pero no hoy. Apenas tendremos tiempo de hacer lo necesario. -Buscó debajo de la holgada vestidura, sacó dos pequeños sobres y se los dio-. Que tu ama tome los polvos del sobre azul antes de salir de aquí. Deberá tomar los del otro al ponerse el sol.

– Por favor, señor -dijo audazmente Iris-, ¿qué son? ¿No le harán daño?

– Son drogas para relajarla y preparar su cuerpo virgen para las atenciones de su marido esta noche. Pero eres muy atrevida, Iris. No me hagas preguntas o retiraré lo de tu designación.

Se abrió la puerta de la antecámara y entró Teadora. El eunuco la observó rápidamente con ojos prácticos. Lo que vio lo satisfizo. Tenía una estatura regia. Era más delgada de lo que gustaba a su amo, pero los altos, llenos y cónicos senos lo compensaban sobradamente. Tenía blanca la piel y los ojos eran de color de amatista… ¿o más bien violetas? Los brillantes cabellos oscuros le llegaban hasta las caderas. Tenía incluso los dientes blancos y bien formados. Todo ello era señal de excelente salud física y mental.

El eunuco se inclinó cortésmente.

– Soy Alí Yahya, Alteza Real. Sois la más afortunada de todas las mujeres, mi princesa. Vuestro señor marido, el sultán Orján, hijo del sultán de los Gazi, Gazi hijo de Gazi, marqués del Héroe del Mundo, ha elegido la de hoy para que sea vuestra noche de todas las noches. Vuestro matrimonio, celebrado cuando sólo erais una niña, se consumará esta noche… Que Alá os bendiga y que seáis fecunda con la simiente de mi señor.

Teadora lo miró sin comprender durante un momento. Después palideció mortalmente y se derrumbó en el suelo. El eunuco contempló la forma inmóvil. Era una joven encantadora. El sultán quedaría complacido.

– Nerviosismo de virgen -dijo a Iris, que se había arrodillado junto a la muchacha y le daba palmadas en las muñecas-. Enviaré una litera dentro de una hora. Estad preparadas.

Cuando Teadora volvió en sí, se encontró con que el brazo vigoroso de Iris la sostenía por los hombros. La otra mano le aplicaba un vaso de vino entre los labios.

– Bebed, mi princesa, y no tengáis miedo. Alí Yahya me ha nombrado vuestra primera doncella. No os dejaré y, piense lo que piense esa gorda babosa, ¡sólo os seré fiel a vos! Bebed, Pequeña. Esto os sentará bien.

Teadora engulló el vino, aún mareada. ¿Qué le había dado e pronto al sultán? ¿Acaso había descubierto lo del príncipe Murat? ¡No! Imposible. Entonces, ¿por qué?

– ¿Cuándo tenemos que ir a palacio? -preguntó.

– La litera llegará dentro de una hora, tal vez menos.

¡Oh, dulce Jesús! No había tiempo para enviar a buscar a Murat y, una vez estuviese en palacio, no se atrevería a ponerse en contacto con él. ¡Oh, Dios mío! Esto debía de ser un castigo. Si no había cometido adulterio de hecho, sí que lo había cometido en su corazón, y ahora Dios la castigaba. ¡Ser esposa de un viejo, cuando amaba a su hijo! Vivirían en el mismo palacio, posiblemente incluso se verían, ¡y nunca podrían hablarse! Teadora empezó a llorar violentamente.

Sin comprender la verdadera naturaleza del dolor de su ama, Iris trató de consolarla.

– No lloréis, pequeña. Esto tenía que llegar, y todas las mujeres deben aceptar su destino. Desde luego, yo desearía que tuvieseis un marido más joven, pero dicen que el sultán es todavía muy potente y un buen amante.

Viendo que Teadora tenía cerrados los ojos en su angustia, Iris vertió el contenido del primer sobre en el vino. Después observó cómo lo bebía la muchacha, quien ignoraba que estaba drogado.

No quedaba tiempo. Las monjas estaban en el patio y la rodeaban para despedirla y encomendarla a Dios.

– Si podéis ayudar a los cautivos y esclavos cristianos, Alteza -dijo la madre María Josefa-, tened la bondad de hacerlo. Sufren mucho y para vos es un deber asistirlos. Nosotras estamos dispuestas a ayudaros en todos vuestros esfuerzos caritativos.

Teadora asintió torpemente con la cabeza y dejó que la ayudasen a meterse en la gran litera. Iris subió detrás de ella, corrió las cortinas y partieron. La esclava miró a la pálida muchacha sentada delante de ella. La princesa callaba, no hacía el menor ruido; pero las lágrimas seguían rodando por sus mejillas. Iris estaba preocupada.

Sólo hacía cinco años que era esclava, pero conocía el mundo mejor que la mayoría. Estas no eran lágrimas de una esposa asustada, sino las de una mujer que tenía roto el corazón. Pero ¿por qué había de tenerlo ella? Iris sabía que Teadora no deseaba ser monja; por consiguiente, no era esto. Sólo cabía otra posibilidad, y era tan remota que parecía absurda. Sin embargo…, al recordar el comportamiento de la princesa durante los últimos dos meses, Iris empezó a comprender muchas cosas.

Respiró hondo. Lo que iba a hacer era muy peligroso. No tenía pruebas y, si se veía acorralada, la princesa podía ordenar su muerte al instante. Se inclinó hacia delante y dijo, en voz muy baja:

– Si hemos de hablar, Alteza, tiene que ser ahora. Cuando estemos en palacio nos espiarán constantemente, no sólo los subordinados del jefe de los eunucos, sino los que están a sueldo de las otras dos esposas del sultán… y sabe Dios de cuántas de sus favoritas. Todas tratarán de desacreditaros para encumbrarse ellas. Si queréis descargar vuestra mente y decirme lo que os aflige, tiene que ser ahora. Por favor, Alteza. Deseo seguir siendo vuestra amiga y me parece evidente que lloráis por un hombre.

Los ojos violetas que la miraron estaban tan llenos de dolor que Iris casi lloró a su vez.

– Te lo diré -accedió Teadora-, pues tengo que contarlo a alguien o me volveré loca. Si me traicionases, me harías un favor, pues ahora preferiría estar muerta.

Y poco a poco fue desgranando la tierna y pequeña historia, a trompicones, hasta que no le quedó nada por decir.

Iris suspiró. No sería fácil, pero, habiendo permitido que su ama traspasase parte de la carga sobre sus hombros, ahora podía concentrarse en prepararla para lo que había de venir.