– Nos pone en peligro con su sola presencia. Además, ¿qué será de nuestra hija, sola en una tierra hostil y a merced de los turcos? ¿Has pensado en Alexis, estúpido?
– Tu hermana viajará con su marido a Mesembria dentro de unos meses. No me parece que constituya un peligro. En cuanto a Alexis, el sultán Murat es un hombre de honor y me ha asegurado que está a salvo y bien en Santa Ana.
Elena levantó las manos, asqueada. El no quería comprender. O quizá, pensó, se mostraba deliberadamente obtuso, para fastidiarla. Juan Paleólogo era tonto y siempre lo había sido. No quería ver que molestando a su señor, el sultán, invitaba prácticamente a Murat a atacar la ciudad. Y ella perdería su trono por esta estupidez.
Bizancio estaba sola, como un faro cristiano, débil y continuamente amenazado, en el borde del oscuro mundo infiel. Los soberanos de Europa sólo hablaban de boquilla de proteger a Bizancio. Esto se debía a las luchas religiosas.
De hecho, en el año 1203, la Cuarta Cruzada, encaminada en principio para reconquistar Jerusalén de los musulmanes sarracenos, se desvió hacia Constantinopla. Esto fue obra de los venecianos y su vengativo dux, Enrico Dándolo, que había sido cegado treinta años antes, cuando estaba retenido como rehén por los griegos en Constantinopla.
Se le había permitido andar libremente por la ciudad, por haber dado su palabra de que no trataría de escapar. Dándolo no pensaba en huir. Hijo de una noble familia de mercaderes, le interesaba mucho más atraer hacia Venecia las casas de comercio extranjero que eran la fuerza del Imperio de Bizancio.
Además, Dándolo se había interesado peligrosamente en las defensas de Constantinopla. Cuando se descubrieron estas dos malas acciones, fue castigado exponiendo sus ojos demasiado curiosos a un espejo cóncavo que reflejaba la luz del sol. Ciego, fue devuelto a Venecia, donde pasó años superando su incapacidad y soñando con la venganza. Al final, fue elegido para el puesto más alto de Venecia, posición que le brindó una buena oportunidad para vengarse. Además de sus motivos personales, el viejo dux quería la destrucción de Constantinopla por las ventajas económicas que resultarían de ello para su propia ciudad.
La excusa para esta traición a una ciudad cristiana por parte de amigos cristianos fue la restauración de un monarca destronado. Este era Alejo IV, aunque los jefes cruzados sabían que había muerto. Había sido estrangulado por Alejo V, que entonces huyó de la ciudad ante el ejército europeo atacante y dejó a su pueblo abandonado a su terrible destino. Constantinopla fue tomada en 1204 y saqueada despiadadamente por soldados, clérigos y nobles. Ninguna ciudad infiel había sufrido tanto en manos de invasores cristianos como sufrió Constantinopla, capital de la cristiandad oriental.
Lo que no quedó destruido por el fuego o el vandalismo fue saqueado. Oro, plata, joyas, vajillas, sedas, pieles, estatuas y gente…, todo lo que tenía valor y podía trasladarse o ser transportado. La ciudad nunca se había recobrado y Elena temía que la siguiente invasión fuese la última.
Su miedo aumentó considerablemente cuando el sultán Murat y un pequeño pero formidable ejército se presentaron delante de las murallas de la ciudad.
– Por el amor de Dios, devuelve Tea al sultán -suplicó Elena a su marido.
– ¿Crees que Murat se iría si lo hiciese? -se burló Juan Paleólogo-. ¡Por Dios, Elena, no quieras ser más tonta de lo que ya eres! Lo último que dijo Orján a sus hijos fue que tomasen Constantinopla. El no ha venido por Teadora, querida, sino por mi ciudad. Pero no permitiré que se apodere de ella.
Elena no sabía qué hacer, ni siquiera a quién acudir. En la ciudad adoraban a su hermana y al marido de ésta. Los juglares callejeros incluso contaban la historia de la fuga de Tea. De pronto, pareció que sus preces eran escuchadas. Solicitó audiencia a Elena un hombre alto y de aspecto simpático que se presentó en estos términos:
– Soy Alí Yahya, Majestad, jefe de la casa del sultán. Deseo ver a la princesa Teadora y espero que podáis arreglarlo.
– Mi hermana no os verá, Alí Yahya. Recientemente ha contraído nuevo matrimonio con el señor de Mesembria. Ahora están pasando la luna de miel en una pequeña villa de la costa. Elena no pudo resistir la tentación.
– ¿Quiere realmente el sultán a mi hermana en su harén?
– Desea que la princesa vuelva con su familia y aquellos que la quieren -fue la evasiva respuesta. Elena frunció el ceño.
– Tal vez podría arreglarse -dijo-. Pero tendría que hacerse a mi manera.
– ¿Y cuál es esta manera, Majestad?
– Con mi padre y mi hermano apartados de la vida secular, yo soy la jefa de la familia Cantacuceno. En esta calidad, soy responsable del destino de los miembros de esta familia. Venderé a mi hermana al sultán Murat por diez mil ducados venecianos de oro y cien finas perlas de Oriente. Las perlas deben ser de buen tamaño. Mi precio es fijo. No regatearé.
– ¿Y qué me decís del nuevo marido de Su Alteza, Majestad? Nuestras leyes prohíben quitarle la esposa a un hombre vivo.
– Por este precio, Alí Yahya, haré que mi hermana enviude rápidamente. Su nuevo marido me ha ofendido. Es un insolente que no siente el menor respeto por el Imperio.
Lo que no dijo Elena fue que Alejandro de Mesembria la había insultado de modo imperdonable al negarse a acostarse con ella cuando se lo había ofrecido. Ningún hombre había rechazado a Elena hasta entonces. Generalmente, se sentían muy honrados por el favor. Pero Alejandro había mirado a Elena desde su altura y dijo fríamente: «Yo elijo mis rameras, señora. No me eligen ellas a mí.» Y se había marchado.
El eunuco sospechó algo así y compadeció a Teadora y a su marido. Después se encogió de hombros. Los sentimientos le estaban vedados. Su primera obligación era para con su dueño, el sultán Murat, y su dueño le había enviado a buscar a Teadora. Sin embargo, bajo estas nuevas circunstancias, Alí Yahya no estaba seguro de si él querría que Teadora volviese. Tenía que ganar tiempo para averiguar a ciencia cierta la voluntad del sultán.
– Desde luego -dijo suavemente-, nos proporcionareis los documentos legales necesarios para acreditar la venta.
– Por supuesto -respondió con calma Elena-, y haré que os la podáis llevar rápidamente de la ciudad, antes de que mi marido descubra que se ha ido.
– Aunque tengo poderes del sultán para convenir todo lo que sea necesario para el regreso de la princesa, ésta es una situación anómala, Majestad. Debo hablar con mi señor.
Elena asintió con la cabeza.
– Os daré dos días, Alí Yahya. Venid a esta misma hora. Recordad a vuestro señor que, cuanto más tarde en decidirse, más tiempo estará en brazos de otro hombre aquella a quien desea. -Lanzó una risa cruel-. El nuevo marido de mi hermana es muy atractivo. Las tontas mujeres de mi corte lo comparan a un dios griego.
El eunuco se retiró de la cámara privada de la emperatriz. Volvió dos días más tarde y fue igualmente recibido.
– ¿Y bien? -preguntó ella, con impaciencia. El buscó debajo de su túnica y sacó dos bolsas de terciopelo. Abrió la primera y vertió parte de su contenido en una bandeja plana. Los ojos azules de Elena se abrieron, codiciosos, al ver las perlas de tamaño y semejanza perfectos. La otra bolsa contenía una barra de oro.
– Hacedlo pesar, Majestad, y comprobaréis que su valor es de diez mil ducados.
Para su regocijo, ella se dirigió a un armario y sacó unas balanzas. Pesó el oro.
– Una pizca de más -observó, como buena entendedora-. El sultán es más que justo. -Volvió a dejar las balanzas en el armario, sacó un pergamino enrollado y lo tendió a Alí Yahya-. Estos documentos confiesen a vuestro señor, el sultán, la custodia total y la propiedad legal de una esclava conocida como Teadora de Mesembria. Ella y su marido están todavía en la villa próxima a la ciudad. Sin embargo, no os la podéis llevar de allí sin que el público sospeche de vuestro señor, cosa que él no deseará. La ejecución de mi plan requerirá algún tiempo. Actuar precipitadamente provocaría preguntas que sin duda quiere evitar nuestro señor. No; es mejor que mi hermana enviude en Mesembria. Nadie de allí pensaría en causar daño a Alejandro. Todos le adoran. Por esta razón, su muerte parecerá absolutamente natural.