– La niña es ambiciosa -intervino la madre de Ibrahim-. Es como todos los Cantacucenos, codiciosa y venal. ¡Si lo sabré yo! ¿Acaso no es primo mío el emperador? Sin duda la muchacha se aburría en el convento y se quejó a su padre. Pero, cuando Orján la haya poseído, lamentará no haberse quedado allí.
Anastasia rió cruelmente.
Murat miró con dureza a esta mujer, que siempre había sido su enemiga. Era diez años mayor que su madre; era menuda y tenía los cabellos de un gris acerado y los ojos azules más fríos que jamás hubiese visto.
– ¿Qué hace que os aliéis las dos después de tantos años?
– La nueva esposa de tu padre -contestó sinceramente Anastasia.
– Él se casó con la muchacha hace años, y entonces no os preocupó. Ni hizo que vos y mi madre os convirtieseis en amigas del alma.
– Pero esta noche se acostará con ella. Y si la joven es fértil y le da un hijo… -prosiguió ella, mirándole gravemente.
– No creo que nombre a un hijo pequeño su heredero, pasando por encima de Solimán o de mí, que somos adultos. No a su edad -replicó Murat-. Espero, madre, que no participéis en una campaña contra esta pobre criatura. Necesitará tener amigos aquí.
Salió furiosamente de la habitación. ¡Por Alá! ¡Teadora estaba allí! Dentro de aquel mismo palacio, y él nada podía hacer. Sabía que las suposiciones de su madre y Anastasia acerca de la ambición de Teadora no eran ciertas. La conocía, y ellas no. La pobrecilla debía de estar terriblemente asustada y, al cabo de poco, sería entregada libidinoso viejo. Sintió que las náuseas le revolvían de nuevo las entrañas. Tenía que marcharse del palacio. No podía quedarse allí esa noche, sabiendo que la inocencia de Adora ser violada en aras de la codicia.
De pronto, una mujer mayor, cubierta con un espeso velo salió de entre las sombras.
– La princesa quiere que sepáis que, aunque ella no ha provocado esta situación, cumplirá su deber como le ha sido en nado -dijo la mujer, y se alejó.
Él estuvo a punto de llamar a gritos a aquella persona que se retiraba rápidamente. Entonces, el príncipe Murat se dirigió resueltamente a las caballerizas y pidió que ensillasen su caballo. Montó, cruzó al galope la verja del palacio y dirigí al animal hacia los montes otoñales.
CAPÍTULO 04
Teadora nunca había estado tan limpia en toda su vida. Había temido que la despellejasen. Salvo las cejas, las pestañas y las largas trenzas, todo su pelo había sido eliminado. Le habían cortado las uñas de las manos y de los pies a ras de piel. No quisiera Alá que ofendiese a su amo y señor, arañando, aunque fuese sin querer, su persona real. Los largos y lisos cabellos de color caoba brillaban con lindos reflejos dorados. La piel resplandecía de salud. Las plantas de los pies y las palmas de las manos habían sido teñidas de color de rosa, con alheña. Pero los ojos de amatista estaban afligidos, asustados. No comprendía esta prisa y, cuando trató de interrogar a Alí Yahya, éste pareció confuso y rehuyó la cuestión.
– Hace varios años que os casasteis, princesa. Ahora que habéis alcanzado la madurez física, el sultán desea que honréis su lecho. No hay nada de extraño en esto.
Estaba seguro de que a ella no le había satisfecho su respuesta. Se sintió más incómodo que nunca, pues de pronto se dio cuenta de que ella era absolutamente incapaz de engaño. Sencillamente, no deseaba acostarse con el sultán. Seguro que, si su padre no hubiese insistido en ello la muchacha habría permanecido tranquilamente en Santa Catalina. Ahora sería todavía más duro lo que tenía que hacer Alí Yahya.
Exactamente cuatro horas después de ponerse el sol Alí Yahya, acompañado de la dama Anastasia y la dama Nilufer, llegó a las habitaciones de Teadora para escoltarla hacia su destino. Las dos mujeres mayores, magníficamente ataviadas con vestidos de seda enjoyados y con bordados de oro, ofrecían un contraste bastante sorprendente con la joven envuelta i en un sencillo vestido de seda blanca.
Aunque la tradición y los buenos modales ordenaban que le hablasen con cortesía, deseándole alegría, ninguna de las dos pronunció una palabra. Nilufer miraba con curiosidad a la muchacha. Lo que haya que ser, ¡será!, pensó Iris. ¡Las viejas y ruines gatas! El jefe de los eunucos volvió la cabeza hacia Iris y le dijo rápidamente, en voz baja:
– Tu señora te será devuelta dentro de un par de horas. ¡Está preparada! Ella te necesitará.
¡Dios mío! ¿Qué iban a hacerle a la niña? La litera cruzó majestuosamente los salones silenciosos del harén y, al fin, se detuvo delante de una enorme puerta de bronce de doble hoja. Alí Yahya ayudó a la temblorosa Teadora a bajar de la litera y la acompañó al cruzar la puerta, que se cerró de golpe detrás de ellos con espantosa contundencia.
La habitación no podía ser más lujosa. El suelo de mármol estaba cubierto de gruesas alfombras de lana. En las paredes pendían exquisitos tapices de seda. En cada uno de los tres rincones de la estancia había un alto incensario de oro magníficamente forjado, en el que ardían fragantes áloes. En el cuarto rincón se alzaba una gran estufa adornada con azulejos, donde se quemaba madera de manzano. Dos lámparas de plata y cristales de colores pendían del oscuro techo sostenido con vigas, proyectando una luz suave sobre una cama maciza encima de un estrado. La cama tenía columnas talladas y doseles de rica seda de diversos colores. Alí Yahya condujo a Teadora hacia el lecho. Surgidas aparentemente de ninguna parte, aparecieron unas esclavas que la despojaron de su única vestidura.
– Por favor, tendeos en cama, princesa -pidió Alí Yahya. Ella obedeció y vio, impresionada, que él se inclinaba y le ataba un brazo a la correspondiente columna de la cama con un suave cordón de seda. Una esclava le ató el otro brazo, y las largas piernas fueron separadas y aseguradas de la misma manera.
Sintió una oleada de pánico y gritó. El eunuco le tapó la boca con una mano.
– ¡Callad, Alteza! Nadie os hará daño. Si aparto la mano, ¿prometéis que no vais a gritar?
Ella asintió con la cabeza y él levantó la mano de su cara.
– ¿Por qué me atáis? -preguntó Teadora, con voz temblorosa.
– Porque el sultán lo ha ordenado, mi señora. Cuando os casasteis, se estableció en el contrato que el matrimonio se consumaría cuando alcanzaseis la pubertad. El sultán, si he de seros franco, os habría dejado en el convento. Pero vuestro padre insistió en que se cumpliese el contrato matrimonial.
– ¿Mi padre? -exclamó ella, con incredulidad-. ¿Que mi padre insistió? ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo pudo hacer esto?
– Necesita de nuevo la ayuda del sultán, Alteza. Vuestra hermana y su marido son bastante revoltosos. El tercio restante de vuestra dote, que incluye un pago en oro y la fortaleza estratégica de Tzympe, muy deseada por mi señor, quedará pendiente hasta que estéis encinta.
Ella guardó silencio unos momentos. Después exclamó amargamente casi hablando consigo misma:
– ¡Para esto conservé con tanto cuidado mi virginidad! ¡Para ser entregada a un viejo a cambio de unos soldados, un puñado de oro y una fortaleza! -Suspiró y miró de nuevo al eunuco-. ¿Por qué ha ordenado mi señor que me atéis a la cama?
– Porque sois inexperta en cuestiones de amor. La falta de conocimiento podría induciros a luchar y disgustar al sultán. Esto tiene que hacerse apresuradamente, y no hay tiempo para enseñaros las cosas que deberíais saber. Os hemos traído hoy al palacio, porque es el primer día fértil de vuestro ciclo lunar. Durante cuatro noches estaréis en la cama con el sultán. Confiamos en que el próximo mes se confirmará que estáis embarazada. De lo contrario, os traeríamos de nuevo hasta que diese fruto el esfuerzo de mi señor. Se quedó asombrada ante esta terrible revelación. Tal vez si no hubiese conocido la dulzura del amor con el príncipe Murat, esto no le habría dolido tanto. ¡Cómo debía de odiarla el sultán! Maldijo en silencio al padre que la había sacrificado de una manera tan cruel.