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No amaba al sultán, pero le gustaban sus caricias y, que Dios se apiadase de ella, era lo único que tendría en esta vida. No se esperaba que las princesas disfrutasen en sus matrimonios.

Suspirando, se entregó a las maniobras de él, complaciéndolo al atraerle de nuevo la cabeza sobre su pecho y suplicarle cortésmente que repitiese lo que acababa de hacer. Él sintió que su propio deseo aumentaba deprisa, pues ella lo excitaba en gran manera. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para recordar lo inexperta que era la joven en realidad. Como un mozalbete, le bajó toscamente el pantalón sobre las caderas, para poder quitárselo con facilidad. Con los dedos buscó afanosamente el monte de Venus y lo encontró ya humedecido. Jadeando, le abrió la túnica y se arrojó encima de ella, sintiendo con estático placer el calor juvenil de Teadora.

Las uñas del sultán le arañaron la cara interna de los muslos al separarle las piernas. Para asombro de ella, casi sollozaba en su afán de poseerla. Su ansiedad la maravillaba. Ya no le tenía miedo. Pensó que si cerraba los ojos y se imaginaba que él era Murat…

Moviéndose provocativamente, murmuró con voz ronca:

– Besadme, mi señor. Besadme, esposo mío.

Él obedeció rápidamente y, para delicia de ella, su boca era firme y le resultaba extrañamente familiar. Era, ¡oh, Dios mío!, como la de Murat. Él la besaba profunda y apasionadamente. Primero fue él el agresor, y después, para sorpresa de ambos, lo fue ella. Dejó que la boca de él la sumiese en un mundo puramente físico de placeres sensuales.

Estaba de nuevo en el huerto de Santa Catalina; de nuevo en los brazos vigorosos del príncipe. Era su boca querida y conocida la que la poseía ahora, y sus manos las que acariciaban su piel suave. Con voluntad propia, su cuerpo joven se movía voluptuosamente, guiado por el instinto más que por la experiencia.

Loco de deseo, Orján penetró profundamente el ansioso y bien dispuesto cuerpo. Necesitó de todo su autodominio para no acabar inmediatamente. En vez de esto, la guió con suavidad a través de un laberinto de pasión, ayudándola a encontrar su camino hasta que ella pensó que no podía aguantar más.

Al principio Teadora luchó contra la fuerza que la alzaba más y más antes de arrebatarla en una imponente oleada de dulzura que la llevó hasta balancearse en el borde de la inconsciencia. Entonces dejó de luchar. Por fin, bañada en una luz dorada, sintió que se rompía en mil pequeños pedazos. Gritó, con una terrible impresión de pérdida, y oyó que él gritaba también.

En el silencio absoluto que siguió, ella abrió unos ojos vacilantes. Él yacía de costado, apoyándose en un codo, mirándola. Sus ojos oscuros estaban llenos de admiración, y sonreía cariñosamente. Por un instante, se sintió confusa. ¿Dónde estaba Murat? ¿Quién era este viejo? Entonces, al volver a la realidad, estuvo a punto de lanzar un alarido.

– ¡Eres magnífica! -exclamó el sultán-. ¡Que una niña inocente pueda sentir tan profundamente! ¡Ser tan apasionada! ¡Por Alá! ¡Cuánto te adoro, mi pequeña esposa! ¡Teadora! ¡Teadora! ¡Creo que me estoy enamorando de ti!

La tomó en sus brazos y la besó apasionadamente. Sus manos no podían dejar de acariciar los senos, las nalgas…, y se excitó rápidamente. De nuevo buscó, su calor, y ella no pudo negárselo. Ni podía negar su propio deseo físico. Se aborreció.

Después él pidió unos refrescos.

– Cuidaré de que tengas los mejores maestros, pequeña. Has nacido para ser amada y para amar. -Sorbió el zumo de fruta-. ¡Ay, mi dulce esposa, cómo me deleitas! Debo confesar que no esperaba tanto fuego en ti. Eres mía, ¡mi adorable Teadora! ¡Sólo mía!

Ella oyó en la voz de él un eco de la de Murat; las palabras eran casi las mismas. Se estremeció. Él la rodeó con un brazo.

– Estoy a tus pies, mi encantadora Adora. -Pareció habérsele escapado este nombre y, cuando ella lo miró, impresionada, su cara era una máscara de deleite-. ¡Adora! -exclamó-. ¡Sí! ¡Eres mi Adora!

– ¿Por qué me llamáis así? -murmuró ella.

– Porque -respondió él, inclinándose para besar un rollizo pecho-, porque eres una criatura adorable.

Ella sintió que unas lágrimas le asomaban tras los párpados, y pestañeó rápidamente para contenerlas. ¡Qué ironía que el padre se pareciese tanto al hijo, incluso en el lenguaje y el amor! Suspiró. Estaba atrapada como un pájaro en una red, y nada podía hacer por remediarlo.

Era la esposa del sultán. Debía alejar al príncipe Murat de su pensamiento. Debía poner toda su energía en dar un hijo a su marido y un nieto a su padre, con lo que Juan Cantacuceno quedaría ligado por la sangre al sultán Orján. Ella era Teadora Cantacuceno, una princesa de Bizancio, y conocía su deber. Era Teadora Cantacuceno, esposa del sultán, y conocía su destino.

CAPÍTULO 06

Teadora estaba sentada en silencio, cosiendo junto a la JL burbujeante fuente de azulejos. Los peces de colores con cola en abanico se perseguían en el agua centelleante y agitada. A su alrededor, florecían los almendros y los cerezos, y los macizos bordeados de jacintos azules estaban llenos de tulipanes blancos y amarillos.

Iris, que estaba sentada a su lado, murmuró:

– Ahí vienen el cuervo y la paloma en su visita cotidiana.

– ¡Calla! -la riñó suavemente Teadora; pero tuvo que morderse el labio para no reír.

– Buenas tardes, Teadora.

– Buenas tardes, Teadora.

– Buenas tardes a las dos, dama Anastasia y dama Nilufer. Sentaos, por favor. Trae los refrescos, Iris.

Las dos mujeres mayores se sentaron y Martina se sacó de la holgada manga un trozo de tela bordada. Anastasia contempló el vientre hinchado de Teadora y comentó:

– ¡Qué criatura tan grande! Y todavía te faltan dos meses. Será un milagro si no te destroza cuando nazca.

– ¡Tonterías! -replicó Nilufer al ver que Teadora palidecía-. Yo estaba enorme con Murat, Solimán y Fátima. Y era sobre todo por las aguas, pues ninguno de ellos nació extraordinariamente grande. -Dio unas palmadas en la mano de la joven-. Estás muy bien, pequeña. Tu hijo será sin duda alguna encantador y rebosante de salud.

Teadora dirigió una mirada agradecida a la madre de Murat y después observó fríamente a Anastasia.

– No tengo miedo por mí ni por mi hijo -dijo serenamente.

Iris, que volvía con una bandeja, oyó lo suficiente para enfadarse. Tropezó; el jarro que llevaba se volcó y derramó el contenido sobre la falda de Anastasia. La primera esposa del sultán se levantó de un salto, al filtrarse el líquido frío y pegajoso a través de la rica vestidura y hasta la piel.

– ¡Estúpida! -chilló-. ¡Haré que te azoten hasta ponerte morada, por tu deliberada insolencia!

– No haréis tal cosa -intervino fríamente Teadora-. Iris es esclava mía y esto ha sido un accidente. Iris, pide humildemente perdón a la dama Anastasia.

Iris se arrodilló y tocó el suelo con la cabeza.

– Oh, sí que se lo pido, mi señora Teadora. ¡Pido perdón!

– Está bien -dijo tranquilamente Teadora, como si todo hubiese quedado zanjado. Después llamó a sus otras esclavas-. Daos prisa, muchachas, o el traje de la dama Anastasia se estropeará.

Al levantar la cabeza, vio que los ojos de la dama Nilufer brillaban con alegre admiración.

Si Teadora podía presumir de tener una amiga que no fuese Iris, era la segunda esposa del sultán. En cuanto Nilufer conoció a la princesa bizantina, cambió rápidamente de opinión acerca de la muchacha. Vio en Teadora una sustituta de su propia y amada hija, que estaba casada con un príncipe de Samarcanda y vivía tan lejos que era muy improbable que volviesen a verse las dos en su vida. De no haber sido por la amabilidad de Nilufer, Teadora tal vez habría perdido a su hijo, pues Anastasia se complacía en provocarla.

Las esclavas habían conseguido enjugar el refresco del vestido de la dama Anastasia. Después de limpiarla con agua fresca, extendieron la ropa sobre el amplio regazo para que se secase. Y fue en este momento que el sultán y sus dos hijos predilectos decidieron visitar a Teadora. Ahora que no tenía que soportar su insaciable apetito sexual, la joven simpatizaba más con Orján. Durante cuatro meses, después de su noche de bodas, él la había visitado cinco noches cada semana; las otras dos estaban reservadas por el Corán a sus otras dos esposas.