Descubrió que estaba temblando y, de pronto, se le ocurrió que no quería morir. Tenía solamente veinte años, que en realidad no era una edad avanzada, y salvo por aquellas pocas y breves horas en el jardín del convento con el príncipe Murat, nunca había sido realmente feliz. ¿Y qué decir de su hijo? Sólo tenía siete años.
El barco cabeceaba ahora furiosamente; Iris gimió. Su cara había cobrado un enfermizo tono verde, y Teadora le acercó una jofaina justo a tiempo. Cuando Iris hubo terminado, Teadora tomó la jofaina y salió apresuradamente del camarote, desafiando a sabiendas las órdenes del capitán. No iba a pasar el resto de la tormenta encerrada en un camarote que olía a vómitos, pensó hoscamente. Seguro que esto habría prolongado la dolencia de Iris y tal vez debilitado su propio revuelto estómago.
Apoyándose en las paredes del pasillo, consiguió llegar a la salida. Plantándose en la escotilla, arrojó la jofaina a la tormenta, observando con asombro que el viento se apoderaba del recipiente de latón y lo sostenía en alto, como decidiendo si lo quería o no. Al cabo de un momento, se hundió en el mar agitado. Había algo tan maravillosamente vivo en la tormenta que, por un instante, Teadora permaneció donde estaba y, olvidando temporalmente el miedo, se echó a reír al ver la furia y la belleza del temporal.
Cuando llegó de nuevo a su camarote se encontró con que la pobre Iris se había quedado dormida en su estrecha litera. Teadora se sentó y volvió a su bordado. Había trabajado varias horas cuando se dio cuenta de pronto de que el mar volvía a estar en calma. Se levantó y estiró los entumecidos miembros. Una llamada la hizo acudir rápidamente a la puerta, donde esperaba el capitán, con aire fatigado.
– ¿Estáis bien, Alteza?
– Sí, capitán Hassan. Todos estamos bien.
– He venido para avisaros de que la tormenta no ha terminado aún.
– Pero el mar está tranquilo como un estanque.
– Sí, mi señora, en efecto. Nosotros lo llamamos el «ojo» de la tormenta. Un centro de calma en medio de la turbulencia. Cuando lleguemos al otro lado de esta calma, que Alá nos ampare. Por favor, permaneced en vuestro camarote.
– ¿Cuánto tiempo durará la calma?
– Tal vez media hora, mi señora.
– Entonces, con vuestro permiso, subiré un ratito a cubierta, capitán. Mi hijo y mis esclavas están durmiendo, pero confieso que yo estoy inquieta.
– Desde luego, Alteza. Os acompañaré.
Teadora cerró la puerta sin ruido y, apoyándose en el brazo del capitán, salió a la mojada cubierta. El aire denso flotaba inmóvil, y parecía que navegasen en un mar de tinta. Encima de ellos y a su alrededor, el cielo y el mar eran lisos y negros. Pero entonces el capitán señaló al frente y, bajo la extraña penumbra, Teadora descubrió que el agua, a cierta distancia delante de ellos, bullía con una espuma blanca.
– El otro lado de la tormenta, Alteza. No podemos libra nos de ella.
– ¡Es magnífico, capitán Hassan! ¿Sobreviviremos a su furor?
– Será lo que Alá quiera, mi señora -respondió, fatalista, el capitán, encogiéndose de hombros.
Permanecieron unos minutos junto a la barandilla. Después, al percibir la impaciencia del capitán, Teadora dijo:
– Volveré a mis habitaciones.
De nuevo en ellas, se inclinó sobre su hijo y lo besó delicadamente. Su sueño era tan profundo que ni siquiera se movió. Iris yacía boca arriba, roncando suavemente. Mucho mejor, pensó Teadora. Podré conservar más fácilmente la calma si nadie más me asusta.
Sintió que el barco empezaba de nuevo a moverse al acercarse al otro lado de la tormenta. Sentóse en silencio, cruzando las manos con fuerza, y rezó por la salvación del barco y de todos los que viajaban en él. Nunca, desde que había salido de Santa Catalina, se había sumido tan fervorosamente en la oración.
De pronto, cuando el barco dio un terrible bandazo, se produjo un choque que estremeció la embarcación en toda su estructura, y Teadora oyó gritos por encima de aquel estruendo. Entonces el cristal de la ventanita del camarote saltó hecho pedazos, y trozos de cristal y chorros de agua se esparcieron por el suelo.
Ella se levantó de un salto y permaneció un momento sin saber qué hacer, mientras la lluvia y la espuma del mar le empapaban la ropa. Iris se cayó de la litera, medio despierta, y gritó:
– ¡Que Alá nos guarde! ¡Nos estamos hundiendo! ¡Nos estamos hundiendo!
Teadora se volvió en redondo y levantó a la esclava, abofeteándola con toda su fuerza.
– ¡Cállate, estúpida! ¡No nos hundimos! La tormenta ha roto la ventana; esto es todo.
Por encima del rugido del viento, de la lluvia y del mar, oyeron una frenética llamada a la puerta del camarote. La princesa la abrió y un marinero cayó dentro de la estancia.
– Con los saludos del capitán, Alteza -jadeó-. Vengo a comprobar si se ha producido algún daño. Haré que entablen inmediatamente su ventana.
– ¿Qué ha sido aquel tremendo golpe? -preguntó Teadora.
El marinero se había puesto nuevamente en pie y vaciló antes de contestar. Por fin, encogió los hombros y dijo:
– Hemos perdido el palo mayor, mi señora, pero la tormenta casi ha terminado y no tardará en amanecer.
Salió corriendo.
– Despierta a las esclavas, Iris, y ordena que limpien toda esta porquería, para que los marineros puedan hacer rápidamente las reparaciones.
Se volvió y vio que Halil se había sentado en su cama y tenía los ojos muy abiertos.
– ¿Nos estamos hundiendo, madre?
– No, querido. -Rió forzadamente-. La tormenta, al terminar, ha roto la ventana y nos ha dado un buen susto. Esto es todo.
En pocos minutos quedó reparada la ventana. Se quitaron cuidadosamente los trozos de cristal que quedaban en el marco y fueron sustituidos por tablas y una cortina. La tormenta había amainado.
Teadora se atrevió a subir a cubierta y se impresionó al ver los daños. En efecto, el palo mayor había desaparecido y también la mayor parte de otro de los tres mástiles. Las velas habían quedado reducidas a jirones que ondeaban al viento. Era evidente que tendrían que confiar en los esclavos remeros para seguir navegando. Se preguntó cómo habían podido sobrevivir aquellos pobres infelices y tomó mentalmente nota de averiguar si había algún cristiano entre los remeros, para poder comprar su libertad. Desde que había sido madre, había seguido la política de comprar la libertad de los esclavos cristianos con quienes se tropezaba. Luego los enviaba, ya libres, a Constantinopla.
Se volvió al oír la voz del capitán a su lado.
– ¿Está bien vuestra gente, Alteza?
– Sí, gracias. Hemos estado calientes y secos durante casi toda la noche. ¿Alguna novedad en la tripulación?
– Hemos perdido cuatro remeros, y dos de mis marineros fueron arrastrados por las olas. ¡Ese maldito capataz! Perdón, Alteza. Yo le había ordenado que desencadenase a los galeotes cuando estallase la tormenta. Él desobedeció la orden, y los cuatro que hemos perdido se ahogaron en sus bancos. En cuanto hayamos limpiado todo esto, el capataz recibirá su castigo. No será un espectáculo agradable, mi señora. Os aconsejo que os quedéis abajo.
– Así lo haré, capitán, pero estoy tan contenta de seguir con vida para poder ver la aurora, que quisiera permanecer un poco más en la cubierta.
El capitán sonrió, satisfecho.
– Vuestra Alteza me perdonará si le digo que es una joven muy valiente. Estoy orgulloso de navegar con vos.